ya sabéis lo que pasa con las
apuestas de las carreras de caballos, viene una racha de suerte y crees que
nunca pasará. había conseguido recuperar aquella casa, tenía incluso jardín
propio, con tulipanes de todas clases que crecían bella y asombrosamente.
estaba de suerte. tenía dinero. ya no recuerdo qué sistema había inventado,
pero el sistema trabajaba y yo no, y era una forma de vida bastante agradable;
y estaba Kathy. Kathy valía. el vejete de la puerta de al lado me veía con ella
y le temblaba la mandíbula. Andaba siempre llamando a la puerta. ,
—¡Kathy!
¡oh Kathy! ¡Kathy!
salía
a abrir yo, vestido sólo con mis pantalones cortos.
—oh,
yo creía...
—¿qué
quieres, cabrón?
—creí
que Kathy...
—Kathy está cagando. ¿algún recado?
—yo...
compré estos huesos para su perro.
llevaba
una gran bolsa con huesos secos de pollo.
—darle
a un perro huesos de pollo es como echar cuchillas de afeitar en el desayuno de
un niño. ¿quieres asesinar a mi perro, so cabrón?
—¡oh, no!
—entonces
guárdate esos huesos y lárgate.
—no
entiendo.
—¡métete esa bolsa en el culo y lárgate de
aquí!
—es que yo creía que Kathy...
—ya
te lo dije, ¡Kathy está CAGANDO!
y
cerré de un portazo.
—no
deberías ser tan duro con ese viejo asqueroso, Hank, dice que le recuerdo a su
hija cuando era joven.
—vaya, así que se tiraba a su
hija. pues que joda con un
queso suizo. no le quiero a la
puerta.
—¿acaso
crees que le dejo entrar cuando tú te vas a las carreras?
—eso
no me preocupa lo más mínimo.
—¿qué
es lo que te preocupa entonces?
—lo
único que me preocupa es quién se pone encima y quién debajo.
—¡lárgate
ahora mismo, hijo de puta!
me
puse la camisa y los pantalones, luego los calcetines y los zapatos.
—antes
de que haya recorrido cuatro manzanas ya estaréis abrazados.
me
tiró un libro. yo no estaba mirando y el canto del libro me dio en el ojo
izquierdo. me hizo un corte y mientras me ataba el zapato derecho una gota de
sangre me cayó en la mano.
—oh,
cuánto lo siento, Hank.
—¡no
te ACERQUES A MI!
salí
y cogí el coche, lo lancé marcha atrás a cincuenta por hora, llevándome parte
del seto y luego un poco de estuco de la fachada con la parte izquierda del
parachoques trasero. me había manchado la camisa de sangre y saqué el pañuelo y
me lo puse sobre el ojo. iba a ser un mal sábado en las carreras. estaba
desquiciado.
aposté como si estuviese por
medio la bomba atómica. quería ganar diez de los grandes. hice grandes
apuestas. no conseguí nada. perdí quinientos dólares. todo lo que había sacado.
sólo me quedaba un dólar en la cartera. volví a casa lentamente. iba a ser una
noche de sábado terrible. aparqué el coche y entré por la puerta trasera.
—Hank. . .
—¿qué?
—estás
pálido como la muerte. ¿qué pasó?
—se
acabó. estoy hundido. perdí quinientos.
—Diós
mío. lo siento —dijo—. es culpa mía.
se
acercó a mí, me abrazó.
—maldita
sea, no sabes cuánto lo siento —dijo—. la culpa fue mía, lo sé muy bien.
—olvídalo.
tú no hiciste las apuestas.
—¿aún
sigues enfadado?
—no,
no, sé que no estás jodiendo con ese viejo cerdo.
—¿puedo
prepararte algo de comer?
—no,
no. trae una botella de whisky y el periódico.
me
levanté y fui al escondite del dinero. nos quedaban ciento ochenta dólares.
bueno, había sido peor muchas otras veces, pero tenía la sensación de haber
emprendido el camino de vuelta a las fábricas y los almacenes si aún podía
conseguir eso. cogí diez, el perro aún me quería. le tiré de las orejas, a él
no le importaba el dinero que yo tuviese. era un as aquel perro, sí. salí del
dormitorio. Kathy estaba pintándose los labios ante el espejo. le di un
pellizco en el trasero y la besé detrás de la oreja. tráeme también un poco de
cerveza y puros. necesito olvidar.
se
fue y oí tintinear sus tacones en el camino. era la mejor mujer que podía haber
encontrado y la había encontrado en un bar. me retrepé en el sillón y contemplé
el techo. un golfo. yo era un golfo. siempre esa repugnancia hacia el trabajo,
siempre intentando vivir de la suerte. cuando Kathy regresó le dije que me
sirviera un buen trago. sabía hacerlo. le quitó incluso el celofán al puro y me
lo encendió. parecía alegre y estaba muy guapa. hicimos el amor. hicimos el
amor en medio de la tristeza. me reventaba verlo irse todo: coche, casa, perro,
mujer. había sido una vida fácil y agradable.
tenía
que estar muy afectado porque abrí el periódico y busqué la sección de ofertas
de trabajo.
—mira,
Kathy, aquí hay algo. se necesitan hombres, domingo. paga el mismo día.
—oh, Hank, descansemos
mañana. ya conseguirás ganar con los caballos el martes. entonces todo parecerá
mejor.
—pero
mierda, niña, ¡cada billete cuenta! los domingos no hay carreras. hay en
Caliente, sí, pero piensa en ese veinticinco por ciento que cobra Caliente y en
la distancia. puedo divertirme y beber esta noche y luego coger esa mierda
mañana. esos billetes extra pueden significar mucho.
Kathy
me miró extrañada. jamás me había oído hablar así. yo siempre actuaba como si
nunca fuese a faltar el dinero. aquella pérdida de quinientos dólares me había
alterado por completo. me sirvió otro buen trago. lo bebí inmediatamente.
alterado, señor, señor, las fábricas. los días desperdiciados, los días sin
sentido, los días de jefes y memos, y el reloj, lento y brutal.
bebimos
hasta las dos, lo mismo que en el bar, y luego nos fuimos a la cama, hicimos el
amor, dormimos. puse el despertador para las cuatro, me levanté; cogí el coche
y estaba en el centro de la ciudad a las cuatro y media. me planté en la
esquina con unos veinticinco vagabundos andrajosos. allí estaban liando
cigarrillos y bebiendo vino.
bueno,
es dinero, pensé. volveré... algún día iré de vacaciones a París o a Roma. que
se vayan a la mierda estos tipos. yo no pertenezco a esto.
entonces
algo me dijo, eso es lo que están pensando TODOS: yo no pertenezco a esto.
TODOS ELLOS están pensando lo mismo. y tienen razón. ¿sí?
hacia
las cinco y diez apareció el camión y subimos.
Dios
mío, ahora podría estar durmiendo con el culo pegado al lindo culo de Kathy.
pero es dinero, dinero.
algunos
contaban que acababan de salir del furgón. apestaban los pobres. pero no parecían
tristes. yo era el único triste.
ahora
estaría levantándome a echar una meada. tomando una cerveza en la cocina,
esperando el sol, viendo cómo iba haciéndose de día. contemplando mis
tulipanes. y luego volvería a la cama con Kathy.
el
tipo que estaba a mi, lado dijo:
—¡eh,
compadre!
—sí
—dije.
—soy
francés, —dijo.
no
contesté.
—¿quieres
que te la chupe?
—no
—dije yo.
—vi
a un tipo chupándosela a otro en la calleja esta mañana. tenía una polla blanca
y larga y delgada y el otro tío aún seguía chupando mientras se le caía de la
boca toda la leche. y estuve viéndolo todo y estoy de un caliente... ¡déjame
chupártela, compadre!
—no
—le dije—. no me apetece en este momento.
—bueno,
si no me dejas hacerlo, quizás quieras chupármela tú.
—¡déjame
en paz! —le dije.
el
francés pasó más al fondo del camión. kilómetro y medio después cabeceaba allí.
se lo estaba haciendo delante de todos a un tipo viejo que parecía indio.
—¡¡¡VAMOS,
MUCHACHO, SACASELO TODO!!! —gritó alguien.
algunos
se reían, pero la mayoría se limitaba a guardar silencio, beber su vino y liar
sus cigarrillos. el viejo indio actuaba como si nada pasase. cuando llegamos a
Vermont, el francés ya había acabado y nos bajamos todos, el francés, el indio,
yo y los demás vagabundos. nos dieron a cada uno un trocito de papel y entramos
en un café. el papel valía por un bollo y un café. la camarera alzaba la nariz.
apestábamos. sucios chupapollas.
luego
alguien gritó: —¡todos fuera!
yo
les seguí y entramos en una habitación grande y nos sentamos en esas sillas
como las que había en la escuela, más bien en la universidad, por ejemplo en la
clase de Formación Musical, con un gran brazo de madera para apoyar el brazo
derecho y poder poner el cuaderno y escribir. en fin, allí estuvimos sentados
otros cuarenta y cinco minutos. luego, un chico listo con una lata de cerveza
en la mano, dijo:
—¡bueno
coged los SACOS!
todos
los vagabundos se levantaron inmediatamente y CORRIERON hacia la gran
habitación del fondo. qué demonios, pensé. me acerqué lentamente y miré en la otra
habitación. allí estaban empujándose y disputando a ver quién se llevaba los
mejores sacos. era una lucha despiadada y absurda. cuando salió el último de
ellos, entré y cogí el primer saco que había en el suelo. estaba muy sucio y
lleno de agujeros y desgarrones. cuando salí al otro lado, todos los vagabundos
tenían los sacos a la espalda. yo me senté y esperé sentado con el mío en las
rodillas. han debido tomarnos el nombre en algún momento, pensé, creo que fue
antes de darnos el papel del café y el bollo cuando di mi nombre. en fin,
fueron llamándonos en grupos de cinco o seis o siete. así pasó, más o menos,
otra hora. cuando entré en la caja de aquel camión más pequeño con unos cuantos
más, el sol ya estaba bastante alto; nos dieron a cada uno un pequeño plano de
las calles en que teníamos que entregar los papeles. a mí también. miré
inmediatamente las calles: ¡DIOS TODOPODEROSO, DE TODA LA CIUDAD DE LOS ANGELES
TENÍAN QUE DARME PRECISAMENTE MI PROPIO
BARRIO!
yo
me había hecho una reputación de borracho, jugador, vivales, de vago, de
especialista en chollos, ¿cómo podía aparecer allí con aquel saco cochambroso a
la espalda, a entregar folletos publicitarios?
me
dejaron en mi esquina. era una zona muy familiar, realmente, allí estaba la
floristería, allí estaba el bar, la gasolinera, todo... a la vuelta de la
esquina mi casita con Kathy durmiendo en la cama caliente. hasta el perro
estaba durmiendo. en fin, es mañana de domingo, pensé. nadie me verá. duermen
hasta tarde. haré la condenada ruta. y me dispuse a hacerla.
recorrí
dos calles a toda prisa y nadie vio al gran hombre de mundo de suaves manos
blancas y grandes ojos soñadores. lo conseguí.
enfilé
la tercera calle. todo fue bien hasta que oí la voz de una niñita. estaba en su
patio. unos cuatro años.
—¡hola,
señor!
—¿sí?
¿qué pasa niña?
—¿dónde
está tu perro?
—oh,
jajá, aún dormido.
—oh.
siempre
paseaba al perro por aquella calle. había allí un solar vacío donde cagaba
siempre el perro. éste fue el final. Cogí los folletos que quedaban, los basculé
en la parte trasera de un coche abandonado junto a la autopista. el coche
llevaba allí meses sin ruedas. no sabía las consecuencias que podía tener, pero
eché todos los papeles en la parte trasera. luego doblé la esquina y entré en
mi casa. Kathy aún estaba dormida. la desperté.
—¡Kathy! ¡Kathy!
—oh, Hank... ¿todo bien?
vino
el perro y le acaricié.
—¿sabes
lo que HICIERON ESOS HIJOS DE PUTA?
—¿qué?
—¡me
dieron mi propio barrio para repartir folletos!
—oh.
bueno, no es muy agradable, pero no creo que a la gente le importe.
—¿es
que no comprendes? ¡con la reputación que me he creado! ¡yo soy un vivo! ¡no
pueden verme con un saco de mierda a la espalda!
—¡bah,
no creo que tengas esa reputación! son cosas tuyas.
—¿pero
qué demonios dices? ¡has estado con el culo caliente en esta cama mientras yo
estaba por ahí fuera con un montón de soplapollas!
—no
te enfades. espera un momento que voy a mear.
esperé
allí mientras ella soltaba su soñoliento pis femenino. ¡Dios mío, qué lentas
son! el coño es una máquina de mear muy ineficaz. es mucho mejor el pijo.
Kathy
salió.
—mira
Hank, no te preocupes. me pondré un vestido viejo y te ayudaré a repartir los
folletos. en seguida acabamos. los domingos la gente duerme hasta tarde.
—¡pero
si ya me han VISTO!
—¿que
ya te han visto? ¿quién?
—esa
chiquilla de la casa marrón de la calle West Moreland.
—¿te
refieres a Myra?
—¡no
sé cómo se llama!
—si
sólo tiene tres años.
—¡no
sé cuantos años tiene, pero me preguntó por el perro!
—¿qué
te dijo del perro?
—¡me
preguntó dónde ESTABA?
—vamos,
yo te ayudaré a librarte de esos folletos.
Kathy
se estaba poniendo un vestido viejo, raído y gastado.
ya
me he librado de ellos. se acabó. los eché en ese coche abandonado que hay en
la autopista.
—¿no
lo descubrirán?
—¡JODER!
¡y qué más da!
entré
en la cocina y cogí una cerveza. cuando volví Kathy estaba otra vez en la cama.
me senté en un sillón.
—¿Kathy?
—¿sí?
—¿es
que no comprendes con quién estás viviendo? ¡yo tengo clase, auténtica clase!
con treinta y cuatro años, no he trabajado más de seis o siete meses desde los
dieciocho. y no tenía dinero. ¡mira estas manos! ¡como las de un pianista!
—¿clase?
¡deberías OIRTE CUANDO ESTAS BORRACHO! ¡eres horrible, horrible!
—¿quieres
que empecemos a armar follón otra vez, Kathy? te he tenido en la opulencia y
con pasta abundante desde que te saqué de aquel antro de la calle Alvarado.
Kathy
no contestó.
—en
realidad —le dije—, soy un genio, pero sólo lo sé yo.
—aceptaré
eso —dijo ella. luego hundió la cabeza en la almohada y volvió a dormirse.
terminé
la cerveza., tomé otra, luego salí, anduve tres manzanas y me senté en las
escaleras de una tienda de ultramarinos cerrada que según el plano sería el
lugar de reunión donde tenía que recogerme el encargado, estuve sentado allí
desde las diez a las dos y media. fue aburrido y seco y estúpido y tortuoso y
absurdo. el maldito camión llegó a las dos y media.
—hola,
amigo.
—qué hay
—¿acabó
ya?
—sí.
—¡es
usted rápido!
—sí.
—quiero
que ayude a este tipo a terminar su ruta.
—vaya
por Dios, hombre.
entré
en el camión y me llevó. allí estaba aquel tipo. se ARRASTRABA. depositaba cada
folleto con gran cuidado en los porches. cada porche recibía un tratamiento
especial y además parecía que el trabajo le encantaba. sólo le quedaba una
manzana. liquidé la cuestión en cinco minutos luego nos sentamos y esperamos el
camión. durante una hora.
nos
llevaron de nuevo a la oficina y nos sentamos otra vez en aquellas sillas.
luego aparecieron dos tipos insolentes con latas de cerveza en la mano. uno
decía los nombres y el otro daba a cada uno su dinero.
en
una pizarra detrás de las cabezas de aquellos tipos estaba escrito con tiza el
siguiente mensaje:
todo el que trabaje para nosotros
treinta días seguidos
sin perder un día
recibirá
gratis
un traje usado
treinta días seguidos
sin perder un día
recibirá
gratis
un traje usado
estuve
observando a mis compañeros mientras les entregaban el dinero. no podía ser
cierto. PARECÍA que cada uno de ellos recibía tres billetes de dólar. por
entonces, el salario base legal era un dólar por hora. yo había estado en
aquella esquina a las cuatro y media de la mañana y eran entonces las cuatro y
media de la tarde. para mí, eran doce horas.
fui
de los últimos que llamaron. creo que el tercero empezando por la cola. ni uno
solo de aquellos vagabundos protestó, cogieron sus tres dólares y se largaron.
—¡Bukowski!
—aulló el muchachito impertinente de la lata de cerveza.
me
acerqué. el otro contó tres billetes muy limpios y crujientes.
—escuche
—dije—, ¿es que no saben que hay un salario mínimo legal? un dólar por hora.
el
tipo alzó su cerveza.
—descontamos
el transporte, el desayuno y demás. sólo pagamos por tiempo medio de trabajo y
calculamos unas tres horas.
—he
perdido doce horas de mi vida. y ahora tendré que coger el autobús para llegar
hasta donde está mi coche y poder volver a casa.
—tienes
suerte de tener coche.
—¡y
tú de que no te meta esa lata de cerveza por el culo!
—yo
no soy quien decide la política de la empresa, señor. no me eche a mí la culpa.
—¡les
denunciaré a las autoridades!
—¡Robinson!
—aulló el otro impertinente.
el
penúltimo vagabundo se levantó de su asiento a por sus tres dólares mientras yo
cruzaba la puerta camino del Bulevar Beverly. a esperar el autobús. cuando
llegué a casa y me vi con un trago en la mano eran las seis o así. cogí una
borrachera respetable. estaba tan furioso que le eché tres polvos a Kathy.
rompí una ventana. me corté un pie con los cristales. canté canciones de
Gilbert & Sullivan que me había enseñado en otros tiempos un profesor
inglés chiflado que daba una clase de inglés que empezaba a las siete de la
mañana. en el City College de Los Angeles. Richardson, se llamaba. y quizás no
estuviese loco. pero me enseñó lo de Gilbert & Sullivan y me dio una «B» en
inglés por aparecer no antes de las siete y media, con resaca, CUANDO aparecía.
pero ése es otro asunto. Kathy y yo nos reímos bastante aquella noche, y aunque
rompí unas cuantas cosas no estuve tan desagradable e idiota como siempre.
y
ese martes, en Hollywood Park, gané ciento cuarenta dólares a las carreras e
inmediatamente volví a ser amante despreocupado, vividor, jugador, chulo
reformado y cultivador de tulipanes. llegué y enfilé lentamente la entrada de
casa en el coche, saboreando los últimos rayos del sol crepuscular. y luego,
entré por la puerta trasera. Kathy había preparado carne con muchas cebollas y
chorraditas y especies, tal como me gustaba a mí. estaba inclinada sobre la
cocina y la agarré por detrás.
—ooooh...
—escucha, querida...
—¿sí?
estaba
allí de pie con el cucharón goteando en la mano. le metí en el cuello del
vestido un billete de diez dólares.
—quiero que me traigas una botella de whisky.
—de
acuerdo, ahora mismo.
—y un poco de cerveza y puros. yo me ocuparé
de la comida. se quitó la bata y entró un momento al baño. la oí canturrear. un
momento después me senté en mi sillón y oí repiquetear sus tacones en el
camino. había una pelota de tenis. cogí la pelota de tenis y la tiré en el
suelo de forma que rebotase hacia la pared y de allí al aire. el perro, que
medía uno cincuenta de largo por uno de alto, y era medio lobo, saltó al aire,
se oyó el chasquido de los dientes; había cogido la pelota de tenis, casi junto
al techo. por un instante pareció colgar allá arriba. qué perro maravilloso,
qué vida maravillosa. cuando llegó al suelo, me levanté a ver cómo iba el
guiso. perfectamente. todo iba perfectamente.
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