Conocí a Jeff en un
almacén de piezas de automóvil de la calle Flower, o quizá de la calle
Figueroa, siempre las confundo. En fin, yo estaba de dependiente y Jeff era más
o menos el mozo. Tenía que descargar las piezas usadas, barrer el suelo, poner
el papel higiénico en los cagaderos, etc. Yo había hecho trabajos parecidos por
todo el país, así que nunca los miraba por encima del hombro. Salía
precisamente por entonces de un mal paso con una mujer que había estado a punto
de acabar conmigo. Quedé sin ganas de mujeres un tiempo y, como sustituto,
jugaba a los caballos, me la meneaba y bebía. Yo, francamente, me sentí mucho
más feliz haciendo esto, y cada vez que me pasaba una cosa así pensaba, se
acabaron las mujeres, para siempre. Por supuesto, siempre aparecía otra.
Acababan cazándote, por muy indiferente que fueses. Creo que cuando llegas a
hacerte indiferente de veras es cuando más te lo ofrecen, para fastidiarte. Las
mujeres son capaces de eso; por muy fuerte que sea un hombre, las mujeres
siempre pueden conseguirlo. Pero, de todos modos, yo me encontraba en esa
situación de paz y libertad cuando conocí a Jeff (sin mujer) y no había en la
relación nada de homosexual. Sólo dos tíos que vivían sin normas, viajaban y
les habían abandonado las mujeres. Recuerdo una vez que estaba sentado en La
Luz Verde, tomando una cerveza, recuerdo que estaba en una mesa leyendo los
resultados de las carreras y que aquel grupo hablaba de algo cuando de pronto
alguien dijo, «...y, sí, a Bukowski le ha dejado la pequeña Flo, ¿verdad? ¿No
es cierto que te dejó plantado, Bukowski?». Miré. La gente se reía. No sonreí.
Sólo alcé mi cerveza:
—Sí —dije, bebí un trago,
dejé el vaso.
Cuando volví a mirar, una
joven negra se había traído su cerveza.
—Mira, amigo —dijo—, mira
amigo...
—Hola —dije yo.
—Mira, amigo, no dejes
que esa Flo te hunda, no la dejes que te hunda, amigo. Puedes superarlo.
—Ya sé que puedo
superarlo. Aún no me he rendido.
—Bueno. Es que pareces
triste, sabes. Pareces tan triste.
—Claro, lo estoy. La
tenía muy dentro. Pero pasará. ¿Cerveza?
—Sí. Y pago yo.
Dormimos esa noche en mi
casa, pero fue mi despedida de las mujeres... por catorce o dieciocho meses. Si
no andas a la caza, puedes conseguir esos períodos de descanso.
Así que después del
trabajo, me dedicaba a beber solo todas las noches, en mi casa, y me quedaba lo
suficiente para ir a las carreras el sábado y la vida era simple y no demasiado
dolorosa. Quizá sin demasiada razón, pero apartarse del dolor era bastante
razonable. Conocí muy pronto a Jeff. Aunque era más joven que yo, reconocí en
él un modelo más joven de mí mismo.
—Tienes una resaca
infernal, muchacho —le dije una mañana.
—Qué le vamos a hacer
—dijo él—. Hay que olvidar.
—Quizá tengas razón
—dije—. Es mejor la resaca que el manicomio.
Aquella noche fuimos a un
bar cercano después del trabajo. El era como yo, no le preocupaba la comida, un
hombre nunca pensaba en la comida. Y, en realidad, éramos dos de los hombres más
fuertes del almacén, aunque nunca se llegara a hacer comprobaciones. La comida
era simplemente algo aburrido. Yo ya estaba harto de los bares por entonces:
todos aquellos imbéciles chiflados esperando a que entrara una mujer y les
llevara al país de las maravillas. Los dos grupos más detestables eran los que
iban a las carreras de caballos y los de los bares, y me refiero básicamente a
los varones de ambos grupos. Los perdedores que seguían perdiendo y no eran
capaces de plantarse y afrontar el asunto. Y allí estaba yo, en el medio
mismo de ellos. Jeff me hacía más fáciles las cosas. Quiero decir con esto que
el rollo era más nuevo para él y él animaba la fiesta, conseguía casi hacerla
realista, como si estuviésemos haciendo algo significativo en vez de derrochar
nuestros míseros salarios bebiendo o jugando, viviendo en habitaciones
miserables, perdiendo empleos, encontrándolos, rechazados por las mujeres,
siempre en el infierno e ignorándolo. Todo ese rollo.
—Quiero que conozcas a mi
amigo Gramercy Edwards —dijo. —¿Gramercy Edwards? —Sí, Gram ha estado más
dentro que fuera.
—¿Cárcel?
—Cárcel y manicomio.
—No está mal. Dile que
baje.
—Voy a llamarle por
teléfono. Vendrá, si no está demasiado borracho...
Gramercy Edwards vino
como una hora después. Para entonces, yo ya me sentía más capaz de manejar las
cosas, y esto fue bueno, pues allí llegaba Gramercy, cruzando la puerta: una
auténtica víctima de reformatorios y cárceles. Parecía hacer rodar
constantemente los ojos hacia atrás, hacia el interior de la cabeza, como si
intentase mirar al interior de su cerebro para ver qué error había. Vestía con
andrajos y de un bolsillo rasgado de sus pantalones salía una gran botella de
vino. Apestaba y llevaba en los labios un cigarrillo liado. Jeff nos presentó.
Gram sacó del bolsillo la botella de vino y me ofreció un trago. Bebí. Y allí
estuvimos bebiendo hasta la hora de cerrar. Luego, bajamos por la calle hasta
el hotel de Gramercy. En aquellos tiempos, antes de que se instalara la
industria en la zona, había casas viejas que alquilaban habitaciones a los
pobres, y en una de aquellas casas la propietaria tenía un bulldog al que
dejaba suelto por la noche para que guardase su preciosa propiedad. Era un
perro de lo más cabrón e hijoputa. Me había asustado más de una noche de
borrachera hasta que aprendí qué lado de la calle era el suyo y qué lado el
mío. Y elegí el lado que él no quería.
—Vale —dijo Jeff—. Vamos
a agarrar a ese cabrón esta noche. Bueno, Gram, yo me encargo de agarrarle.
Pero cuando lo tenga agarrado, tendrás que rajarlo tú.
—Tú agárralo —dijo
Gramercy—. Traje el corte. Está recién afilado.
Y hacia allá fuimos.
Pronto oímos gruñidos y vimos acercarse a
saltos al bulldog. Era muy hábil mordiendo pantorrillas. Un perro
guardián magnífico. Venía saltando con mucho aplomo. Jeff esperó a que
estuviese casi encima de nosotros y entonces se puso de lado y saltó por encima
de él. El bulldog patinó, se movió rápidamente y Jeff le agarró cuando le
pasaba por debajo. Le metió los brazos debajo de las patas delanteras y tiró
hacia arriba. El bulldog pataleaba y lanzaba mordiscos desesperado, con la
barriga al descubierto.
—Jejejejeje —decía
Gramercy—. ¡Jejejeje!
Y metió el cuchillo y
cortó un rectángulo. Luego lo dividió en cuatro partes.
—Jesús —dijo Jeff.
Había sangre por todas
partes. Jeff dejó al perro. El perro no se movía.
—Jejejeje —-siguió
Gramercy—. Ese hijoputa no volverá a molestar a nadie.
—Me dais asco —dije yo.
Subí a mi habitación pensando en aquel pobre bulldog. Estuve enfadado con Jeff
dos o tres días. Luego lo olvidé...
Nunca volví a ver a
Gramercy, pero seguí emborrachándome con Jeff. Qué otra cosa podíamos hacer.
Todas las mañanas, en el
trabajo, nos sentíamos enfermos... Era nuestro chiste particular. Y todas las
noches volvíamos a emborracharnos. ¿Qué va a hacer un pobre? Las chicas no
buscan a los vulgares trabajadores. Las chicas buscan médicos, científicos,
abogados, negociantes, etc. Nosotros las
conseguimos cuando ya les repugnan a ellos, cuando ya no son chicas... nos toca
el material usado, deformado, nos tocan
las enfermas, las locas. Cuando llevas
un tiempo aguantando esto, en vez de conformarte con segundos o terceros
o cuartos platos, renuncias. O intentas renunciar. El trago ayuda. Y a Jeff le
gustaban los bares, así que yo le acompañaba. El problema de Jeff era que
cuando se emborrachaba le gustaba la bronca. Por suerte, no se peleaba conmigo.
Era muy bueno en eso, era un buen luchador, sabía esquivar y tenía fuerza,
quizá sea el hombre más fuerte que haya conocido. No era fanfarrón, pero después
de beber un rato, sencillamente parecía volverse loco. Le vi en una ocasión
arrear a tres tipos. Era de noche y les miró tirados en la calleja, metió las
manos en los bolsillos, luego me miró:
—Venga, vamos a echar
otro trago.
Nunca presumía de ello.
Por supuesto, las noches
de los sábados eran las mejores. Teníamos el domingo para superar la resaca.
Casi siempre nos preparábamos otra para el día siguiente, pero por lo menos la
mañana del domingo no tenías que estar en aquel almacén por un salario de
esclavos en un trabajo que acabarías dejando o del que te echarían.
Aquella noche de sábado
estábamos sentados en La Luz Verde y al final se nos despertó el hambre. Nos
acercamos al Chino, que era un sitio bastante limpio y con cierta clase.
Subimos por la escalera a la segunda planta y cogimos una mesa al fondo. Jeff
estaba borracho y tiró una lámpara de mesa. Se rompió con mucho estrépito. Todo
el mundo miraba. El camarero chino que estaba en otra mesa nos dirigió una
mirada particularmente hostil.
—Tómeselo con calma —dijo
Jeff—. Puede incluirlo en la cuenta. Lo pagaré.
Una mujer embarazada
miraba fijamente a Jeff. Parecía muy contrariada por lo que Jeff había hecho.
Yo no era capaz de entenderlo. No podía ver que fuese tan grave. El camarero no
quería servirnos, o quería hacernos esperar, y aquella mujer embarazada seguía
mirando. Era como si Jeff hubiese cometido el más odioso de los crímenes.
—¿Qué pasa, nena?
¿Necesitas un poquito de amor? Si quieres puedo entrar por la puerta trasera.
¿Te encuentras sola. cariño?
—Llamaré ahora mismo a mi
marido. Está abajo, ha ido al servicio. Voy a llamarle. Ahora mismo, le
llamaré. ¡El le enseñará!
—¿Qué es lo que tiene?
—preguntó Jeff—. ¿Una colección de sellos? ¿O mariposas debajo de un cristal?
—¡Voy a decírselo! ¡Ahora
mismo! —dijo ella.
—No lo haga, señora, por
favor —dije yo—. Necesita usted a su marido. No lo haga, señora, por favor.
—Claro que lo haré —dijo
ella—. ¡Ahora mismo!
Se levantó y corrió hacia
la escalera. Jeff corrió detrás de ella, la agarró, le dio la vuelta y dijo:
—¡Toma, te ayudaré a
bajar!
Y le pegó un puñetazo en
la barbilla y allá la mandó saltando y rodando escaleras abajo. Aquello me puso
enfermo. Era tan terrible como lo del perro.
—¡Dios del cielo, Jeff!
Has tirado por la escalera de un puñetazo a una mujer embarazada. Eso es
cobarde y estúpido. Puedes haber matado a dos personas. Eres un mal bicho, ¿qué
diablos quieres demostrar?
—¡Calla o te arreo a ti
también! —dijo Jeff.
Jeff estaba bestialmente
borracho, allí plantado de pie en lo alto de la escalera, tambaleándose. Abajo
se había reunido mucha gente alrededor de la mujer. Aún parecía viva y no
parecía tener nada roto, pero yo no sabía del niño. Deseé que el niño estuviese
perfectamente. Luego salió el marido del water y vio a su mujer. Le explicaron
lo que había pasado y luego le señalaron a Jeff. Jeff se volvió y se dispuso a
regresar a la mesa. El marido subió las escaleras como un tiro. Era alto, tan
alto como Jeff e igual de joven. Yo no me sentía nada a gusto con Jeff, así que
no le avisé. El marido le saltó a la espalda y le sujetó en una llave de
estrangulamiento. Jeff se ahogaba y se le puso toda la cara roja, pero por
debajo sonreía. Le encantaban las peleas. Consiguió poner una mano en la cabeza
del tipo y luego maniobró con la otra y logró alzar el cuerpo del tipo y
colocarlo paralelo al suelo. El marido aún le tenía cogido por el cuello cuando
Jeff se aproximó a la boca de la escalera. Se plantó allí y luego simplemente
se apartó al tipo del cuello, lo alzó en el aire y lo lanzó al espacio. El
marido, cuando dejó de rodar, se quedó muy quieto. Yo empecé a pensar en la
forma de salir de allí. Abajo había varios chinos dando vueltas. Cocineros,
camareros, propietarios. Parecían comunicarse entre sí. Empezaron a subir por
la escalera. Yo tenía media botella en el abrigo y me senté en la mesa a
contemplar el espectáculo. Jeff se plantó al final de la escalera y fue
echándoles abajo a puñetazos. Pero venían más y más. No sé de dónde saldrían
todos aquellos chinos. La simple presión del número fue haciendo retroceder a
Jeff de la escalera y, por último, se vio en el centro de la estancia
derribándolos a puñetazos. En otra ocasión, yo habría ayudado a Jeff, pero
entonces no podía dejar de pensar en aquel pobre perro y aquella pobre mujer
embarazada y seguí allí sentado bebiendo de la botella y observando.
Por fin un par de ellos
agarraron a Jeff por detrás, uno le agarró un brazo, otros dos el otro brazo,
otro una pierna, el otro por el cuello. Era como una araña arrastrada por una
masa de hormigas. Luego cayó al suelo y todos intentaban inmovilizarle. Como
dije, era el hombre más fuerte que he visto en mi vida. Le tenían allí sujeto,
pero no conseguían inmovilizarle del todo. De vez en cuando, salía volando un
chino del montón, como lanzado por una fuerza invisible. Luego volvía a saltar
encima. Jeff simplemente no se rendía. Y aunque le tenían allí sujeto, no
podían hacer nada con él. Seguía luchando y los chinos parecían muy
desconcertados y muy preocupados al ver que no se rendía.
Bebí otro trago, metí la
botella en el abrigo, me levanté. Me acerqué allí.
—Si vosotros le sujetáis
—dije— yo lo dejaré listo. Me matará por esto, pero no hay otra salida.
Me agaché y me senté en
su pecho.
—¡Sujetadle! ¡Ahora
sujetadle la cabeza! ¡No puedo atizarle si sigue moviéndose así! ¡Agarradle
bien, coño! ¡Maldita sea, sois una docena! ¿Es que no vais a ser capaces de
sujetar a un hombre? ¡Vamos, vamos, agarradle bien!
No eran capaces de
inmovilizarle. Jeff seguía dando vueltas y debatiéndose. Parecía tener una
fuerza inagotable. Renuncié, me senté otra vez en la mesa, eché otro trago.
Debieron pasar otros cinco minutos.
Luego, de pronto, Jeff se
quedó muy quieto. Dejó de moverse. Los chinos le observaban sin dejar de
sujetarle. Empecé a oír un llanto. ¡Jeff estaba llorando! Tenía la cara
cubierta de lágrimas. Toda la cara le brillaba como un lago. Luego gritó, muy
quejumbrosamente, una palabra...
—¡MADRE!
Fue entonces cuando oí la
sirena. Me levanté, pasé ante ellos y bajé la escalera. Cuando iba a la mitad,
me crucé con la policía.
—¡Está allá arriba,
agentes! ¡Deprisa!
Salí lentamente por la
puerta principal. Luego, en la primera calleja, empecé a correr. Salí a la otra
calle y cuando lo hacía pude oír las ambulancias que se acercaban. Me metí en
mi habitación, cerré todas las cortinas y apagué la luz. Terminé la botella en
la cama.
Jeff no fue a trabajar el
lunes. Jeff no fue a trabajar el martes. Ni el miércoles. En fin, no volví a
verle. No indagué en las cárceles. Poco después, me echaron por absentismo y me
mudé a la zona oeste de la ciudad, donde encontré trabajo como mozo de almacén
en Sears Roebuck. Los mozos de almacén de Sears Roebuck nunca tenían resaca y
eran muy dóciles, y bastante flacuchos. Nada parecía alterarlos. Yo comía solo
y hablaba muy poco con el resto.
No creo que Jeff fuese un
ser humano excelente. Cometió muchos errores, errores brutales, pero había sido
interesante, bastante interesante. Supongo que ahora está cumpliendo condena o
que le ha matado alguien. Nunca encontraré otro compañero de trago como él.
Todo el mundo está dormido y es sensato y correcto. Se necesita, de vez en
cuando, un verdadero hijo de puta como él. Pero como dice la canción: «¿Dónde
se han ido todos?».
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