¿Cómo llegué yo de Waukegan, Illinois, a Marte, el
Planeta Rojo?
Hay dos personas que acaso puedan contárselo.
Sus nombres aparecen en la dedicatoria de la
edición cuarenta aniversario de Crónicas
marcianas.
Porque fue mi amigo Norman Corwin el primero que me
escuchó contar las historias de Marte, y fue mi futuro editor Walter I.
Bradbury (ningún parentesco) quien comprendió lo que había emprendido, aunque
de un modo inconsciente, y me persuadió de terminar una novela que yo ignoraba
haber escrito.
La historia que lleva hasta esa noche de primavera
de 1949 en que Walter Bradbury me sorprendió conmigo mismo es un viaje sin
señales por la senda del Qué-habría-pa- sado.
¿Qué habría pasado si yo no le hubiese enviado mi
primer libro de cuentos a Corwin, que después se hizo amigo mío de por vida?
¿Y qué si en junio de 1949 no hubiera seguido su
consejo de ir a Nueva York?
Muy sencillamente, que tal vez mis Crónicas marcianas no hubieran existido
nunca.
Pero Norman insistió una y otra vez en que debía patearme
las editoriales de Manhattan y en que él y su mujer Katie irían a guiarme y
protegerme en el recorrido por la Gran Ciudad.
Atravesé el país, cuatro largos días con sus noches
en el autobús Greyhound, fermentando en una gran bola de hongos, mientras
atrás, en Los Ángeles, quedaba una esposa embarazada con 40 dólares en el
banco y delante, en la calle 42, me esperaba la YMCA (5 dólares a la semana).
Fieles a su promesa, los Corwin me llevaron de un
lado a otro y me presentaron un puñado de editores que preguntaban: «¿Ha
traído una novela?»
Yo confesaba que era velocista y no había llevado
más que cincuenta cuentos y una antigua y baqueteada máquina portátil.
¿Necesitaban cincuenta cuentos superimaginati- vos, brillantes casi todos? No.
Lo cual me lleva al Qué-habría-pasado final y más
importante.
¿Qué habría pasado si no hubiera cenado nunca con
el último editor que conocí, Walter I. Bradbury, de Dou- bleday, que me hizo la
pregunta consabida y deprimente —¿Lleva usted alguna novela dentro?— sólo para
oírme describir cómo todos las mañanas corría la milla en cuatro minutos, al
desayuno pisaba la mina de una idea, recogía los pedazos, los fundía y cuando
se acercaba el almuerzo los ponía a enfriar.
Walter Bradbury meneó la cabeza, terminó el postre,
meditó y luego dijo:
—Creo que ya ha escrito una novela.
—¿Qué? —dije yo—. ¿Cuándo?
—¿Qué piensa de esa cantidad de cuentos marcianos
que ha publicado en estos cuatro años? —replicó Brad—. ¿No hay un hilo común
escondido? ¿No podría coserlas, hacer una especie de tapiz, medio primo de una
novela?
—¡Dios mío! —dije yo.
—¿Sí?
—Dios mío. En 1944 leí Winesburg, Ohio, de Sherwood Anderson, y me
impresionó tanto que me dije que debía intentar algo la mitad de bueno y
situarlo en Marte. ¡Esbocé un plan de personajes y sucesos del Planeta Rojo
pero ;il poco tiempo lo perdí en mi archivo!
—Parecería que lo hemos encontrado —dijo Brad.
—¿Usted cree?
—Creo —dijo Brad—. Vuelva a la YMCA y escríbame un
esquema de dos o tres docenas de historias marcianas. Mañana me los trae. Si
me gusta lo que veo, firmaremos un contrato y le daré un anticipo.
Sentado al otro lado de la mesa, Don Congdon, mi
agente literario y mejor amigo, asintió.
—¡Estaré en su oficina al mediodía!
Para celebrarlo pedí un segundo postre. Brad y Don
bebieron cada uno una cerveza.
Era una noche de junio neoyorquina, típicamente
calurosa. El aire acondicionado seguía siendo un lujo del futuro. Escribí
hasta las tres de la mañana, sudando en ropa interior mientras pesaba y
equilibraba a mis marcianos, que en sus extrañas ciudades pasaban las últimas
horas antes de que arribaran y partieran mis astronautas.
Al mediodía, exhausto pero eufórico, le entregué a
Walter I. Bradbury el esquema.
—¡Lo ha conseguido! —dijo él—. Mañana tendrá un
contrato y un cheque.
Debo haber hecho un montón de ruido. Cuando pude
calmarme, le pregunté por mis otros cuentos.
—Ahora que vamos a publicar su primera novela —dijo
Brad— podemos arriesgarnos con sus cuentos, aunque esas colecciones rara vez se
venden. ¿Se le ocurre algún título que les ponga una especie de piel a dos
docenas de cuentos diferentes...?
—¿Piel? —dije yo—. ¿Por qué no El hombre ilustrado, mi cuento sobre un
voceador de feria cuyos tatuajes cobran vida con el sudor, uno a uno, y
representan futuros en el pecho, las piernas y los brazos?
—Da la impresión de que tendré que hacer dos cheques de anticipo —dijo Walter I.
Bradbury.
Dos días más (arde me fui de Nueva York con dos
contratos y dos cheques por un total de 1.500 dólares. Dinero suficiente para
pagar un alquiler de 30 dólares al año, financiar al bebé y entregar el primer
pago por una casita con terreno en Venice, California. Cuando nació nuestra
primera hija, en el otoño de 1949, yo había ensamblado y fundido todos mis
perdidos y reencontrados objetos marcianos. Resultó ser un libro, no de
personajes excéntricos como Winesburg, Ohio,
sino una serie de ideas extrañas, nociones, fantasías y sueños que había tenido
y me habían despertado a los doce años.
Crónicas marcianas se publicó al año siguiente, a fines de la
primavera de 1950.
Esa primavera, en viaje hacia el este, yo no sabía
qué había hecho.
En Chicago, entre un tren y otro, fui al Instituto
de Arte a comer con un amigo. En la escalinata del edificio vi una multitud y
pensé que eran turistas. Pero cuando empecé a subir, la multitud se acercó a
rodearme. No eran enamorados del arte sino lectores que habían comprado los
primeros ejemplares de Crónicas marcianas y
habían ido a decirme exactamente qué había hecho yo en mi exagerada
inconsciencia. Ese encuentro de mediodía me cambió la vida para siempre.
Después nada fue igual.
La lista de los Qué-habría-pasado podría seguir
eternamente. ¿Qué habría pasado si no hubiera conocido a Mag- gie, que para
casarse conmigo hizo voto de pobreza? ¿Qué si Don Congdon no me hubiera escrito
para ser agente mío y seguir siéndolo por cuarenta y tres años, empezando la
misma semana en que me casé con Marguerite?
Y
qué si, poco
después de que se publicaran las Crónicas, no
hubiera estado en una pequeña librería de Santa Mónica justo cuando entró
Christopher Isherwood.
Rápidamente firmé un ejemplar de mi novela y se lo
di.
Con expresión de pena y alarma, Isherwood lo aceptó
y se fue corriendo.
Tres días después llamó por teléfono.
—¿Usted sabe qué ha hecho? —dijo.
—¿Qué? —dije yo.
—Ha escrito un libro excelente —dijo—. Me acaban de
nombrar reseñador principal de la revista Tomorrow
y el primer libro que comentaré es el suyo.
Unos meses más tarde Isherwood llamó para decir que
el celebrado filósofo inglés Gerald Heard deseaba conocerme
—¡No puede! —grité yo.
—¿Por qué no?
—¡Porque —protesté— en la casa nueva no tenemos
muebles!
—Gerald se sentará en el suelo —dijo Isherwood.
Heard llegó y se acomodó en nuestra única silla.
Isherwood, Maggie y yo nos sentamos en el suelo.
Semanas más tarde, Heard y Aldous Huxley me invitaron
a tomar el té. En un momento, ambos se inclinaron hacia delante y preguntaron,
cada uno como un eco del otro:
—¿Sabe qué es usted?
—¿Qué?
—Un poeta
—dijeron.
—Dios mío —dije yo—. ¿De veras?
Así que terminamos como empezamos, con un amigo
despidiéndome y otro yendo a recibirme al final de un viaje. ¿Qué habría pasado
si Norman Corwin no me hubiera enviado o Walter I. Bradbury no me hubiera
recibido? Quizá Marte nunca hubiera conseguido una atmósfera, y su gente nunca
hubiera nacido a vivir con máscaras doradas, y las ciudades, sin construir,
hubieran quedado perdidas en las colinas que nadie socavó. Muchas gracias pues
a ellos por esa incursión a Manhattan, que resultó ser un viaje de cuarenta y
tres años a otro mundo.
6 de julio de
1990
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