Pobre mundo que ignora su destino, el día de mi muerte.
Dos mil millones mueren
cuando mi muerte llega.
Me llevo a la tumba
un continente entero.
Son valerosos,
inocentes e ignoran
que si me hundo ellos
me sigvien al instante.
Así, en la hora de la
muerte hay un clamor de Buenos Tiempos
mientras,
loco egoísta, yo agito la campana del Mal Año.
Allende mi tierra hay tierras
vastas y brillantes,
pero mi mano firme les apaga la luz de un solo gesto.
Anulo a Alaska, degüello a Gran Bretaña,
pongo en duda al monarca Sol de Francia,
con un guiño promuevo la locura de la vieja Madre Rusia,
arrojo
a China de un acantilado de mármol,
derribo a Australia y le planto una lápida,
aparto a Japón de un puntapié. ¿Y Grecia? Eliminada.
La haré volar y
desplomarse, como a la verde Irlanda,
convertida en sudoroso sueño mío.
Desesperaré a España,
fusilaré a los hijos
de Goya y daré tormento a los de Suecia,
abatiré flores y
granjas y ciudades con rifles de crepúsculo.
Cuando mi corazón se
para, el gran Ra se hunde en el sueño;
sepulto las estrellas
en el Abismo Cósmico.
Por eso escucha,
mundo, ya te he avisado. Y teme.
El día que me asquee,
tu sangre estará muerta.
Si te
comportas, yo, magnánimo, te dejaré vivir. Pero desvíate y me cobraré.
Es la última palabra.
Se arrían las banderas.
¿Y si me bajan de un disparo? Mundo: te acabas tú
también.
Maestro, poeta, genio, sus palabras deberían ser ley en las escuelas, en los hogares; deberían llegar a todos los niños del mundo. Sus palabras sanan el corazón, gratifican el alma. Si todos pudiesen espiar atrás de esas palabras verían un mundo, y ese mundo sería un reino que nadie querría abandonar.
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