sábado, agosto 18, 2012

EL DEMONIO DE LA PESTE por H. P. LOVECRAFT





Jamás olvidaré aquel espantoso verano, hace dieciséis años, en que, como un demonio
maligno de las moradas de Eblis, se propagó el tifus solapadamente por toda Arkham.
Muchos recuerdan ese año por dicho azote satánico, ya que un auténtico terror se cernió
con membranosas alas sobre los ataúdes amontonados en el cementerio de la Iglesia de
Cristo; sin embargo, hay un horror mayor aún que data de esa época: un horror que sólo
yo conozco, ahora que Herbert West ya no está en este mundo.
West y yo hacíamos trabajos de postgraduación en el curso de verano de la Facultad de
Medicina de la Universidad Miskatonic, y mi amigo había adquirido gran notoriedad
debido a sus experimentos encaminados a la revivificación de los muertos. Tras la
matanza científica de innumerables bestezuelas, la monstruosa labor quedó suspendida
aparentemente por orden de nuestro escéptico decano, el doctor Allan Halsey; pero
West había seguido realizando ciertas pruebas secretas en la sórdida pensión donde
vivía, y en una terrible e inolvidable ocasión se había apoderado de un cuerpo humano
de la fosa común, transportándolo a una granja situada a otro lado de Meadow Hill. Yo
estuve con él en aquella ocasión, y le vi inyectar en las venas exánimes el elixir que
según él, restablecería en cierto modo los procesos químicos y físicos. El experimento
había terminado horriblemente en un delirio de terror que poco a poco llegamos a
atribuir a nuestros nervios sobreexcitados, West ya no fue capaz de librarse de la
enloquecedora sensación de que le seguían y perseguían. El cadáver no estaba lo
bastante fresco; es evidente que para restablecer las condiciones mentales normales el
cadáver debe ser verdaderamente fresco; por otra parte, el incendio de la vieja casa nos
había impedido enterrar el ejemplar. Habría sido preferible tener la seguridad de que
estaba bajo tierra.
Después de esa experiencia, West abandonó sus investigaciones durante algún tiempo:
pero lentamente recobró su celo de científico nato, y volvió a importunar a los
profesores de la Facultad pidiéndoles permiso para hacer uso de la sala de disección y
ejemplares humanos frescos para el trabajo que él consideraba tan tremendamente
importante. Pero sus súplicas fueron completamente inútiles, ya que la decisión del
doctor Halsey fue inflexible, y todos los demás profesores apoyaron el veredicto de su
superior. En la teoría fundamental de la reanimación no veían sino extravagancias
inmaduras de un joven entusiasta cuyo cuerpo delgado, cabello amarillo, ojos azules y
miopes, y suave voz no hacían sospechar el poder supranomal "casi diabólico" del
cerebro que albergaba en su interior. Aún le veo como era entonces y me estremezco.
Su cara se volvió más severa, aunque no más vieja. Y ahora Sefton carga con la
desgracia, y West ha desaparecido.
West chocó desagradablemente con el Doctor Halsey casi al final de nuestro ultimo año
de carrera, en una disputa que le reportó menos prestigio a él que al bondadoso decano
en lo que a cortesía se refiere. Afirmaba que este hombre se mostraba innecesariamente
e irracionalmente grande; una obra que deseaba comenzar mientras tenía la oportunidad
de disponer de las excepcionales instalaciones de la facultad. El que los profesores,
apegados a la tradición ignorasen los singulares resultados tenidos en animales, y
persistiesen en negar la posibilidad de reanimación, era indeciblemente indignante, y
casi incomprensibles para un joven del temperamento lógico de West. Sólo una mayor
madurez podía ayudarle a entender las limitaciones mentales crónicas del tipo "doctorprofesor",
producto de generaciones de puritanos mediocres, bondadosos, conscientes,
afables, y corteses, a veces, pero siempre rígidos, intolerantes, esclavos de las
costumbres y carentes de perspectivas. El tiempo es más caritativo con estas personas
incompletas aunque de alma grande, cuyo defecto fundamental, en realidad, es la
timidez, y las cuales reciben finalmente el castigo de la irrisión general por sus pecados
intelectuales: su ptolemismo, su calvinismo, su antidarwinismo, su antinietzaheísmo, y
por toda clase de sabbatarinanismo y leyes suntuarias que practican. West, joven a pesar
de sus maravillosos conocimientos científicos, tenía escasa paciencia con el buen doctor
Halsey y sus eruditos colegas, y alimentaba un rencor cada vez más grande,
acompañado de un deseo de demostrar la veracidad de sus teorías a estas obtusas
dignidades de alguna forma impresionante y dramática. Y como la mayoría de los
jóvenes, se entregaban a complicados sueños de venganza, de triunfo y de magnánima
indulgencia final. Y entonces había surgido el azote, sarcástico y letal, de las cavernas
pesadillescas del Tártaro. West y yo nos habíamos graduado cuando empezó, aunque
seguíamos en la Facultad, realizando un trabajo adicional del curso de verano, de forma
que aún estábamos en Arkham cuando se desató con furia demoníaca en toda la ciudad.
Aunque todavía no estábamos autorizados para ejercer, teníamos nuestro título, y nos
vimos frenéticamente requeridos a incorporarnos al servicio público, al aumentar él
número de los afectados. La situación se hizo casi incontrolable, y las defunciones se
producían con demasiada frecuencia para que las empresas funerarias de la localidad
pudieran ocuparse satisfactoriamente de ellas. Los entierros se efectuaban en rápida
sucesión, sin preparación alguna, y hasta el cementerio de la Iglesia de Cristo estaba
atestado de ataúdes de muertos sin embalsamar. Esta circunstancia no dejó de tener su
efecto en West, que a menudo pensaba en la ironía de la situación: tantísimos
ejemplares frescos, y sin embargo, ¡ninguno servía para sus investigaciones!. Estábamos
tremendamente abrumados de trabajo, y una terrible tensión mental y nerviosa sumía a
mi amigo en morbosas reflexiones. Pero los afables enemigos de West no estaban
enfrascados en agobiantes deberes. La facultad había sido cerrada, y todos los doctores
adscritos a ella colaboraban en la lucha contra la epidemia de tifus. El doctor Halsey,
sobre todo, se distinguía por su abnegación, dedicando toda su enorme capacidad, con
sincera energía, a los casos que muchos otros evitaban por el riesgo que representaban,
o por juzgarlos desesperados. Antes de terminar el mes, el valeroso decano se había
convertido en héroe popular aunque él no parecía tener conciencia de su fama, y se
esforzaba en evitar el desmoronamiento por cansancio físico y agotamiento nervioso.
West no podía por menos de admirar la fortaleza de su enemigo; pero precisamente por
esto estaba más decidido aún a demostrarle la verdad de sus asombrosas teorías. Una
noche, aprovechando la desorganización que reinaba en el trabajo de la Facultad y las
normas sanitarias municipales, se las arregló para introducir camufladamente el cuerpo
de un recién fallecido en la sala de disección, y le inyectó en mi presencia una nueva
variante de su solución. El cadáver abrió efectivamente los ojos, aunque se limitó a
fijarlos en el techo con expresión de paralizado horror, antes de caer en una inercia de la
que nada fue capaz de sacarle, West dijo que no era suficientemente fresco; el aire
caliente del verano no beneficia los cadáveres. Esa vez estuvieron a punto de
sorprendernos antes de incinerar los despojos, y West no consideró aconsejable repetir
esta utilización indebida del laboratorio de la facultad.
El apogeo de la epidemia tuvo lugar en agosto. West y yo estuvimos a punto de
sucumbir en cuanto al doctor Halsey falleció el día catorce. Todos los estudiantes
asistieron a su precipitado funeral el día quince, y compraron una impresionante corona,
aunque casi la ahogaban los testimonios enviados por los ciudadanos acomodados de
Arkham y las propias autoridades del municipio. Fue casi un acontecimiento público,
dado que el decano había sido un verdadero benefactor para la ciudad. Después del
sepelio, nos quedamos bastantes deprimidos, y pasamos la tarde en el bar de la
Comercial House, donde West, aunque afectado por la muerte de su principal
adversario, nos hizo estremecer a todos hablándonos de sus notables teorías. Al
oscurecerse, la mayoría de los estudiantes regresaron a sus casas o se incorporaron a sus
diversas publicaciones; pero West me convenció para que le ayudase a "sacar partida de
la noche". La patrona de West nos vio entrar en la habitación alrededor de las dos de la
madrugada, acompañados de un tercer hombre, y le contó a su marido que se notaba que
habíamos cenado y bebido demasiado bien. Aparentemente, la avinagrada patrona tenía
razón; pues hacia las tres, la casa entera se despertó con los gritos procedentes de la
habitación de West, cuya puerta tuvieron que echar abajo para encontrarnos a los dos
inconscientes, tendidos en la alfombra manchada de sangre, golpeados, arañados y
magullados, con trozos de frascos e instrumentos esparcidos a nuestro alrededor. Sólo la
ventana abierta revelaba que había sido de nuestro asaltante, y muchos se preguntaron
qué le habría ocurrido, después del tremendo salto que tuvo que dar desde el segundo
piso al césped. Encontraron ciertas ropas extrañas en la habitación, pero cuando West
volvió en sí, explicó que no pertenecían al desconocido, sino que eran muestras
recogidas para su análisis bacteriológico, lo cual formaba parte de sus investigaciones
sobre la transmisión de enfermedades infecciosas. Ordenó que las quemasen
inmediatamente en la amplia chimenea. Ante la policía, declaramos ignorar por
completo la identidad del hombre que había estado con nosotros. West explicó con
nerviosismo que se trataba de un extranjero afable al que habíamos conocido en un bar
de la ciudad que no recordábamos. Habíamos pasado un rato algo alegres y West y yo
no queríamos que detuviesen a nuestro belicoso compañero.
Esa misma noche presenciamos el comienzo del segundo horror de Arkham; horror
que, para mí, iba a eclipsar a la misma epidemia. El cementerio de la iglesia de Cristo
fue escenario de un horrible asesinato; un vigilante había muerto a arañazos, no sólo de
manera indescriptiblemente espantosa, sino que había dudas de que el agresor fuese un
ser humano. La víctima había sido vista con vida bastante después de la medianoche,
descubriéndose el incalificable hecho al amanecer. Se interrogó al director de un circo
instalado en el vecino pueblo de Bolton, pero este juró que ninguno de sus animales se
había escapado de su jaula. Quienes encontraron el cadáver observaron un rastro de
sangre que conducía a la tumba reciente, en cuyo cemento había un pequeño charco
rojo, justo delante de la entrada. Otro rastro más pequeño se alejaba en dirección al
bosque; pero se perdía enseguida.
A la noche siguiente, los demonios danzaron sobre los tejados de Arkham, y una
desenfrenada locura aulló en el viento. Por la enfebrecida ciudad anduvo suelta una
maldición, de la que unos dijeron que era más grande que la peste, y otros murmuraban
que era el espíritu encarnado del mismo mal. Un ser abominable penetró en ocho casas
sembrando la muerte roja a su paso... dejando atrás el mudo y sádico monstruo un total
de diecisiete cadáveres, y huyendo después. Algunas personas que llegaron a verle en la
oscuridad dijeron que era blanco y como un mono malformado o monstruo
antropomorfo. No había dejado entero a nadie de cuantos había atacado, ya que a veces
había sentido hambre. El número de víctimas ascendía a catorce; a las otras tres las
había encontrado ya muertas al irrumpir en sus casas, víctimas de la enfermedad.
La tercera noche, los frenéticos grupos dirigidos por la policía lograron capturarle en
una casa de Crane Street, cerca del campus universitario. Habían organizado la batida
con toda minuciosidad, manteniéndose en contacto mediante puestos voluntarios de
teléfono; y cuando alguien del distrito de la universidad informó que había oído arañar
en una ventana cerrada, desplegaron inmediatamente la red. Debido a las precauciones y
a la alarma general, no hubo más que otras dos víctimas, y la captura se efectuó sin más
accidentes. La criatura fue detenida finalmente por una bala; aunque no acabó con su
vida, y fue trasladada al hospital local, en medio del furor y la abominación generales,
porque aquel ser había sido humano. Esto quedó claro, a pesar de sus ojos repugnantes,
su mutismo simiesco, y su salvajismo demoníaco. Le vendaron la herida y trasladaron al
manicomio de Sefton, donde estuvo golpeándose la cabeza contra las paredes de una
celda acolchada durante dieciséis años, hasta un reciente accidente, a causa del cual
escapó en circunstancias de las cuales a nadie le gusta hablar. Lo que más repugnó a
quienes lo atraparon en Arkham fue que, al limpiarle la cara a la monstruosa criatura,
observaron en ella una semejanza increíble y burlesca con un mártir sabio y abnegado al
que habían enterrado hacia tres días: el difunto doctor Allan Halsey, benefactor público
y decano de la Facultad de Medicina de la Universidad Miskatonic.
Para el desaparecido Herbert West, y para mí, la repugnancia y el horror fueron
indecibles. Aun me estremezco, esta noche, mientras pienso en todo ello, y tiemblo más
aún de lo que temblé aquella mañana en que West murmuró entre sus vendajes:
-¡Maldita sea, no estaba bastante fresco!

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