Los
que habéis comido alguna vez con los muertos,
maldecid
esta noche,
en
que el sudor espeso de un hombre que agoniza,
un
sudor de cisterna,
lo
mismo que los huesos horribles de un fantasma,
me
acorrala la vida.
Un saco de cabellos viscosos me ahoga, recortados
de
las cabezas sentadas en los sepulcros,
de
cabezas tendidas en un principio,
incorporadas
después por un cataclismo de la tierra.
Pero
la muerte tiende sus largas tuberosas,
abriéndose
oculto camino hasta los reptiles que duermen
y
resuellan dentro de mí,
y
comienza a respirar desde el fondo de mis vísceras.
A
veces pienso que soy la camisa de un moribundo,
algún
cadáver clavando banderas a un toro amarillo,
la
espina dorsal de un murciélago.
Si supieras
que
los dioses me arrojan flores, restos
de
tumbas envenenadas,
que
negra nave sepulta en mi sangre su nocturno calado,
tú
vendrías,
y
podría entonces reírme de la muerte como un animal sagrado,
enterrando
en tu vientre mi cabeza de hurón entristecido.
Pero no llegas, tú estas en la hora
de
los celestes gallos.
Esta
noche sus crestas se habrán caído como hojas otoñales.
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