martes, abril 26, 2011
DISCURSO EN LA ACADEMIA por GONZALO ROJAS
Las sílabas
Y cuando escribas no mires lo que escribas, piensa en el sol
que arde y no ve y lame el Mundo con un agua
de zafiro para que el ser
sea y durmamos en el asombro
sin el cual no hay tabla donde fluir, no hay pensamiento
ni encantamiento de muchachas
frescas desde la antigüedad de las orquídeas de donde
vinieron las sílabas que saben más que la música, más,
mucho
más que el parto.
Señoras y señores
Difícil enhebrar la aguja lúcida en lo movedizo de esta ocasión. Yo los
viera a ustedes en la peripecia.
Desde luego lo mío no será el informe para una academia sino la con-
firmación de lo que habré dicho y repetido tantas veces: la poesía encarna
en uno como por azar. Y es que uno no la merece a la Palabra. Se la dan
porque se la dan. Será cosa de los dioses pero también del obseso de ser y
más ser que anda en el mísero alumbrado del otro alumbramiento más allá
de la madre, de la niñez a la reniñez, del vagido al velorio, y por ahí cosa
más de fisiología que de metafísica, más de animal de instante que de loco
de Eternidad, aunque siempre hice mías unas parcas líneas de Teresa de
Avila, a unos milímetros de Gabriela.
«Tengo una grande y determinada determinación de no parar hasta lle-
gar, venga lo que viniere, suceda lo que sucediere, trabaje lo que trabajare,
murmure quien murmurare, siquiera me muera en el camino, siquiera se
hunda el Mundo».
Lo que quiero decir es que encima de los ochenta -ya destemporaliza-
do y desespacializado- sigo intacto, creo que sigo intacto, nadando en el
oleaje de las pubertades cíclicas, de encantamiento en encantamiento y de
desollamiento en desollamiento. Nada me desengaña y el Mundo me ha
hechizado, sin insistir en la cuerda de Quevedo. Ni en la de Huidobro que
nos hizo viejóvenes para siempre. No paso de aprendiz y el seso no me dio
para letrado, ni menos para el fulgor encandilante de estar aquí. Pónganse
en mi caso, es que no lo merezco ¿qué lo voy a merecer?
Alone, pontifex maximus, me echó fuera del planeta el 48, ¿cuál sería
ese domingo mercurial? -«Al paso que van, las letras nacionales no pro-
meten nada bueno». Epitafio antes de nacer, la vanidad se cura a la intem-
perie como las grandes heridas y además mi libro se llamaba la Miseria del
Hombre. Escarnio pide escarnio, y es bueno que a uno le digan no. No,
porque lisa y llanamente no, y basta. Mucho sí te encumbra y te envilece.
Ah, y otra cosa en esto de escribir y difundir: demórate demorándote todo
lo que puedas, ritmo es ocio y sosiego, prisa para qué, laudatio, vitrina
literaria, publicidad vergonzosa para qué. Este oficio es sagrado y no se
llega nunca. Claro, uno cree que de repente dice el Mundo, y puede ser ¿por
qué no? Cada 10, cada 5, cada 3, cada nunca, ¿por qué no? Se escribe y se
desescribe, Kafka, Rulfo, Vallejo incomparable. El jueves 17, hace dos
semanas, fui a dar a Licantén en busca de nadie. Allí nació un hombre,
digan lo que digan, y allí mismo, muy cerca, mataron a Lautaro. Así que el
único que sobrevive y sigue respirando en el paraje es el río Mataquito; con
respiro libérrimo, ahí sigue diamantino y majestuoso. Pero también sigue
el Macho Anciano en pie, como apostó siempre a vivir, mágico y arterial,
convertido ahora en esa estatua de once metros, cortado en roble vivo, las
gaviotas encima, entre el oleaje y el viento. Los grandes ríos arrastran la
sabiduría. A eso fui a Licantén el jueves 17.
Naiden reempuje a naiden, cada uno es distinto pero todos vivimos
imantados y no hay ningún origen original. La poesía debe ser hecha por
todos y no por uno, decía Lautréamont. Más corto aún: todo es parte; nos
nacemos los unos de los otros en incesante nacimiento. Recuerdo un diá-
logo con Benjamín Péret, figura mayor del surrealismo, en el París de
1953, anclados en algún bar en la alta noche del alcohol. Hablamos de
todo: de Apollinaire, de Tzara, de Reverdy, de la primera hora del surrea-
lismo y singularmente de Bretón. Me cautivó su desenfado oracular casi
riente y me sentí en plena afinidad con su persona. Adoraba a México
donde había vivido algunos años con Remedios Varo, su mujer, la gran
pintora.
Algo de lo que me dijo el paisano de París esa vez. A ver si recuerdo:
«El poeta actual no tiene otro recurso que ser revolucionario o no ser
poeta, pues debe sin cesar lanzarse a lo desconocido; el paso que hizo la
víspera no lo dispensa del paso del día siguiente, puesto que todo empieza
cada día y aquello que adquirió a la hora del sueño cayó hecho polvo al des-
pertar. Para él no existe ningún 'seguro de vida', sino el riesgo incesante:
ni alabanzas ni laureles. Actualmente no puede ser sino el maldito.
El hombre primitivo -insistió- no se conoce todavía; se está buscando
aún».
Al oírlo, Nadja salió como una aparición del fondo del espejo del viejo
bar parisino: «La beauté sera convulsive ou ne sera pas». La belleza será
convulsiva o no será.
A otra cosa, a otra cosa que me lleva a lo mismo de lo mismo, y más de
alguien lo habrá dicho por mí: ¿qué se espera de la poesía sino que haga
más vivo el vivir? No me gusta hablar de lo inhablable. Repito lo de Cyril
Connolly: -«Los poetas hablando de poesía nueva: chacales gruñendo en
torno de un manantial seco». Curioso: Wallace Stevens dice por ahí: «El
poeta llega a las palabras como la naturaleza a los palos secos». D'accord,
Stevens, la imaginación es el genio, pero ¿qué es la imaginación? De lo que
escribe uno no sabe. Me atengo a un extraño poema que escribió mi mano
sin que fuera mi mano, un texto -¿cómo decirlo?- dictado en la trepidación
de una calle de New York, con el designio de Tabla de Aire:
Leo entonces:
Consideremos que la imaginación fuera una invención
como lo es, que esta gran casa de aire
llamada Tierra fuera una invención, que este espejo quebradizo
y salobre ideado a nuestra imagen y semejanza llegara
más lejos y fuera la
invención de la invención, que mi madre
muerta y sagrada fuera una invención rodeada de lirios,
que cuanta agua
anda en los océanos y discurre
secreta desde la honda
y bellísima materia vertiente fuera una invención,
que la respiración, más que soga y asfixia, fuera
una invención, que el cine y todas las estrellas, que la música,
que el coraje y el martirio, que la Revolución
fuera una invención, que esta misma
tabla de aire en la que escribo no fuera sino invención
y escribiera sola estas palabras.
Dije extraño por la cripticidad de estas líneas escritas literalmente por el
aire. Me excuse Hans-Georg Gadamer. No me funciona el hermeneuta que
puede haber en mí. Prefiero ser alerce espontáneo: ése dura. Alerce, prín-
cipe de los árboles. Parece poesía pero casi todo es otra cosa.
En el principio no fue el logos, Juan de Patmos, como escribiste esa vez,
ni tampoco fue la acción, gran Goethe, sino el mito, el mito indescifrable,
fulgor y enigma, discútase como se quiera y como se pueda. El poeta es el
guardián del mito y eso anda ahí en esa Tabla de Aire.
Ahora algo sobre la identidad del alumbrado que soy yo mismo, por
insistir en el oficio mayor. Tápense las orejas si me oyeron antes algo
parecido.
Escribo cada día al amanecer cuando el duchazo frío me enciende las
arteriolas del seso. Siempre me funcionó el crepúsculo matinal; el otro, el
vesperal, mucho menos; será cosa de respiro imaginario. Porque de veras
soy aire y eso tiene que ver con el océano del gran Golfo de Arauco donde
nací, y también con las cumbres de Atacama donde (allá por mis 20 años)
los mineros del cobre me enseñaron mucho más que el surrealismo: a des-
cifrar el portento del lenguaje inagotable del murmullo, el centello y el par-
padeo de las estrellas.
Permítame aclarar: yo tenía 20 años y estaba aquí estudiando en una
facultad de letras en este Santiago capital de no sé qué, a unos metros del
gran Huidobro a cuya casa solíamos concurrir algunos jóvenes para oxige-
narnos. De golpe se me dio el hartazgo. ¿Hartazgo de qué? De nada, como
es el hartazgo; en ese asomo al ser que dice Heidegger. Entonces me apar-
té de todo y me marché a las cumbres de Atacama en búsqueda de mí
mismo como son todas las búsquedas o en busca de mi padre muerto, que
casi siempre es uno mismo. Además él fue un minero que venía de mine-
ros, de esos mismos nortes. Así, fui a parar al norte, en diálogo amoroso
con mujer, una muchacha limpia y mágica de apellido británico, madre del
hijo primogénito. Después, ya libre de academias y vanguardias vanguar-
deras, el viento de esas cumbres me lo dio todo.
Sé que me repito pero qué le voy hacer. Soy la metamorfosis de lo
mismo. Y el país longilíneo es para la risa: se lo da todo a sus poetas: la
asfixia y el ventarrón de la puna, el sol hasta el desollamiento, lo pedrego-
so y lo abrupto ¡y que lo diga Mistral!, el piedrerío, lo hortelano y la placi-
dez, el sacudón que no cesa, y la fiereza de las aguas largas y diamantinas,
los bosques donde vuelan todos los pájaros, ¡esos bosques! ¡esa hermosu-
ra que nos están robando del Este y del Oeste en nombre de la tecnolatría!,
lo geológico y lo mágico de más y más abajo donde empieza el Principio,
más allá todavía de lo patagónico y lo antàrtico. ¡Chile: país vivido ! Como
lo dijo Manuel Rojas. Personalmente yo he vivido largo a largo ese país y
no por turismo literario. ¡Dios me libre! Sino por locura y, ya de niño, me
fui a morar para siempre a cada uno de sus párrafos geológicos y geográfi-
cos, de norte a sur. Pero no soy eso que dicen un poeta lárico o telúrico sino
más bien un poeta genealógico de mundanidad, que cree en la doble paren-
tela: la sanguínea y la imaginaria. Así, por ejemplo, si el minero del carbón
don Juan Antonio Rojas me engendró en plena juventud en la ventolera
seminal de los ocho hijos al cierre de la primera guerra, también me engen-
dró Vallejo y, ¿por qué no? Quevedo.
¿Qué se espera de la Poesía sino que haga más vivo el vivir? ¿No sería
mejor si en lugar de hilar un hilo académico de urdimbre coherente, como
esos discursos al uso, entrara en el desvarío que es algo así como el auto-
aceitamiento de mi seso o más bien un agua amniótica que no se me ha
secado nunca?, y si me pongo a dar vueltas y vueltas como en la madre,
¿qué pasaría entonces?, y ¿y se me da por difariar como los arrieros en
las cumbres, y me da por hablar solo como hago cuando no me oye nadie
entre las rosas, a lo largo de esos setenta metros de nadie que es esa casa
mía de Chillán de Chile? Dos animales literarios por portento especial me
deslumhraron en el siglo que pasó -anarcas y mágicos a la vez hasta las
médulas desolladas, como hubiera dicho Quevedo (sin esdrújula)-, dos
esquizos prodigiosos que hablaban solos y no era cosa de niños ni de vie-
jos. Ezra Pound, que hablaba solo; Borges, que hablaba solo, Roberto
Matta, que sigue hablando solo. Lo incluyo a Matta en la dinastía porque
ése sí es un poeta pura sangre como Juan Rulfo aunque ninguno de los dos
haya escrito nunca en verso. ¡Ese Matta transgresor -roto y pije a la vez,
fino y rajado-: un verdadero rey libérrimo en este plazo del consumismo
menesteroso y la fanfarria tecnoláctrica, que sigue dándole buen oxígeno
a la especie! En cuando a Pound, «galimatías y esplendor», como lo juzgó
alguna vez Octavio Paz, nacido en Idaho donde dicen que crecen las
mejores patatas del planeta (potato se dice allá), en cuanto a ese clásico
único apaleado por loco en nuestro plazo, cuyos Cantares todavía serán
leídos más allá del siglo veinticuatro, a ese tal lo vi o lo intraví en Vene-
cia del 99 bajo la llovizna en la prisa del cimiterio de San Michele a medio
cerrar porque ya iban a ser las 4 y el vaporetto 52 que sale de San Marcos
no espera. Ahí alcancé a poner al acostado bajo el mármol alguna rosa y
alguna lágrima -¿por qué no?- y a decirle «Arrivederci. Miglior Fabro:
nos vemos».
T. S. Eliot acertó cuando le puso así en la dedicatoria de su Waste Land
(Tierra Baldía): «Al miglior fabbro». Al mejor hacedor. Ahí quedó dur-
miendo el ocioso, al arrullo del tableteo de las aguas.
A Borges, en cambio, lo vi en pie, bastón en mano, en Harvard el '81,
pero él naturalmente no me vio. Todavía está ahí ¿Será el único que no se
nos ha muerto nunca? Algo hay en él de resurrecto incesante, como en Hui-
dobro o todavía más en Vallejo, quien es el que más me es en el rigor del
abolengo de los progenitores inmediatos de la centuria.
Siempre hablando de Borges, lo de los cien años es cosa peregrina,
¿quién no cumple cien años? Además, qué importan las efemérides enga-
ñosas. El tipo está joven y el Aleph está escrito en ese texto genial, como
le pasó a Neruda con su Residencia en la Tierra. Lo que fascina a la gente
es el renombre y el estruendo de los premios, pero nada más escaso que
el ojo de leer. ¿Y Matta? Bueno, él es para mí el relámpago y parece
gobernarlo todo con su invención: lo visible y mucho de lo invisible. No
sólo es ojo sino galaxia distinta, parto de mundo, alguien que de veras ve
de día a las estrellas, un alumbrado en fin. Y además, qué modo de sila-
bear el mundo, de vislumbrar el caos primigenio, y cuánto amor por el
hombre entero que algún día vendrá después del descuartizado que
somos. Si «el hombre es un Dios cuando sueña y un mendigo cuando
piensa», él desrazona con máxima espontaneidad comparable a la del sol,
desde el momento que el sol es la única semilla. Matta es de aquí y de
todas partes por su natural transparencia, aunque resida etruscamente allá
en Tarquinia. O en Viterbo. Siempre pensé que es el tábano mayor del
surrelaismo en cuanto nos exige estar despiertos con los cuarenta mil sen-
tidos. Hace algún tiempo leí un extenso informe sobre la peripecia de
Mandràgora allá por el 1938, que no pasó de ser un ejercicio más bien
libresco del pensamiento de Bretón en el país. Yo mismo anduve en eso a
los 20 años y ya a los diez minutos me sobrevino el hastío de lo hechizo
y lo postizo y salí disparado en busca de aire como quien cambia casa
habitada por deshabitada y fui a parar a las cumbres de Atacama. La cosa
estaba ahí, con la imaginación y el léxico portentoso de los mineros igna-
ros y no en los días sedentarios de la Biblioteca Nacional ni en los cafe-
tines literarios de mala muerte. El Mapocho no daba para Sena. Lo dis-
tinto es distinto. De eso hablé largo muchos años después con Alejo
Carpentier, quien tuvo una experiencia semejante y escribió Los pasos
perdidos. La transfusión del grupo surrealista parisino la hicieron mucho
mejor en Lima un Emilio Adolfo von Westphalen, un César Moro, un
Jorge Eduardo Eielson, más lozanos y austeros que los engreídos de la
Fuerte Iris y desde luego, el gran Aldo Pellegrini de Buenos Aires, médi-
co psiquiatra y poeta como el mismo Bretón, un verdadero adelantado
que fundó -ya en 1928- la revista Que sin olvidar el equipo de México
que incluyó por cierto a Octavio Paz.
Pero eso no lo dicen los comunicadores mal informados. Ni lo saben. No
insistir en que el surrealismo genuino fue una «peste sagrada» del siglo XX
una peste por demás saludable en el plazo de entreguerras (1918-1938) l'i-
magination, 1'amour fou et la liberté, y el único surrealista fue Roberto Matta.
A otra cosa. Ya estarán viendo mis oyentes que les voy hablando de todo
al desgaire. Lo cierto es que no vine como docto -de eso hay de sobra- sino
acaso como un barbarofonón, un aprendiz de poeta, si es lo que soy. Así fue
como me aceptaron que viniera. Di lo que quieras, la Academia es tuya por
esta vez. Claro que aquí esta vez pude haber sido fiel a la pauta de las lec-
ciones magistrales como lo hice tantas veces en más de medio siglo de ense-
ñar teoría literaria, pero preferí el zumbido. Por supuesto que no hay cátedra
de zumbido aunque debería haberla, pienso yo. Para oír y reoír por dentro el
largo parentesco entre las cosas, pues cuanto parece caos y dispersión es red
y todo es cosa de pactar con el asombro, como los niños. Es lo que intenta-
mos los aprendices del abismo, físicos o poetas, porque la cosa es entre
todos. La imaginación es la misma y acaso todo puede llegar a ser uno. Dicen
que, ya al nacer, este siglo se va, que el milenio se va. ¿Cuál milenio, cuál
siglo de la era de qué? Pregúntenle a las piedras. Porque parece abuso eso de
las tijeras arbitrarias para cortar el tiempo, ¿de dónde vino la certidumbre?
Para la risa tanto calendario. Por otra parte nadie es profeta en su tierra y se
acabaron los Nostradamus, pero ¿cómo irá a ser la nueva ventolera, de este
milenio al otro? Miren, por ejemplo, lo que piensa el Stephen Hawking que
anduvo por aquí hace algún tiempo. Tres cosas es lo que piensa: 1. que, en
menos de 100 años, la manipulación genética dará vida a seres humanos de
constitución acaso impensable; 2. que las computadoras progresarán hasta
alcanzar la misma complejidad de las mentes humanas, y 3. que para que
haya germinación humana no será necesario el sexo; ni el esperma ni el
útero. Es como para creer que hasta la madre está en discusión. Utopía y más
utopía. Yo escribí una cuando anduve en la Antártida, dedicada a Huidobro,
el poeta más joven que nos haya nacido por aquí. Se llama «Carta a Huido-
bro», pero es una carta a la utopía desde la eternidad de los hielos donde no
se cronometran nuestros míseros siglos. Leo de una vez sin comentarios:
«Carta a Huidobro»
1. Poca confianza en el XXI, en todo caso algo pasará,
morirán otra vez los hombres, nacerá alguno
del que nadie sabe nada, otra física
en material de soltura hará más próxima la imantación de la Tierra
de suerte que el ojo ganará en prodigio y el viaje mismo será vuelo
mental, no habrá estaciones, con sólo abrir
la llave del verano por ejemplo nos bañaremos
en el sol, las muchachas
perdurarán bellísimas esos nueve meses por obra y gracia
de las galaxias y otros nueve
por añadidura después del parto merced
al crecimiento de los alerces de antes del Mundo, así
las mareas estremecidas bailarán airosas otro
plazo, otro ritmo sanguíneo más fresco, lo que por contradanza hará
que el hombre entre su humus de una vez y sea
más humilde, más
terrestre.
2. Ah, y otra cosa sin vaticinio, poco a poco envejecerán
las máquinas de la Realidad, no habrá drogas
ni películas míseras ni periódicos arcaicos ni
-disipación y estruendo- mercaderes del aplauso ignominioso, todo eso
envejecerá en la apuesta
de la creación, el ojo
volverá a ser ojo, el tacto
tacto, la nariz
éter de Eternidad en el descubrimiento incesante, el fornicio
nos hará libres, no
pensaremos en inglés como dijo Darío, leeremos
otra vez a los griegos, volverá a hablarse etrusco
en todas las playas del Mundo, a la altura de la cuarta
década se unirán los continentes
de modo que entrará en nosotros la Antártida con toda su fascinación
de mariposa de turquesa, siete trenes
pasarán bajo ella en múltiples direcciones a una velocidad desconocida.
3. Hasta donde alcanzamos a ver Jesucristo no vendrá
en la fecha, pájaros
de aluminio invisible reemplazarán a los aviones, ya al cierre
del XXI prevalecerá lo instantáneo, no seremos
testigos de la mudanza, dormiremos
progenitores en el polvo con nuestras madres
que nos hicieron mortales, desde allí
celebraremos el proyecto de durar, parar el sol,
ser -como los divinos- de repente.
Así y así. De repente estamos aquí, de repente no estamos, Valéry lo dijo
mejor: somos el sentimiento de serlo todo y la evidencia de no ser nada.
¿Por dónde sigo entonces, inconcluso y fragmentario como soy? ¿Por la
vejez o por la niñez? ¿No es lo mismo? La tierra dicen que gira pero yo sigo
inmóvil. Inmóvil de puro desinstalado y vertiginoso. Es que no soy del
vecindario: ni de aquí ni de allá. Por eso me han dicho anarca tantas veces.
Anarca y no anarco, como se dice geómetra y no geómetra. Aunque soy fiel
hasta la monotonía. Vuelta y vuelta a lo mismo de lo mismo. Metamorfo-
sis de lo mismo. Otra cosa que soy es que soy lafkenche, es decir costino,
del sur del Golfo de Arauco, y vengo del carbón. Del carbón pariente del
diamante, pero no teman. No les voy a leer ese poema «Carbón», ya los
dejé hartos hasta el hartazgo con el otro. Así me lo dijo el otro día con algún
alcohol y alguna chispa de droga uno de esos espectadores que se sientan
al fondo como ocultando su frustración en la farsa de esas lecturas públi-
cas. -«Viejo retro, me gritó desde ahí, ¿hasta cuándo aguantaremos tu poe-
sía que no se entiende? Devuelve el Premio Nacional» -«No es mala idea,
le respondí. Eso lo hizo Sartre con el Nobel. Pero qué hago entonces con el
Reina Sofía, con el José Hernández o el Martín Fierro de Buenos Aires, o
el Octavio Paz de México». ¡Los Premios: la fanfarria!
Y otra cosa: no se fastidien con mi sintaxis deshilachada. Me sale así,
como respiro. No ha mucho anduve en Lebu donde nací. Y donde sigo
naciendo aunque parezca raro. No es que Lebu sea Cómala pero es el
mundo. Si no hay Lebu no hay mundo y qué le voy hacer. No es cosa de
laricidad sentimental, pero «e cosa mentale», ¿se entiende? De aquel río
precioso de mis infancias, ya no queda ni río. Parecerá irrisorio pero per-
dura y está ahí. Lo mismo pasa con el rojerío de los claveles, ya no queda
ni padre en esa tumba y siguen rojeando. Allí siguen ardiendo los claveles.
La otra vez llevé un huincha de agrimensor para medir mi propio metraje
por ahí cerca. Sería bueno anclar en la colina ésa con el arrullo encima del
mar y ya libre de smog. Ahí veremos.
Cuando allá por el 88 me preguntaron en la Universidad Libre de Ber-
lín quién era yo y de dónde venía, respondí en un relámpago: «de donde
viene uno, si es que viene». «Dos apuestas distintas, insistí, me hicieron
éste que soy: la imaginación y el coraje, y -claro- unos libros que habré
leído por ahí desde hace siete décadas, unos viajes al norte, al sur, al este
y al oeste de esta gran casa de aire llamada Tierra. Y las otras -agregué-
que me hicieron son las hermosas, aunque a veces me gustaron hasta el
frenesí las pavorosamente feas justo por el fulgor de las erratas, las tres-
cientas a la vez, sin las cuales no hay costilla ni por lo visto oxígeno». Más
adelante, el 96, cuando el lanzamiento en Valparaíso de Río Turbio, uno de
mis últimos libros, impreso en Valdivia por Kultrún y Barba de Palo, pro-
puse otra clave más temeraria: «No es cierto que los poemas de amor se
escriban únicamente a los 20 años. Yo los sigo escribiendo». ¡Cosas que
uno dice para situar el juego! «¿Qué se espera de la poesía sino que haga
más vivo el vivir?».
íbamos en que, de mis 26 libros, yo he escrito un solo libro: que viene
a ser mi cantera. Total no dije nada del oficio mayor. Ni aclaré lo del relám-
pago cuando descubrí el ritmo a los 6 años desde el centelleo y el parpadeo
del vocablo heraclíteo en lo tetrasilábico y esdrújulo del Mundo. Ni des-
lindé la oralidad de la criptidad. Ni leí las 11 líneas de mi texto Al silencio,
ni mi Qué se ama cuando se ama, ni mi Qedehím Qedehót, ni mi Almoha-
da de Quevedo, ni mi Carbón, ni mi Ochenta veces nadie, ni mi Carta del
Suicida, ni ninguna de mis otras cartas tan bellamente descifradas por
Cedomil Goic, ni los tres o cuatro papiros que quedarán después de mi des-
pués. -Sí, le dijo esta vez Neruda por su nasalidad encantadora a un amigo
común para que a su vez me pasara el veredicto fraterno: «No es malo este
Gonzalo pero escribe poquito». Opción única para mí ligeramente penden-
ciera. «Dile a Pablo que él es lo que se dice un genio pero que escribe
demasiadito». La humorada lo hizo reír. -Por nuestra respectiva salud, me
dijo socarrón al otro día alzando alta la copa en el reencuentro. Risa entre
hermanos es resurrección.
Alguien me sugirió que hablara de la inventio, de la dispositio y de la
elocutio en mi propio ejercicio. Que lo haga Marcus Fabius Quintilianus.
Déjenme con mi Ovidio, mi Horacio, mi Catulo. Además vengo llegando
de nuestra España en este instante, hará apenas diez minutos, casi cayendo
del Iberio apocalíptico. Salí el 3 por la noche y hoy es apenas 4. ¿Qué más
voy a decir? La Reina estaba bien. Otra cosa es el Premio.
Se me excuse el tono. Aquí no corre el de la cátedra, ni el seso del rigor,
antes bien la ventolera imaginaria.
Año raro este 2002, ¿me iré a morir de tanto y tanto vuelo? Ahí voy
volando disparado. De dónde a dónde, la pregunta es ésa.
De todas las ciudades predilectas, allá abajo está Atenas y ya reservé
sábanas en el hotel Titania. No habrá dioses en lo más alto de la Acrópolis,
pero sí Plaza Sintagma: a escala de la urbe de hoy. Plaza preciosa la Sin-
tagma, se llega en Metro, ¡y ya! No sé griego, sé Grecia, eso lo dijo Alfon-
so Reyes. ¿Y yo, quién seré yo?
Dos poemas para cerrar, brevísimos, no teman: Daimon del domingo,
escrito en Austin Texas y Asma es amor, una suerte de balbuceo con asfi-
xia y todo, en el cementerio de Chillán de Chile entre Arrau y esa mujer
que amé.
«Daimon del domingo»
Entre la Biblia de Jerusalén y estas moscas que ahora andan
ahí volando,
prefiero estas moscas. Por 3 razones las prefiero:
1) porque son pútridas y blancas con los ojos azules y lo procrean
todo en el aire como riendo,
2) por eso velocísimo de su circunstancia que ya lo sabe todo desde
mucho antes del Génesis,
3) por además leer el Mundo como hay que leerlo: de la putrefacción a
la ilusión.
«Asma es amor»
Más que por la A de amor estoy por la A
de asma, y me ahogo
de tu no aire, ábreme
alta mía única anclada ahí, no es bueno
el avión de palo en el que yaces con
vidrio y todo en esas tablas precipicias, adentro
de las que ya no estás, tu esbeltez
ya no está, tus grandes
pies hermosos, tu espinazo
de yegua de Faraón, y es tan difícil
este resuello, tú
me entiendes: asma
es amor.
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