Hay días en que yo no soy más que una patada,
únicamente una patada. ¿Pasa una motocicleta? ¡Gol!... en
la ventana de un quinto piso. ¿Se detiene una calva?... Allá
va por el aire hasta ensartarse en algún pararrayos. ¿Un
automóvil frena al llegar a una esquina? Instalado de una
sola patada en alguna buhardilla.
¡Al traste con los frascos de las farmacias, con los
artefactos de luz eléctrica, con los números de las puertas
de calle!.
Cuando comienzo a dar patadas, es inútil que quiera
contenerme. Necesito derrumbar las cornisas, los
mingitorios, los tranvías. Necesito entrar —¡a patadas!— en
los escaparates y sacar —¡a patadas!— todos los maniquíes
a la calle. No logro tranquilizarme, estar contento, hasta
que, no destruyo las obras de salubridad, los edificios
públicos. Nada me satisface tanto como hacer estallar, de
una patada, los gasómetros y los arcos voltaicos. Preferiría
morir antes que renunciar a que los faroles describan una
trayectoria de cohete y caigan, patas arriba, entre los
brazos de los árboles.
A patadas con el cuerpo de bomberos, con las flores
artificiales, con el bicarbonato. A patadas con los depósitos
de agua, con las mujeres preñadas, con los tubos de
ensayo.
Familias disueltas de una sola patada; cooperativas de
consumo, fábricas de calzado; gente que no ha podido
asegurarse, que ni siquiera tuvo tiempo de cambiarle el
agua a las aceitunas... a los pececillos de color...
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