sábado, marzo 10, 2012

CARTAS DEL YAGE por WILLIAM BURROUGHS




Hotel Niza, Pasto, 30 de enero.


Querido Al:

Tomé el ómnibus hasta Cali porque el auto-ferro estaba completo
durante unos cuantos días. Los policías revisaron el ómnibus varias veces y a
todos los que estaban dentro. Yo llevaba un revólver metido bajo los
medicamentos, pero en esas paradas sólo me revisaron a mí. Es evidente que
quienquiera que llevase armas eludiría esas paradas o pondría las armas donde
esos descuidados policías no las buscaran. Todo cuanto consiguen con el
sistema actual es molestar a los ciudadanos. No he conocido nunca a nadie en
Colombia que hable bien de la Policía Nacional.
La Policía Nacional es la Guardia del Palacio del Partido
Conservador (el ejército cuenta con un buen porcentaje de liberales y no
merece completa confianza). Querido, la P.N., es el cuerpo de jóvenes más
unánimemente horroroso sobre el que jamás haya puesto los ojos. Son algo así
como el resultado final de las radiaciones atómicas. En Colombia hay millares
de esos extraños y rústicos jóvenes; sólo he visto a uno que pudiera
considerarse elegible y ése tenía el aire de sentirse incómodo en su puesto. Si
algo bueno puede decirse de los Conservadores no lo he oído. Son una
impopular minoría de repelentes soretes.
El camino cruza las montañas y baja luego a la curiosa región
intermedia de Tolima, en el límite de la zona de combate. Árboles, llanuras,
ríos y más y más Policía Nacional. La población cuenta con algunos de los
individuos mejor parecidos y algunos de los más feos que haya visto. La
mayoría de ellos parecen no saber nada mejor que hacer que contemplar el
ómnibus y a los pasajeros, y en especial al gringo. Se me quedaban mirando
hasta que por fin yo sonreía o saludaba con la mano, para entonces responder
con esa sonrisa desdentada y rapaz que recibe el norteamericano en toda
América del Sur.
"Hola, Míster, ¿un cigarrillo?"
En un pueblo caluroso y polvoriento donde nos detuvimos a tomar
un café vi a un muchacho de delicados rasgos cobrizos, una boca suave,
hermosa, y dientes bien separados, con unas encías rojas y brillantes. Sobre la
frente le caían unos hermosos cabellos negros. De toda su persona se
desprendía una tierna inocencia masculina.
En uno de los puestos aduaneros me encontré con uno de la Policía
Nacional que había peleado en Corea. Abriéndose la camisa, me mostró las
cicatrices sobre su poco apetecible cuerpo.
"Me gustan ustedes, muchachos", dijo.
Nunca me siento halagado por esa simpatía promiscua hacia los
norteamericanos. Es ofensiva para la dignidad personal, y nada bueno puede
esperarse de esos simpatizantes de los Estados Unidos.
Al atardecer compré una botella de coñac y me emborraché con el
conductor del ómnibus. Me quedé en Armenia y al día siguiente seguí para
Cali en el autoferro.
Con una vegetación semitropical de bambúes, bananeros y papayas.
Cali es una ciudad relativamente agradable, con un buen clima. Aquí no se
siente la tensión. Cali tiene una tasa elevada de crímenes auténticos, no
políticos. Hasta violación de cajas de caudales. (En América del Sur son raros
los delincuentes en gran escala.)
Estuve con algunos antiguos residentes estadounidenses que me
dijeron que el país está a la miseria.
"Odian la sola vista de un extranjero, aquí abajo. ¿Sabe por qué? La
culpa de todo la tiene el Punto cuarto y esa tontería de la buena vecindad y de
la ayuda financiera. Si se le da algo a esta gente, en seguida piensan ¡aja, es
que me necesitan! Y cuánto más se da a esos hijos de puta, peores se ponen."
He oído este tipo de comentarios de viejos residentes en toda
América del Sur. No se les ocurre pensar que algo más fundamental que las
actividades del Punto cuarto está en juego. Como los partidarios de Pegler en
los Estados Unidos, que dicen: "Lo malo está en los sindicatos". Y lo seguirán
diciendo mientras escupan sangre atacados por las radiaciones. O en vías de
convertirse en crustáceos.
Sigo camino a Popayán por el autoferro. Esta es una tranquila
ciudad universitaria. Algunos me habían dicho que era un lugar lleno de
intelectuales pero yo no he visto ninguno. Una curiosa hostilidad negativista
domina en la ciudad. Mientras caminaba por la plaza mayor un hombre me
llevó por delante sin pedir disculpa, la cara impávida, catatónico.
Estaba en un bar, tomando un café, cuando un hombre joven con
arcaico rostro judeoasirio, se me acercó y me soltó una larga tirada acerca de
cuánta era su simpatía por los extranjeros y cuanto sería su placer en invitarme
con una copa o por lo menos con un café. Mientras decía todo esto, resultaba
evidente que ni le gustaban los extranjeros ni tenía la intención de convidarme
con un trago. Pagué mi café y me fui.
En otro café estaban jugando a algo parecido al "bingo". Entró un
hombre lanzando unos curiosos ladridos de imbécil hostilidad. Nadie levantó
la mirada del juego.
Frente a la oficina de correos había afiches del Partido Conservador.
Uno de ellos decía: "Campesinos, el ejército lucha por vuestro bienestar. El
crimen degrada al hombre y luego su conciencia le impide vivir. El trabajo lo
eleva hacia Dios. Cooperad con la policía y los militares. Ellos sólo necesitan
vuestras informaciones". (El subrayado es mío.)
Es vuestro deber abandonar la guerrilla, trabajar, saber cuál es
vuestro lugar y escuchar al cura. ¡Qué mentiras tan viejas! Como si trataran de
vender el Puente de Brooklyn. No son muchos los que caen. La mayoría de los
colombianos son liberales.
Los agentes de la Policía Nacional andan con la cabeza baja por los
rincones, incómodos y molestos, a la espera de poder disparar contra alguien o
hacer cualquier cosa antes que estarse allí bajo las miradas hostiles. Tienen un
gran camión celular gris que da vueltas y vueltas por toda la ciudad, sin nadie
adentro.
Salí caminando de la ciudad, por un camino polvoriento. Tierras
onduladas de hierba verde, vacas, ovejas y pequeñas granjas. En el camino
encontré una vaca terriblemente enferma, cubierta de polvo. AI costado del
camino un altar con el frente de vidrio. Los terribles rosados, azules y
amarillos del arte religioso.
Vi una película corta sobre un cura de Bogotá que dirige un horno
de ladrillos y fabrica casas para los trabajadores. El corto muestra al cura
acariciando los ladrillos y dando palmaditas en el hombro a los obreros y en
general repitiendo la misma mentirosa representación católica. Un tipo flaco
con ojos delirantes de neurótico. Al final pronuncia un discurso cuya moraleja
es: Dondequiera que uno encuentra progreso social o buen trabajo o cualquier
cosa buena, allí se encontrará a la Iglesia.
Su discurso no tenía nada que ver con lo que realmente estaba
diciendo. Era imposible no percibir la hostilidad neurótica de sus ojos, el
miedo y el odio a la vida. Allí sentado, con su uniforme negro, se revelaba
claramente como el abogado de la muerte. Un hombre de negocios sin la
motivación de la codicia, una cancerosa actividad estéril y mortal. Fanatismo
sin fuego, o una energía que exuda un mohoso olor a podredumbre espiritual.
Parecía enfermo y sucio —aunque supongo que en realidad estaba limpio—
con un vago aspecto de dientes amarillos, ropa interior sucia y trastornos
hepáticos psicosomáticos. Me pregunto cuál podrá ser su vida sexual.
Otro corto mostraba una reunión del Partido Conservador. Todos
parecían congelados, como una costra helada sobre el país. La audiencia
guardaba un completo silencio. Ni un solo murmullo de aprobación o de
disentimiento. Nada. Propaganda desnuda que moría en un silencio mortal.
Al día siguiente tomé un ómnibus para Pasto. La entrada a esa
ciudad fue como un golpe en el estómago, un impacto físico de depresión y
horror.
Altas montañas todo alrededor. Aire enrarecido. Los habitantes que
espiaban desde chozas techadas con paja, los ojos enrojecidos por el humo. El
hotel estaba dirigido por un suizo y era excelente. Anduve caminando por la
ciudad. Gente fea de aspecto piojoso. Cuanto más alto llegaba uno, más feos
eran los ciudadanos. Esta es una zona de leprosos. (En Colombia, la lepra
prevalece en la alta montaña, la tuberculosis en la costa.) Parecía que de cada
dos individuos, uno tenía labio leporino, una pierna más corta que la otra o un
ojo ciego ulcerado.
Entré en una cantina y tomé aguardiente y puse música de las sierras
en la máquina automática, Hay algo arcaico en esa música que resulta
extrañamente familiar, muy antiguo y muy triste. Indudablemente no tiene
origen español, ni tampoco es oriental. Música de los pastores tocada en un
instrumento de bambú parecido a una flauta de Pan, preclásico, etrusco quizá.
Una música similar he oído en las montañas de Albania, donde subsisten
elementos raciales pre-griegos, ilirios. Esa música traía una nostalgia
filogenética, ¿de la Atlántida?
Detrás del mostrador del bar vi trabajando a alguien que al principio
me pareció un muchacho atrayente, de unos catorce años (el lugar estaba
medio a oscuras debido a una falla en la electricidad). Cuando me acerqué al
mostrador para observarlo de más cerca, vi que la cara era vieja y que el
cuerpo estaba hinchado de agua y algo fofo, como un melón podrido.
En la mesa próxima estaba sentado un indio que buscaba algo en sus
bolsillos, los dedos adormecidos por el alcohol. Le llevó varios minutos sacar
unos billetes arrugados —lo que mi abuela, prohibicionista furiosa, solía
llamar "plata sucia"—, nuestras miradas se cruzaron y ensayó una torcida
sonrisa. "¿Qué otra cosa puedo hacer?"
En un rincón un indio joven toqueteaba a una puta, una mujer
horrible con una cara de maldad bestial y el vestido rosado pálido de la
profesión. Por fin la mujer se zafó y salió. El indio la miró alejarse en silencio
sin enojarse. Se había marchado y no había nada más que hacer. Se acercó al
borracho, lo ayudó a ponerse de píe y juntos se fueron a pasos desiguales con
la dulce y triste resignación del indio serrano.
Schindler me había dado una carta de presentación para un alemán
que tiene una bodega en Pasto. Lo encontré en un cuarto lleno de libros, con
dos estufas eléctricas. La primera calefacción que he visto en Colombia. Tenía
la cara delgada y sufrida, la nariz marcada y una boca que se curvaba hacia
abajo, una boca de opio. Estaba muy enfermo. El corazón mal, los riñones
mal, presión alta.
"Y solía ser un roble", dijo quejosamente. "Lo que tengo que hacer
es ir a la Clínica Mayo. Aquí un médico me dio una inyección de yodo que me
alteró todo el metabolismo. Si como cualquier cosa con sal los pies se me
hinchan así."
Sí, conocía bien el Putumayo. Le pregunté por el yagé.
"Sí, he enviado muestras a Berlín. Las examinaron y según el informe su
efecto es igual al del haschish. .. hay un insecto en el Putumayo, no recuerdo
como lo llaman, como un saltamontes grande, un afrodisíaco poderoso, si se
posa sobre uno y no se consigue una mujer en seguida, uno muere. Los he
visto correr escapando del contacto con ese bicho... Por algún lado tengo uno
en alcohol... no, ahora recuerdo que se perdió cuando me mudé aquí después
de la guerra... Otra cosa acerca de la cual estuve tratando de conseguir datos.. .
una enredadera que hace caer todos los dientes si se la mastica."
"Ideal para gastarles una broma a los amigos", dije.
La criada trajo una bandeja con el té, pumpernickel y manteca dulce.
"Odio este lugar, pero ¿qué puede hacer uno? Tengo negocio aquí.
Mi mujer. Estoy clavado."
Saldré de aquí en los próximos días para Macoa y el Putumayo. No
escribiré desde allí porque más allá de Pasto el servicio de correos es muy
inseguro, ya que depende sobre todo de los conductores de ómnibus y de los
camioneros. Son más las cartas que se pierden que las que llegan. Esas gentes
no tienen idea siquiera de lo que es la responsabilidad.


Tuyo


Willy Lee

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