domingo, marzo 11, 2012

DOS CIGARRILLOS por CESARE PAVESE




Cada noche es una liberación. Se ven los reflejos
del asfalto sobre los paseos que se abren lúcidos al viento.
Cada tipo que pasa tiene un rostro y una historia.
Pero en esta hora no existe el cansancio: Los faroles, a miles,
están a disposición del que se detiene a encender un fósforo.
La llamita se apaga sobre el rostro de la mujer
que me ha pedido lumbre. Se apaga por el viento
y la mujer, desilusionada, me pide otra vez fuego
y se vuelva a apagar: la mujer ríe ahora, sumisa.
Aquí podemos hablar en voz alta y gritar,
porque nadie nos oye. Levantamos la vista
a las muchas ventanas – ojos que duermen apagados –
y esperamos. La mujer encoge los hombros
y se lamenta por haber perdido el chal de colores
que le servía de estufa en la noche. Pero basta apoyarse
contra la esquina y el viento es sólo un soplo.
Sobre el cansado asfalto ya hay una colilla.
Este chal lo trajeron de Río, pero dice la mujer
que se alegra de haberlo perdido, pues me ha encontrado a mí.
Si el chal llegó de Río, atravesó la noche
sobre el océano iluminado por la luz del gran transatlántico.
Noches de viento claro. Era el regalo de un marinero.
Ya no está el marinero. La mujer me susurra
que si subo con ella, me enseñará el retrato,
rizado y bronceado. Navegaba sobre sucios barcos
y limpiaba las m áquinas; pero yo soy más guapo.
Sobre el asfalto ya hay ahora dos colillas. Miramos hacia arriba:
la ventana de allí, en lo alto – me dice la mujer – es la nuestra.
Pero arriba no hay estufa. Por la noche, los barcos perdidos
tienen muy pocas luces o sólo las estrellas.
Cogidos del brazo cruzamos la calle, jugando a calentarnos.

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