miércoles, enero 08, 2014

EL MILAGRO DE LASCAUX por GEORGES BATAILLE



El nacimiento del arte

La caverna de Lascaux, en el valle del Vézère, a dos kilómetros
del pequeño poblado de Montignac, no es sólo la más hermosa
y más rica caverna de pinturas rupestres; es también, en su
origen, el primer signo sensible que nos haya sido legado por
el hombre y el arte.
Antes del Paleolítico superior, no puede afirmarse que se
trate del hombre. El ser que ocupaba las cavernas era en algún
sentido semejante al hombre; ese ser en cualquier caso trabajaba,
poseía lo que la prehistoria denominaba una industria, talleres
donde se trabajaba la piedra. Pero jamás produjo una
“obra de arte”. No habría sabido cómo hacerla y, por otra parte,
en apariencia, tampoco sintió el deseo de hacerla. La caverna
de Lascaux, que sin duda data si no de los primeros tiempos
al menos sí de la primera parte de lo que la prehistoria denomina
el Paleolítico superior, se sitúa en dichas condiciones en
los albores de la humanidad (realizada). Toda génesis supone
aquello que la precede, y si en algún punto el día nace de la
noche, la luz que proviene de Lascaux pertenece a la aurora de
la especie humana. Es con certeza y por primera vez del “hombre
de Lascaux” que decir que, habiendo producido una obra
de arte, nos asemejaba y que, con toda evidencia, era nuestro
semejante. Fácil sería afirmar que sólo lo fue de modo imperfecto.
Le faltaban muchos elementos —aunque de seguro estos
elementos no tenían el alcance que hoy les damos: debemos,
antes bien, subrayar el hecho, que su obra testimonia, al menos
una virtud decisiva, la virtud creadora, que hoy ya no es por el
contrario necesaria.
A nuestro pesar, hemos añadido muy poca cosa a los bienes
que nuestros inmediatos predecesores nos han dejado: nada
justifica así de nuestra parte el sentimiento de ser más grandes
de lo que ellos fueron. El “hombre de Lascaux” creó de la nada
este mundo del arte, en donde comienza la comunicación de los espíritus.
El “hombre de Lascaux” incluso comunica con la lejana
posteridad que la actual humanidad es hoy para él. Nuestra
humanidad, por un azaroso descubrimiento que data de ayer,
ha legado dichas pinturas que no fueron alteradas por la interminable
duración del tiempo.
Este mensaje sin ningún otro equivalente, nos llama al recogimiento
de todo ser. En Lascaux, en lo profundo de la tierra
aquello que nos pierde y nos transfi gura es la visión de lo
absoluto lejano. Dicho mensaje está además acrecentado por
una extrañeza inhumana. Vemos en Lascaux una especie de
ronda, de cabalgata animal, proseguida a lo largo de las paredes.
Pero dicha animalidad es para nosotros el primer signo, el
signo ciego, y por esto mismo el signo tangible de nuestra presencia
en el universo.

Lascaux y el sentido de la obra de arte

Hemos encontrado las huellas de la multitud de seres humanos,
todavía rudimentarios, anteriores a los tiempos en que se
formó esa ronda de animales. Pero son en primer lugar las
huellas de los cuerpos que, materialmente, fueron seres vecinos
nuestros: sus osamentas, si han llegado hasta nosotros, nos comunican
formas disecadas. Varios milenios antes de Lascaux
(cinco mil años sin duda), estos industriosos bípedos comenzaron
a poblar la tierra. Fuera de sus huesos fosilizados, sólo
poseemos algunos utensilios que nos dejaron. Estos utensilios
prueban la inteligencia de los antiguos hombres, pero dicha
inteligencia, todavía grosera, se relaciona tan sólo con objetos
que son los “puñetazos”, las esquirlas o las pequeñas puntas de
sílex que utilizaban; la inteligencia se relaciona con estos objetos,
o con la actividad objetiva que perseguían de esta forma…
Jamás distinguiremos antes de Lascaux el reflejo de esta vida
interior, de la que el arte y sólo el arte puede asumir la comunicación,
y del que es, en su fulgor, si no su imperecedera
expresión (esas pinturas y las reproducciones que hacemos no
tendrán una duración indefinida), al menos la supervivencia
durable.
Sin duda, parecerá apresurado atribuir al arte este valor
decisivo, inconmensurable. ¿Pero dicho alcance del arte no es
acaso más apreciable en su nacimiento? Ninguna diferencia es
más taxativa: enfrenta la actividad utilitaria, la inútil figuración
de sus líneas que seducen, que nacen de la emoción y se dirigen
a ella. Volveremos más adelante sobre las explicaciones utilitarias
que pueden darse. Debemos primero marcar una oposición
fundamental: por un lado son claras las razones materiales
aparentes; la búsqueda desinteresada se presta, al contrario, a
la hipótesis… Pero si se trata de la obra de arte debemos inicialmente
rechazar la discusión. Si entramos en la caverna de
Lascaux nos oprime un fuerte sentimiento que difícilmente
experimentamos cuando miramos las vitrinas en las que se exponen
los primeros restos humanos fosilizados o sus utensilios
de piedra. Es el mismo sentimiento de presencia —de clara y
ardiente presencia— que sólo nos dan las obras maestras de
todos los tiempos. Aunque no parezca, es también a la amistad,
a la suavidad de la amistad, que está dirigida la belleza de las
obras humanas. ¿Acaso no amamos la belleza? ¿La amistad no
es también la pasión, el interrogante siempre recomenzado
cuya belleza es la única respuesta?
Esto, que marca mucho más seriamente de lo imaginado la
esencia de la obra de arte (que toca al corazón, no al interés),
debe ser afirmado con insistencia a propósito de Lascaux, por
el hecho de que esta caverna se encuentre en primer lugar en
nuestras antípodas.
Digámoslo de una buena vez: la primer respuesta que nos da
Lascaux reside en nuestra propia oscuridad, oscura, sólo inteligible
a medias. Es la respuesta más antigua, la primera, y la
noche de los tiempos de la que proviene se ve tan sólo atravesada
por los inciertos resplandores del alba. ¿Qué sabemos
acaso de los hombres que sólo nos dejaron insaciables sombras,
aisladas de cualquier tela de fondo? Casi nada. Sino que estas
sombras son bellas, como el más bello cuadro de nuestros museos.
Pero de las pinturas de nuestros museos sabemos las fechas,
su autor, el tema y el destino. Conocemos los usos y
costumbres, los modos de vida a los que refieren, leemos la
historia de los tiempos que los vieron nacer. A diferencia de
éstas no han salido de un mundo del que sabemos las limitaciones
que tuvo, reducido como estaba a la recolección y la caza;
o de la rudimentaria civilización que creó, de la que atestiguan
los utensilios de piedra, las osamentas y las sepulturas. ¡Inclusive
la fecha de estas pinturas sólo puede evaluarse a condición
de dejar flotar el espíritu una decena de milenios! Reconocemos
casi siempre los animales representados y debemos atribuir
la preocupación de figurarlos a alguna intensión mágica.
Pero desconocemos el lugar preciso que estas figuras tuvieron
en las creencias y ritos de estos seres que vivieron varios milenios
antes de la historia. Debemos limitarnos a aproximarlos
de otras pinturas —o a otras obras de arte— de aquella época
y de las mismas regiones, que no son a nuestros ojos menos
oscuras. Estas fi guras son numerosas: sólo la caverna de Lascaux
ofrece centenas, y existen otros cuantiosos centenares en
las grutas de Francia y España. De las pinturas rupestres más
antiguas, Lascaux sólo nos aporta el conjunto más bello y armónico,
el más intacto de todos. Y en tal medida, nada nos
informa mejor sobre la vida y el pensamiento de aquellos que,
por sí mismos, pudieron darnos esta obra de arte desgajada,
ejemplo de comunicación profunda pero enigmática. Estas
pinturas desplegadas frente a nosotros, son milagrosas, nos
comunican una emoción fuerte e íntima. Pero son sin embargo
—y por esto mismo— poco asimilables. Se ha sugerido relacionarlas
con las incantaciones de los cazadores, ávidos de dar
muerte a la presa que los alimentaba; pero estas fi guras nos
emocionan, mientras que la avidez nos deja en cambio indiferentes.
A tal punto, que la incomparable belleza y simpatía que
despiertan, nos deja penosamente suspendidos.

El milagro griego y el milagro de Lascaux

Cualesquiera sean las dificultades que tengamos, los sentimientos
fuertes que Lascaux nos inspira están vinculados con
este carácter de suspensión. Y por más incómodos que estemos
en estas condiciones de ignorancia, nuestra atención se despliega
en su totalidad. La certeza triunfa sobre una realidad
inexplicable, de alguna forma milagrosa, que reclama aten ción
y lucidez.
Henos aquí frente a un descubrimiento asombroso: antiguas
de casi veinte mil años, estas pinturas poseen toda la frescura
de la juventud. Fueron descubiertas por unos niños que entraron
en una de la fi suras dejadas por un árbol descuajado: un
poco más, y la tormenta no nos hubiese dejado las pistas que
conducen a ese tesoro de las mil y una noches que es la gruta.
Se supone que conocemos el arte prehistórico por medio de
cuantiosas obras, a menudo admirables; sin embargo, nada nos
hubiera impedido un grito de estupefacción. Por otra parte,
con esfuerzo adivinamos la forma en que el tiempo alteró su
aspecto y que sin duda no tenía, además, la belleza que fascina
al visitante de Lascaux. El esplendor de las salas subterráneas
es incomparable: incluso frente a semejante riqueza de fi guras
de animales, cuya vivacidad y brillo nos sorprenden ¿cómo no
tener siquiera por un instante el sentimiento de un espejismo,
de una manipulación mentirosa? Pero justamente en la medida
en que dudamos, mientras nos frotamos los ojos, nos decimos:
“¿será posible?”, la evidencia de la verdad responde al deseo de
estar deslumbrados, propio del hombre.
Pero por aberrante que parezca, es cierto que contra toda
evidencia, se yergue una duda: incluso si mi demostración es
superflua, me veo obligado a hablar. ¿No he oído acaso en la
gruta a dos turistas extranjeros expresar el sentimiento de haber
sido llevados a un Luna Park de cartón? Hoy huelga decir
que la sola suposición de falsedad sólo hace explícita la ignorancia
o la ingenuidad de quienes así se pronunciaron. ¿Cómo
enmendar sin errores la fabricación de documentos ya públicamente
conocidos? Pero sobre todo, quien hizo el comentario
¿obedece a las exigencias de la crítica culta, que se apoya en la
geología, la química y el minucioso conocimiento de las condiciones
de conservación de estas obras milenarias? Es cierto que
en dicho terreno la más ínfima tentativa de falsificación hubiese
sido descubierta: ¿qué decir de esta caverna en la que se
acumula una multitud de detalles nimios, de grabados casi indescifrables
y perfectos encabalgamientos?
Insisto sobre el asombro que sentimos en Lascaux. Esta
extraordinaria caverna no deja de sobresaltar a quien la descubre:
no dejará nunca de responder a la idea de milagro, que es,
tanto en el arte como en la pasión, la aspiración más profunda
de la vida. Con frecuencia juzgamos infantil dicha necesidad de
ser maravillados, pero volvemos sin embargo a la carga. Lo que
nos parece digno de ser amado es aquello que nos sobresalta,
lo inesperado, lo inesperable. Como si, paradójicamente, nuestra
esencia respondiese a la nostalgia de lograr aquello que
sabíamos en un principio imposible. Desde este punto de vista,
Lascaux reúne las condiciones más extrañas: el sentimiento
de milagro que hoy nos da la vista de la caverna se debe a la
extremada suerte de su descubrimiento, que se duplica por el
sentimiento de carácter inaudito que tuvieron estas fi guras
ante los ojos de quienes vivieron en la época de su creación.
Lascaux se instaura desde ahora, para nosotros, entre las maravillas
del mundo: estamos no obstante en presencia de la increíble
riqueza que amasó el paso del tiempo. ¿Cuál era el
sentimiento de los primeros hombres para quienes estas pinturas
tenían un prestigio inmenso —aunque no pudiesen sentir
un orgullo semejante al nuestro (tan estúpidamente individualista)—?
Se piense lo que se piense, el prestigio se relaciona
con la revelación de lo inesperado. Es en este sentido que hablamos
de milagro en Lascaux, pues allí, la juvenil humanidad,
por primera vez, mesuró la amplitud de su riqueza. De su riqueza,
es decir, del poder que tenía de esperar lo inesperado, lo
maravilloso.
Grecia también nos da un sentimiento de milagro, pero la
luz que de ella emana es diurna; la luz diurna es menos asimilable:
sin embargo, en el breve lapso de un fulgor, deslumbra
mucho más.

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