miércoles, enero 08, 2014

HENRI MICHAUX O COMO ESCAPAR DE LA PETRIFICACION por PHILIPPE OLLÉ -LAPRUNE


En 1954 Henri Michaux anuncia a sus conocidos que pretende experimentar con el consumo de drogas alucinógenas, y se organiza para hacerlo. Entonces tiene 55 años y la obra y el mito de Michaux ya están sólidamente establecidos. Con ello, busca provocar que su mente enloquezca, hacer posible un recorrido por el corazón de las zonas más oscuras de su ser. Desde hace mucho tiempo le ha dado un sentido poco usual a su práctica artística: permitir reconocerse a profundidad, como si cada uno pudiera explorar su mundo
interior de la misma forma que lo hace con una ciudad o un paisaje. Lo escribe en su recopilación Pasajes: “Escribo para recorrerme. Pintar, componer, escribir: recorrerme. En ello reside la aventura de ser en la vida.” Su actividad creadora surge del mismo corazón de su razón de ser: crear y vivir consisten en una sola cosa, ya que la meta es trabajar con  el fin de conocerse, sin descanso ni estancamiento, rechazando las certezas e internamientos. Recorrerse. Como si el proyecto de una existencia y el motor de una obra dependieran de ello. La búsqueda de Michaux da una sensación de vértigo: la imposibilidad
de alcanzar una meta precisa hace que cualquier conclusión sea imposible. El objetivo se encuentra en el cambio y no en el resultado. Este movimiento resume lo que da sentido al destino y a los escritos y
dibujos de Henri Michaux. Se compromete con una búsqueda interior, con la certeza de que así podrá remediar las carencias que le impuso la vida y descubrir su ser en todo su esplendor y misterio.
Alimenta esta impresión confusa que consiste en ver la inmovilidad como una postura que procede
contra la vida y que da a la muerte una posibilidad de arraigo. Desde muy joven tiene la sensación
de ser un “hombre agujereado”  a quien lo aqueja una carencia y que, visto de esta forma, sus
investigaciones y trabajos deben servirle para llenar este agujero.
Desde su nacimiento se puso al margen y conservó esta huella durante mucho tiempo: nace en
Bélgica, en Namur, en el seno de una familia de comerciantes acomodados quienes rápidamente se
volverán rentistas. En esta atmósfera provincial y confortable, el joven Michaux es enviado al internado,
después sigue su escolaridad en Bruselas, rodeado de futuros escritores como Norge o Goemans.
Pero sobre todo, el adolescente se ve como un “huelguista de lo real”, cercano a la anorexia, solitario y
ensoñador. Parece ser que tuvo la tentación de tomar el hábito (como un cierto Georges Bataille),
pero muy pronto renuncia a su proyecto. Conservaría una atracción muy fuerte por la figura de ciertos
místicos, y la pérdida de la fe seguramente participará en la construcción de esta sensación “de ser un
hombre agujereado”. Padece ya una carencia fundamental.
Debido a la ocupación alemana de Bélgica, la universidad se cierra y el joven Michaux estudia solo, de forma autodidacta. Mientras que uno de sus profesores, e incluso sus condiscípulos, subrayan su
facilidad por la escritura, rechaza este llamado y él mismo dirá: “se desembaraza de la tentación de escribir,
que podría apartarlo de lo esencial”. En él se manifiesta una especie de desconfianza hacia la escritura, como si ésta no fuera un fin en sí misma, como si la capacidad de decir las cosas pudiera caer rápidamente en la inutilidad, la charla sin sustancia, como si la cristalización por medio de las palabras desembocara solamente en una traición.
“Hacer prosa” jamás será una preocupación. Este rechazo constituye también la prueba de que Michaux
tiene, en lo más profundo de sí mismo, la necesidad de escapar de lo previsible: no quiere estar
ahí, donde se le espera. Sin embargo, sigue siendo un lector apasionado y el descubrimiento de Lautréamont y de sus Cantos de Maldoror van a provocar un deseo de escribir que nunca lo dejará. Se acerca a la revista Le Disque Vert [El disco verde] y comienza a publicar ahí sus primeros textos. Para sobrevivir Michaux alterna los trabajitos y la escritura de textos extraños. Sin embargo, Bélgica lo ahoga y también entonces decide escaparse. Con la ayuda de sus amigos de la revista, parte rumbo a París en 1924 y ahí conoce rápidamente a Paulhan y a Supervielle, quienes lo apoyan para que se instale en esta capital que brilla más que nunca. Ahí va a representar a Le Disque Vert, lo cual le abre muchas puertas. Comienza una existencia parisina hecha de amistades raras y muy intensas, de un ascetismo y de una pobreza que lo reenvían hacia lo esencial, de un apetito de reconocimiento que se ejerce en muchos campos. Descubre la pintura y el dibujo al observar las obras de Klee, Ernst, De Chirico. Este tiempo de aprendizaje permanece
misterioso; Michaux nunca será muy preciso sobre su propia vida. De hecho, de 1919 a 1921 de seguro
fue marinero en barcos franceses, pero nunca se ha tenido ninguna prueba de ello. Michaux ama el
secreto, y éste lo recompensa bien. Trabaja como empleado en una editorial (donde incluso efectúa
los envíos) y sueña con algo más… En 1927 publica su primer libro, que tiene un gran impacto: Quién
fui, y sobre todo su profunda amistad con el poeta ecuatoriano de lengua francesa Alfredo Gangotena
le permite lanzarse en un viaje que marca un hito.
Parten hacia el Ecuador a finales de 1927. Va a viajar por más de un año, recorriendo las montañas o
bajando los ríos tropicales en canoa. Michaux va a vivir también dentro de la buena sociedad de Quito,
rápidamente saturada por la atmósfera obsoleta de esas ricas familias que se frecuentan. Lleva su
diario y envía a Paulhan fragmentos de textos de lo que será su primer libro aclamado grandiosamente
por la crítica, Ecuador. En él alterna relatos de viaje, textos del género ensayístico y poemas. Esta
construcción desemboca en un libro profundamente original, que rechaza el exotismo y observa
sus propias reacciones con un tono innovador del cual el Levi Strauss de Tristes trópicos no renegaría.
Vive en “Quito, con nombre de cuchillo”, en el seno de una familia muy rica, y percibe la vacuidad
de las relaciones humanas que observa; encuentra a la gente platicadora y “esta tierra desprovista de su
exotismo”.  En cambio, los textos que describen las bellezas naturales están más marcados por el entusiasmo
y Michaux termina por encontrar encanto y grandeza en su país de acogida.
El viaje siguiente es en defi nitiva “su” viaje y da lugar a la publicación de su segundo y último libro de viaje, Un bárbaro en Asia. Pasa ocho meses entre India, China y Japón, y ahí construye un relato más
lineal, tal vez más esperado. Pero también esmalta su texto con referencias de lecturas, al haber descubierto
en la sabiduría asiática una relación con el mundo que le conviene y que alimenta sus arrebatos
de misticismo. Y como siempre, de lo que trata el texto es precisamente de su mirada de las cosas: no
deja de pensar, sentir, confesar y acercar elementos.
El poeta en movimiento sabe encontrar las palabras y las imágenes que arrastran al lector más hacia el
espíritu del autor que hacia los territorios entonces visitados.
Dos eventos marcan el año 1930: la muerte trágica y misteriosa de sus padres (su padre muere en
un “accidente”, tal vez defenestrado, y su madre cae en la locura y fallece inmediatamente después) y la
publicación de su libro de relatos fantasmagóricos Pluma, en donde pone en escena a ese personaje ligero
y encantador. Así como sus primeros relatos habían intentado torcer el lenguaje y los de viaje
apuntaban a dar cuenta de la realidad con fidelidad y una cierta distancia llena de elegancia, ese libro
enviará la obra de Michaux hacia la ensoñación, el misterio y el humor. Pluma, ser sin espesor, atraviesa
el mundo al crear en él un desorden involuntario y provoca situaciones chistosas e incongruentes.
A través de sus textos, el joven autor descubre su talento único de creador de seres alejados de la
realidad y que sin embargo llegan a decirla con una agudeza incomparable. Imperceptiblemente pasa
de la descripción de un desplazamiento geográfico a un viaje mental marcado por la invención y la fantasía.
Más que inventar una realidad, toma lo real y le coloca sus extravagancias. Así escribirá más
tarde ese soñador confesado, en La noche agitada:
“Estaba en Honfl eur y me aburría. Entonces, puse decididamente más camellos.” O anterior: “Crié en
mi casa a un caballito. Galopa en mi cuarto, es mi distracción.” Esta forma de poner en relieve el imaginario
en el corazón del mundo sensible empuja a nuestro autor a más y más rarezas. Para desorientar
aún más a su lector, va a dedicarse a ir todavía más lejos en sus ensoñaciones y así construir mundos
poblados de personajes incomparables, inauditos y fantasmagóricos.
A su regreso de Asia, Michaux se abalanza sobre la escritura con júbilo, febrilidad incluso. Confía poemas
a revistas, encuentra la forma que cultivará hasta el final: plaquetas o libros fi nos, cuya brevedad se
adecua tan bien a sus textos. A veces da la sensación de no querer disfrutar del estatus de “hombre de letras”, pero enseguida reúne sus obras en volúmenes con mejor distribución, en particular bajo el sello de
las prestigiadas ediciones Gallimard. Se convierte entonces en un escritor respetado, incluso admirado,
en particular después de la publicación de La noche agitada (1935), texto que se despliega en el seno del
universo de los sueños. Viaje por la Gran Garabaña (1936) le sigue a esa publicación y abre un nuevo ciclo
en su obra: inventa y describe lugares y seres totalmente imaginarios, como los Hacs o los Emanglons.
Va a utilizar entonces su talento para crear universos extraños, acorralado entre el mundo de Pluma y
de sus viajes, echando mano de lo que ya domina, inventa una forma nueva y fiel a sus deseos.
Antes de sus libros raros, su escritura daba mucho lugar al “yo”. Esta primera persona permanecerá
natural en el escritor que “escribe para recorrerse”, recordémoslo una vez más. Ya no redactará
relatos de viaje; ningún texto lo volverá a ligar a un desplazamiento geográfico, pero no dejará de
estar en movimiento, en la corriente, en búsqueda.
Su destino y su obra tomarán sentido de esta forma: el descubrimiento de nuevos horizontes lo empuja
hacia todas las experiencias y su trabajo consistirá en hacer evidentes los territorios apagados. Así es
como comienza a pintar y a dibujar, aunque nada permitía preverlo. Esta atracción por las formas
plásticas nunca lo dejará.
Así pues, Michaux vive retirado, pero acepta una invitación al congreso del Pen Club que tuvo lugar
en Buenos Aires en septiembre de 1936. Entonces, forma parte de la delegación belga y responde a la
solicitud de Victoria Ocampo, mujer de letras, mecenas y directora legendaria de la revista Sur. Es la
oportunidad de viajar en compañía de Supervielle, amigo y protector de Michaux desde sus inicios, y
de compartir largos momentos en Uruguay, tierra de la infancia de su compañero de viaje y de su querido
Lautréamont. Después, durante el congreso, participa activamente en los debates, aunque alborotado,
e incluso por primera vez toma la palabra en público. Frecuenta a Alfonso Reyes y entabla amistad
con un todavía desconocido argentino, Jorge Luis Borges. Se sabe que una de las últimas apariciones
públicas de Michaux, con la finalidad de asistir a una conferencia del escritor argentino en el
Collège de France, tuvo lugar en enero de 1983. Esta larga amistad comienza durante esa estancia.
Michaux fue un hombre más que discreto, obsesionado con ese retiro del mundo que lo alimentó
durante toda su vida. Se las arregló para tan sólo dejar filtrar muy escasas informaciones sobre su
existencia. Para él, sólo la obra cuenta frente a los demás. constituye una forma de estar presente para
el otro. Las fotos son escasas, su voz se grabó solamente una vez y únicamente se muestra de forma
excepcional e imprevisible. Nunca apareció en la televisión ni se expresó en la radio. Reticente a dar
una foto suya a Paulhan, su amigo y editor, le declara: “escribo para que justamente puedan prescindir
de una foto mía”. Después, propone enviar una radiografía de sus pulmones “ya que no va bien
ahí dentro”. Sus biógrafos no dudan en reconocer la dificultad de iluminar varias zonas ensombrecidas
de su vida. La estancia en el Cono Sur guarda la huella de dos relaciones amorosas que lo van a dejar
marcado por mucho tiempo. Antes que nada, con Angélica Ocampo, la hermana de Victoria, en Buenos
Aires, después, y sobre todo, con Susana Soca, uruguaya rica y culta, incluso con una brizna de
lunatismo. Las escasas huellas de esos momentos de pasión dan una imagen alejada de ese Michaux
frío y distante. Su regreso a París está cargado de arrepentimientos, pero ese sentimiento se dirige
tan sólo a la mujer que se quedó allá. No tiene afecto alguno por “América, un continente de cestas
perforadas”.  Encuentra a Marie-Louise Ferdière, mujer del famoso médico que atenderá a Antonin
Artaud, entre otros, con quien compartirá su vida hasta 1948. Víctima de un accidente, sufre de quemaduras
graves y sucumbe a sus heridas. Michaux escribirá entonces su poema “Nosotros dos aún”
para continuar esta larga búsqueda de sí mismo que sabe que es su centro. Por una vez toma el riesgo
de develar un evento íntimo; hasta ese momento el amor había sido más bien una causa de infelicidades
y dramas, y de la cual poco había mostrado en las diversas facetas. La reserva que practica abarca su
lote de no dichos y la idea de “recorrerse” no excluye el misterio, sino al contrario.
Atraviesa la existencia como una sombra, pero a la cual, de muchas maneras, se aferra. En la forma
de vida que escogió practica un nomadismo que se traduce por un gusto nunca desmentido por los
viajes y por una vida cotidiana sin domicilio fijo por mucho tiempo, de hoteles a cuartos de huéspedes.
Su matrimonio, un mayor desahogo económico y la necesidad de un lugar de trabajo más amplio
le hacen mudarse después de la segunda Guerra Mundial a un departamento del para entonces legendario
Barrio Latino. Su existencia se asemeja a un escape permanente que se traduce tan bien
en términos geográficos como artísticos. Como él mismo lo dice, viaja en contra; no se trata de desplazarse
con la intención de construir lo que sea, sino de practicar una forma de escape. Lo mismo
sucede con su actividad creadora; su trabajo cuestiona los límites y las fronteras, al rechazar el encierro
o la repetición. Avanza con la inquietud de no estancarse, de no permanecer.

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