miércoles, febrero 26, 2014

EL POEMA COMO ERRANCIA por EDUARDO MILAN


El poema es un tráfico, un negocio
con lo imposible. Imposibilidad
del decir y del
nombrar, decir contra toda
evidencia, imponer una virtualidad al
mundo que suponga, por ese gesto arbitrario,
una posibilidad. Toda la poesía
contemporánea más lúcida, la que ha tenido,
desde las vanguardias en adelante
esa conciencia, se ha debatido entre la
alternativa de dar el mundo o de darse a
sí misma. Las vanguardias, con toda su
reflexión negadora de la tradición, lo que
comportaba un corte tajante respecto de
las posibles recuperaciones de momentos
estéticos del pasado, significan el
punto más alto de esa conciencia, lo que
Roland Barthes llamó “el grado cero de
la escritura”. Ese grado cero supuso un
límite en el diálogo poema/mundo. Ir
más allá, dar un paso adelante significaba
el silencio. Pero el problema ya no era
el silencio de la escritura, el abandono
de la poesía y la elección de la “realidad”
como en el conocido caso de Rimbaud
o la recurrencia a la nada como zona
final que, por una paradoja evidente,
remite a una nueva consideración del
origen como en el caso de Mallarmé.
Ambas experiencias decimonónicas no
suponían una permanencia en el límite.
Hay que esperar al siglo XX y a Samuel
Beckett para verificar la existencia de
ese límite encarnado en una realidad de
la escritura más allá de toda gestualidad.
Beckett supo mantenerse en ese
borde de una manera ejemplar, en un
ejercicio de autocontrol que le impidió
retroceder y pactar con la posibilidad de
lo decible o, del mismo modo, precipitarse
en el abismo del callar. La experiencia
de Beckett, nos guste o no, sugirió
una vuelta de tuerca al problema
poético contemporáneo: la conciencia
del no-lugar de la poesía en el mundo.
Un no-lugar que no sólo supone una
clausura metafísica del acto de poetizar
(interrogante que ya estaba planteada
en el romanticismo alemán a través de
Hölderlin con su conocida cuestión:
“¿Para qué poesía en un tiempo sin dioses?”),
sino que también plantea un problema
más grave, físico: el reconocimiento
de una no-territorialidad para el
poema, lo que convierte a todo gesto
poético en un acto de nomadismo. A partir
de ahí comienza la nueva consideración
del poeta, su consideración actual:
el poeta como errante. La errancia no sólo
es consecuencia de aquel principio de
no-identidad del poeta que formulaba
Keats, formulación que llevaba implícita,
por contradicción, la apuesta de Heidegger
por una metafísica vinculada al
territorio según la ecuación ser = lugar =
origen. La errancia es también la asunción,
por parte del poeta, del fin de la
consideración del poema como objeto, como
una cosa más en el universo de los objetos
naturales o creados, identificación
que sustentó a todo el ideal vanguardista.
Dicho de otro modo, al tan famoso y
alabado “fin de la utopía” corresponde,
en términos poéticos, el fin de la consideración
del poema como objeto. Y esto
por una razón muy sencilla: por más
aventurera que quiso ser la vanguardia
en su activación de la mecánica del cambio
permanente, su teoría estaba sostenida
por una idea cara a principios del
siglo XX: la de la relatividad einsteiniana.
La puesta en duda, la sospecha einsteiniana
de la estabilidad del universo
fue lo que posibilitó, en términos teóricos
por supuesto, el ejercicio de toda la
parafernalia vanguardista, su profundo
trastocamiento de la idea de representación.
Ya no se puede representar la figura
porque se duda de su integridad; el
objeto se parte en pedazos. El cubismo
es un buen ejemplo de esto. Pero lo que
interesa aquí es resaltar que, al depender
de una teoría de la relatividad física,
la vanguardia seguía dependiente de la
realidad. Por más rupturas que quiso
implantar no pudo quebrar el espejo
que la vinculaba al mundo objetivo-real.
Jugando con las palabras, la “autonomía
del arte” que tanto preconizó también
fue relativa. La poesía siguió a las artes
plásticas en esa dependencia: si el objeto
está descompuesto, entonces se descompone
la sintaxis, se descompone la
estructura del poema hasta descomponer
el último bastión verbal que todavía
sostenía al sentido: la palabra salta en
pedazos, la visión macrológica del mundo
que mantenía el poeta se cambia en
un ejercicio micrológico que llega hasta
la afasia en sus representantes más radicales.
Altazor, de Vicente Huidobro, o
En la masmédula, de Oliverio Girondo,
son paradigmas claros de lo que digo.
Pero por más descompuesto en sus
componentes, el poema quería todavía
un lugar, quería todavía ser mundo,
quería ser objeto.
El poema como errancia significa,
ahora sí, el fin de la dependencia de la
poesía respecto de la realidad. Sin lugar,
sólo queda al poeta derivar o, en términos
de Gilles Deleuze y Félix Guattari,
“devenir”, ser otra cosa, ir de identidad en
identidad, estar en movimiento continuo.
El poeta pierde identidad en ese vagabundeo
interminable y el poema pierde
al titular de su habla. Ya no hay identidad:
hay identidades. Ya no hay una
realidad que obedecer: hay realidades y
todas intercambiables según el punto en
que se encuentra el poeta en esta verdadera
fuga de un centro ausente. En otras
palabras, el poema se vuelve inubicable
en cualquier realidad e inubicable en
cualquier tradición, ya no puede ser situado
y por lo tanto canonizado, más
allá de su especificidad que es ese mínimo
territorio que lleva consigo. La pregunta
que se deriva de todo esto podría
ser: ¿no implica este movimiento un
gesto de renuncia radical al mundo y a
la idea de la poesía como una posibilidad
de alterar la realidad? La respuesta,
en la que personalmente creo, parece ser
la contraria: en ese perpetuo movimiento
lo que se trata de hacer es abarcar la
mayor cantidad de realidades, la mayor
cantidad de mundos. Y lo más importante:
en ese recorrido espacio-temporal
hay un deseo implícito de recuperar una
tradición. En ese efecto de anamnesis,
de “recuperar en el recuerdo”, reside la
diferencia más notable de la poesía actual
respecto a la de su pasado finisecular.
No una recuperación gratuita, un
calco del pasado o de ciertos momentos
estéticos del pasado, como si no hubiera
habido tiempo de por medio. Una recuperación
del pasado según este ahora:
una presentificación. Con esta salvedad:
la validez de ese pasado recuperado para
este presente dependerá no sólo de la
claridad teórica sino del nivel performativo,
de realización, del poeta. Esto parece
indicar que, más que el fin o la
muerte de toda idea utópica, se trata de
una entrada en una nueva utopía más
verdadera.

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