domingo, febrero 23, 2014
ESTACION SUMERGIDA por JORGE TEILLIER
Yo no estoy soñando, lo recuerdo, olvidé cómo se
soñaba;
quizás esto sea un mar, bien puede ser la tierra,
encima el cielo deshaciendo su cabellera.
Esto no es un Mar sin olas, es una lámina descolorida,
un día muerto por dagas invernales, un día fusilado
por lluvias.
De pronto lo rompen manotazos de campanas,
tictaqueos de sombras,
y se cierra como una cuchillada de trenes oxidados
devorando las cerezas maduras del sol.
Propicio tiempo para levantar cruces de barro
en el pecho de mapuches asesinados, para los
caballos crepusculares
que se extravían en las acequias.
Ya lo sé, debo escaparme de los ahogados que
flotan en los pozos,
voy a beber grandes tragos de poemas silvestres
veo desde el umbral al atardecer mordiendo plazas,
aferrándose gelatinosamente a los tejados rotos,
hasta caer junto a muchachas desfloradas en
graneros solitarios
a las antiguas bodegas de la noche.
Pálidamente las horas se reúnen a jugar a las cartas
en torno a la mesa de los días,
desconozco el tren que me dejó entre ellas,
viéndolas alimentarse de cantos estrangulados,
persiguiendo a mis amigos, arrastrándolos en el río
del tedio.
Yo no sueño, todo cuanto veo es cierto, ellos pasan
del brazo de mujeres desdentadas, riendo largamente.
Una ola invade mi habitación, recuerdo a mi vecina
cantando hasta que el cielo le llenaba las manos de
azul,
yo no besé esas manos, yo tenía al viento cordillerano
arañándome, y la muerte oculta tras viejas y
profundas fotografías.
Aferrado a un puente de madera,
inclinado sobre las venas turbias de la noche
pasan botellas vacías, libros oxidados de relecturas,
el barrio de las prostitutas pobres
donde cierro los labios por no decir mi nombre.
No es nada esto, sólo que a veces siento temor de
saber quién soy verdaderamente.
Me gustaría despertar con los labios húmedos
como después de los largos besos de las sabias primas,
como si estuviese tomando café servido por mis
hermanas.
Pero si abro los ojos también estaré sumergido,
pues la lluvia hace girar su pausado gramófono,
mientras hay un nevar de alas deshechas por los días,
velorios humedecidos de vino, y esta mano helada
en mi garganta,
helada como parroquias y confesionarios que no se
desprende,
si la pudiese deshacer un brillar de días felices.
Ahora lo sé, he estado siempre despierto,
mirando silenciosamente la estación sumergida
donde los huesos de las nubes hilachean los árboles.
Alguien me debe esperar -quizás algunos muertos-
pues voy hacia las chimeneas rústicas, los
aserraderos vacíos,
las grandes, prestigiosas casas sureñas
venidas abajo
corno flores destrozadas por los duros dientes del
olvido,
y busco el sol en los huertos cuyos párpados lo
esconden.
Todo me espera en la estación sumergida, nuevamente,
en la empapada de malezas, la crecida de sueños
angustiados y torvos,
mientras el tiempo detenido cierra sus pesados
portones
y confusamente respira en el mar del invierno.
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