sábado, agosto 01, 2015

NACIMIENTO, VIDA Y MUERTE DE UN PERIÓDICO UNDERGROUND por CHARLES BUKOWSKI


Hubo unas cuantas reuniones en casa de Joe Hyans al principio, y yo solía aparecer borracho, así que no recuerdo mucho de los principios de Open Pussy, el periódico underground, y sólo por lo que más tarde me contaron supe cómo fue. O más bien, lo que yo había hecho.
Hyans: «Dijiste que limpiarías todo esto y que empezarías por el tipo de la silla de ruedas. Entonces él empezó a chillar y la gente empezó a irse y tú le pegaste un botellazo en la cabeza».
Cherry (esposa de Hyans): «Te negaste a marchar y bebiste un botella entera de whisky y no parabas de decirme que ibas a joderme allí mismo contra la librería».
—¿Lo hice?
—No.
—Bueno, espera a la próxima vez.
Hyans: «Escucha, Bukowski, intentamos organizarnos y tú lo único que haces es estropearlo todo. ¡Eres el borracho más repugnante que he visto en mi vida!».
—De acuerdo, me largo. Por mí podéis joderos. ¿A quién le importan los periódicos?
—No, queremos que hagas una columna. Te consideramos el mejor escritor de Los Angeles.
Alcé mi copa.
—¡Es un insulto hijoputesco! ¡No vine aquí a que me insultaran!
—Bueno, quizá seas el mejor escritor de California.
—¡Qué dices! ¡Aún sigues insultándome!
—En fin, queremos que hagas una columna.
—Soy un poeta.
—¿Qué diferencia hay entre poesía y prosa?
—La poesía dice demasiado en demasiado poco tiempo; la prosa dice demasiado poco y se toma demasiado tiempo.
—Queremos una columna para Open Pussy.
—Sírveme un trago y de acuerdo.
Hyans me lo sirvió. Yo estaba de acuerdo. Terminé el trago y me fui a mi patio barriobajero, considerando el error que estaba cometiendo. Tenía casi cincuenta y andaba haciendo el tonto con aquellos chavales melenudos y barbudos. ¡Oh qué alucinante, papi, qué alucinante! Guerra es mierda. Guerra es infierno. Jode, no luches. Hace cincuenta años que sé todo eso. Para mí no fue tan emocionante ni tan interesante. Oh, y no se olvide la yerba. La mandanga. ¡Alucinante, niño!
Encontré una pinta de whisky en casa, la bebí, luego bebí cuatro latas de cerveza y escribí la primera columna. Era sobre una puta de ciento veinte kilos que me había tirado una vez en Filadelfia. Era una buena columna. Corregí los errores mecanográficos, la envié y me fui a dormir...
El asunto empezó en la planta baja de la casa que había alquilado Hyans. Había algunos voluntarios medio memos y la cosa era nueva y todos estaban emocionados menos yo. Me dediqué a perseguir a las mujeres, pero todas parecían y actuaban igual: todas tenían diecinueve años, pelo rubio sucio, culo pequeño, pecho pequeño; eran tontuelas y aturdidas, y, en cierto modo, engreídas sin saber bien por qué. Cuando posaba mis manos borrachas sobre ellas se quedaban absolutamente frías. Absolutamente.
—¡Mira, abuelo, lo único que quiero que levantes es una bandera norvietnamita!
—¡Pero de todos modos tu coño probablemente apeste!
—¡Oh, qué viejo sucio! ¡Eres realmente... repugnante!
Y luego se alejaban meneando sus deliciosos culitos de manzana, llevando sólo en la mano (en vez de mi amoroso corazón púrpura) algún tebeo juvenil en el que los policías atizaban a los chicos y se llevaban sus chupachups en el Sunset Strip. Allí estaba yo, el mejor poeta vivo desde Auden y sin ni siquiera poder darle por el culo a un perro...
El periódico se hizo demasiado grande. O a Cherry le preocupaba el que yo anduviese por allí borracho en el sofá, atisbando a su hijita de cinco años. Cuando la cosa se puso mal de veras fue cuando la hija empezó a sentárseme en las rodillas y a mirarme a la cara frotándose contra mí, diciendo:
—Me gustas, Bukowski. Cuéntame cosas. ¿Quieres que te traiga otra cerveza, Bukowski?
—¡Deprisa, querida!
Cherry: «Escucha, Bukowski, haz el favor de...».
—Cherry, los niños me aman. Yo qué voy a hacer.
La niñita, Zaza, volvió corriendo con la cerveza y volvió a sentarse en mis rodillas. Abrí la cerveza.
—Me gustas, Bukowski. Cuéntame un cuento.
—De acuerdo, bonita. Bueno, érase una vez un viejo y una encantadora niñita que se perdieron juntos en el bosque...
Cherry: «Oye, viejo lascivo...».
—Cállate, Cherry, ¡tienes el alma sucia!
Cherry corrió escaleras arriba a buscar a Hyans que estaba echando una cagada.
—¡Joe, Joe, tenemos que trasladar el periódico a otro sitio! ¡Te lo digo en serio!
Encontraron un edificio libre enfrente, de dos plantas, y una medianoche que estaba bebiendo vino de Oporto le sujeté la linterna a Joe mientras él abría la caja telefónica que había a un costado de la casa y modificaba los cables para poder disponer de teléfono interiores sin cargo. Por entonces, sólo había otro periódico underground en Los Angeles y acusó a Joe de robar una copia de su lista de direcciones. Yo sabía, por supuesto, que Joe tenía su moral y sus escrúpulos y sus ideales: por eso dejó de trabajar para el gran diario metropolitano. Por eso dejó de trabajar para el otro periódico underground. Joe era una especie de Cristo. De eso no había duda.
—Sostén bien la linterna —decía...
Por la mañana sonó el teléfono en mi casa. Era mi amigo Mongo, el Gigante de la Nube Eterna.
—¿Hank?
—¿Sí?
—Cherry se fue anoche.
—¿Sí?
—Tenía esa lista de direcciones. Estaba muy nerviosa. Quería que la escondiera yo. Dijo que Jensen anda tras la pista. La metí en la bodega debajo de un montón de bocetos a tinta china que hizo Jimmy el Enano antes de morir.
—¿Te la tiraste?
—¿Para qué? Sólo tiene huesos. Sus costillas me destrozarían.
—Pues te tiraste a Jimmy el Enano y sólo pesaba treinta y cinco kilos, cabrón.
—Pero tenía gancho.
—¿Sí?
—Sí.
Colgué...
Durante los cuatro o cinco números siguientes, Open Pussy salió con frases como éstas: «NOS ENCANTA LOS ANGELES FREE PRESS», «OH, NOS ENCANTA LOS ANGELES FREE PRESS», «NOS ENCANTA, NOS CHIFLA, NOS ENTUSIASMA LOS ANGELES FREE PRESS». Debía ser verdad. Tenían su lista de direcciones.
Uno noche Jensen y Joe cenaron juntos. Joe me explicó más tarde que todo iba ya «perfectamente». No sé quién jodió a quién o lo que pasó por debajo de la mesa. No me importaba...
Y pronto descubrí que tenía otros lectores lo que yo escribía, además de los barbudos y los encollarados...
En Los Angeles, el nuevo Edificio Federal se eleva, todo alto cristal, moderno y absurdo, con sus kafkianas series de oficinas, todas ellas provistas de su poquito de burocracia personal; todo alimentándose de todo y palpitando en una especie de calor y torpeza gusano-en-la-manzana. Pagué mis cuarenta y cinco centavos por medía hora de aparcamiento, o más bien me dieron un billete de tiempo por esa cantidad, y entré en el Edificio Federal, que tenía murales en el vestíbulo como Diego Rivera hubiese hecho si le hubiesen extirpado nueve décimas partes de su sensibilidad: marinos norteamericanos e indios y soldados sonrientes, procurando parecer nobles, en amarillos baratos y repugnantes y podridos verdes y azules meones.
Me llamaban a personal. Sabía que era para un ascenso. Cogieron la carta y me congelaron en el duro asiento durante cuarenta y cinco minutos. Formaba parte de la vieja rutina: tú tienes mierda en los intestinos y nosotros no. Afortunadamente, por pasadas experiencias, leí el verrugoso anuncio, y me quedé allí pensando cómo resultarían en la cama las chicas que pasaban, o con las piernas alzadas o cogiéndomela en la boca. Pronto me encontré con un cosa inmensa entre las piernas (bueno, inmensa para mí) y hube de clavar los ojos en el suelo.
Por fin me llamaron, una negra muy negra y grácil y bien vestida y agradable, con mucha clase e incluso cierta recámara, cuya sonrisa decía que sabía muy bien que me iban a joder, pero que insinuaba también que no le importaría hacerme un favor. Esto facilitaba las cosas. No es que fuera importante.
Y entré.
—Coja una silla.
Hombre detrás de la mesa. La misma mierda de siempre. Me senté.
—¿Mr. Bukowski?
—Sí.
Me dijo su nombre. No me interesaba.
Se echó hacia atrás, me miró fijamente desde su silla giratoria.
Estoy seguro de que esperaba a alguien más joven y de mejor aspecto, más vistoso, de aire más inteligente, de aire más traicionero... Yo era simplemente un viejo cansado, indiferente, con resaca. El era un poco canoso y distinguido, si entiendes el tipo de distinguido a que me refiero. Jamás arrancó remolachas de la tierra con una pandilla de emigrantes mejicanos ni estuvo en la cárcel por borrachera quince o veinte veces. Ni recogió limones a las seis de la mañana sin camisa, porque sabes que al mediodía hará más de cuarenta grados. Sólo los pobres saben lo que significa la vida: los ricos y aposentados tienen que imaginarlo. Luego, curiosamente, empecé a pensar en los chinos. Rusia se había suavizado. Quizá sólo los chinos supiesen, por subir desde el fondo, cansados de mierda blanda. Pero entonces no tenía ideas políticas, todo esto eran cuentos: la historia nos jodía a todos al final. Yo me adelantaba a mi época: cocido, jodido, machacado, no quedaba nada.
—¿Mr. Bukowski?
—¿Sí?
—Bueno, hemos recibido un informe...
—Sí. Adelante.
—...en el que nos dicen que usted no está casado con la madre de su hija.
Le imaginé entonces decorando un árbol de Navidad con una copa en la mano.
—Así es. No estoy casado con la madre de mi hija, que tiene cuatro años.
—¿Paga usted los gastos de manutención de la niña?
—Sí.
—¿Cuánto?
—No tengo por qué decírselo.
Se echó hacia atrás de nuevo.
—Debe usted comprender que los que servimos al gobierno debemos observar ciertas normas.
Como en realidad no me sentía culpable de nada, no contesté.
Esperé.
Oh, ¿dónde estáis vosotros, muchachos? ¿Dónde estás tú, Kafka? ¿Y tú, Lorca, fusilado en una cuneta, dónde estás? Hemingway, clamando que le vigilaba la CIA y sin que nadie lo creyera, salvo yo...
Entonces, el canoso y anciano y distinguido y bien descansado señor que jamás había arrancado remolachas de la tierra, se giró y buscó en un bien barnizado armarito que tenía detrás y sacó seis o siete ejemplares de Open Pussy.
Los tiró sobre la mesa como si fuesen apestosos, humeantes y violados cagarros. Los palmeó con una de aquellas manos que jamás habían recogido limones.
—Nos vemos obligados a creer que usted es el autor de estas columnas: Notas de un viejo asqueroso.
—Sí.
—¿Qué tiene que decir de estas columnas?
—Nada.
—¿Llama usted a esto escribir?
—Lo hago lo mejor que puedo.
—Pues bien, yo mantengo a dos hijos que estudian periodismo en la mejor universidad, y ESPERO...
Palmeó las hojas, las apestosas hojas cerotescas, con la palma de su anillada mano que nada sabía de fábricas o cárceles y dijo:
—¡Espero que mis hijos no escriban jamás como USTED!
—No lo harán —le prometí.
—Mr. Bukowski, creo que la entrevista ha concluido.
—Sí —dije, y encendí un cigarrillo, me levanté, rasqué mí panza cervecera y salí.
La segunda entrevista fue antes de lo que yo esperaba. Estaba plenamente entregado (por supuesto) a una de mis importantes tareas subalternas cuando el altavoz bramó: «¡Henry Charles Bukowski, preséntese en la oficina del supervisor de turno!».
Abandoné mi importante tarea, cogí una hoja de ruta que me dio el carcelero local y pasé a la oficina. El secretario del supervisor, un anciano pellejo canoso, me miró de arriba abajo.
—¿Es usted Charles Bukowski? —me preguntó, muy desilusionado.
—Sí, amigo.
—Sígame, por favor.
Le seguí. Era un edificio grande. Bajamos varios tramos de escaleras y rodeamos luego un largo vestíbulo y entramos en una gran estancia a oscuras que daba a otra gran estancia aún más a oscuras. Allí había dos hombres sentados al fondo de una mesa que debía medir por lo menos veinticinco metros. Estaban sentados bajo una solitaria lámpara. Y al fondo de la mesa había una sola silla: para mí.
—Puede usted pasar —dijo el secretario. Y luego se esfumó.
Entré. Los dos hombres se levantaron. Y allí quedamos bajo una lámpara en la oscuridad. Pensé en asesinatos, no sé por qué razón.
Luego pensé, esto son los Estados Unidos, papi, Hitler ha muerto. ¿O no?
—¿Bukowski?
—Sí.
Los dos me estrecharon la mano.
—Siéntese.
Alucinante, amigo:
—Este es el señor... de Washington —dijo el otro tipo que era uno de los grandes cagarros perrunos del lugar.
Yo no dije nada. Era una lámpara bonita. ¿Hecha con piel humana?
El que habló fue Mr. Washington. Llevaba una carpeta con unos cuantos papeles.
—Bien, Mr. Bukowski...
—¿Sí?
—Tiene usted cuarenta y ocho años y lleva once trabajando para el gobierno de los Estados Unidos.
—Sí.
—Estuvo usted casado con su primera esposa dos años y medio. Luego se divorció y se casó con su esposa actual, ¿cuándo? Querríamos saber la fecha.
—No hay fecha. No me casé.
—¿Tienen ustedes una hija?
—Sí.
—¿De qué edad?
—Cuatro años.
—¿Y no están casados?
—No.
—¿Paga usted la manutención de la niña?
—Sí.
—¿Cuánto?
—Lo normal.
Entonces retrocedió y nos sentamos. Estuvimos los tres sin decir nada por lo menos cuatro o cinco minutos.
Luego aparecieron los ejemplares del periódico underground Open Pussy.
—¿Escribe usted estas columnas, Notas de un viejo asqueroso? —preguntó Mr. Washington.
—Sí.
Entregó un ejemplar a Mr. Los Angeles.
—¿Ha visto usted éste?
—No, no, no lo he visto.
Cruzando la cabecera de la columna, caminaba una polla con piernas. Una andarina e inmensa INMENSA polla con piernas. La columna hablaba de un amigo mío al que le había dado por el culo por error, estando borracho, por creerme que era una de mis amigas. Me llevó dos semanas obligar a mi amigo a dejar mi casa. Era una historia auténtica.
—¿Llama a esto escribir? —preguntó el señor Washington.
—No sé si está bien escrito, pero la historia me pareció muy divertida. ¿A usted no le hizo gracia?
—Pero esta... esta ilustración de la cabecera? ¿Qué me dice de esto?
—¿La polla que anda?
—Sí.
—No la dibujé yo.
—¿No tiene usted nada que ver con la selección de las ilustraciones?
—El periódico se compone los martes por la noche.
— ¿Y no está usted allí los martes por la noche?
—Tendría que estar, sí.
Esperaron un rato, ojeando Open Pussy, leyendo mis columnas.
—Sabe —dijo Mr. Washington, palmeando de nuevo los Open Pussies—, no habría habido problema si hubiese seguido usted escribiendo poesía, pero cuando empezó usted a escribir estas cosas...
Volvió a palmear los Open Pussies.
Esperé dos minutos treinta segundos. Luego pregunté:
—¿Hemos de considerar que los funcionarios de correos son los nuevos críticos literarios?
—Oh, no, no —dijo Mr. Washington—. No queremos decir eso.
Seguí allí sentado, esperando.
—Pero se espera determinada conducta de un empleado de correos. Usted está a la vista del público. Tiene que ser un modelo de conducta ejemplar.
—Pues yo creo —dije— que está usted amenazando mi libertad de expresión con una consecuente pérdida de mi empleo. Quizá le interesa eso a la A.C.L.U.
(American Civil Liberties Union (Sindicato de libertades civiles norteamericano).
—Preferiríamos que no escribiese usted la columna.
—Caballeros, llega un momento en la vida del hombre en que éste tiene que elegir entre escapar o plantar cara. Yo elijo plantar cara.
Su silencio.
Espera.
Espera.
Barajeo de los Open Pussies.
Luego Mr. Washington:
—¿Mr. Bukowski?
—¿Sí?
—¿Va a escribir usted más columnas sobre la administración de correos?
Había escrito una sobre ellos que consideraba más humorística que degradante... pero en fin, quizá mi mente no funcionase como era debido.
Les dejé tomarse su tiempo. Luego contesté:
—No, si no me obligan a hacerlo.
Entonces esperaron ellos. Era una especie de partida de ajedrez-interrogatorio en la que estabas esperando a que el otro hiciese el movimiento equivocado: desbaratase peones, alfiles, caballos, rey, reina, sus fuerzas. (Y entretanto, mientras tú lees esto, allá se va mi maldito trabajo. Alucinante, niño. Pueden enviar dólares para cerveza y coronas de flores al Fondo de Rehabilitación de Charles Bukowski...)
Mr. Washington se levantó.
Mr. Los Angeles se levantó.
Mr. Charles Bukowski se levantó.
Mr. Washington dijo: «Creo que la entrevista ha terminado».
Nos estrechamos todos las manos como serpientes enloquecidas por el sol.
Mr. Washington dijo: «Y, por favor, no se tire de ningún puente...».
(Extraño: ni siquiera se me había ocurrido.)
—...llevábamos diez años sin tener un caso así.
(¿Diez años? ¿quién habría sido el último pobre mamón?)
—¿Sí? —pregunté.
—Mr. Bukowski —dijo Mr. Los Angeles—. Vuelva a su puesto.
Pasé un rato inquieto (¿o mejor inquietante?) intentando dar con la ruta de vuelta hasta la zona de trabajo por aquel subterráneo laberinto kafkiano y, cuando conseguí llegar, todos mis subnormales compañeros de trabajo (un buen atajo de cabrones) empezaron a gorjearme:
—¿Dónde has estado, muchacho?
—¿Qué querían, viejo?
—¿Te liquidaste a otra chica negra, papaíto?
Les di SILENCIO. Uno aprende del queridísimo Tío Sam.
Siguieron cotorreando y chismorreando y frotándose sus ojetes mentales. Estaban asustados de veras. Yo era el Viejo Frío y si eran capaces de liquidar al Viejo Frío, serían capaces de liquidar a cualquiera.
—Querían hacerme jefe de oficina —les dije.
—¿Y qué pasó, viejo?
—Les mandé a la mierda.
El capataz del pasillo pasó y todos le rindieron la adecuada pleitesía, salvo yo, yo, Bukowski, yo encendí un cigarrillo con un lindo floreo, tiré la cerilla al suelo y me puse a mirar al techo como si tuviese grandes y maravillosos pensamientos. Era cuento. Tenía la mente en blanco. Lo único que quería era una media pinta de Grandad y seis o siete buenas cervezas frías...
El jodido periódico creció, o pareció crecer, y se trasladó a un edificio de Melrose. Me fastidiaba siempre ir allí con mis originales, sin embargo, porque todos eran muy mierdas, muy mierdas y muy presumidos y no valían gran cosa, en fin. Nada cambiaba. La evolución histórica del Hombre-bestia es muy lenta. Eran como los mierdas que me encontré cuando entré en la redacción del periódico del City College de Los Angeles en 1939 o 1940, los mismos muñequitos petulantes con sombreritos de papel de periódico en la cabeza que escribían tonterías y estupideces. Se hacían los importantes... no eran lo bastante humanos para reconocer tu presencia. La gente del periódico siempre fue lo más bajo de la especie; los miserables que recogían las compresas de las mujeres en los retretes, tenían más alma... sí, no hay duda.
Cuando vi a aquellos tipos, a aquellos freaks de universidad, me largué, para no volver.
Ahora. Open Pussy. Veintiocho años después.
En mi mano las hojas. Allí en la mesa, Cherry. Cherry hablaba por teléfono. Muy importante. Silencio. O Cherry no estaba al teléfono. Escribía algo en un papel. Silencio. La misma vieja mierda de siempre. Treinta años no habían significado nada. Y Joe Hyans corriendo por allí, haciendo grandes cosas, subiendo y bajando las escaleras. Tenía un cuartito arriba. Un lugar íntimo, claro. Y tenía a un pobre mierda en un cuarto trasero con él allí donde Joe pudiera vigilarle, disponiendo las cosas para imprimir en la IBM. Le daba al pobre mierda treinta y cinco a la semana por sesenta horas de trabajo y el pobre mierda estaba contento, con su barba y sus encantadores ojos soñolientos, y el pobre mierda preparaba aquel patético periódico de tercera fila. Mientras los Beatles tocaban a todo volumen por el intercom y el teléfono sonaba sin parar, Joe Hyans, director, estaba siempre CAMINO DE ALGÚN SITIO IMPORTANTE. Pero cuando leías el periódico a la semana siguiente te preguntabas dónde habría estado. Allí no estaba.
Open Pussy siguió saliendo un tiempo. Mis columnas siguieron siendo buenas, pero el periódico en sí no valía gran cosa. Olía a coño4 muerto...
El equipo se reunía algún que otro viernes por la noche. Fui algunas veces. Y después de ver los resultados, no volví a ir. Si el periódico quería vivir, que viviese. Me mantuve al margen y me limité a echar mi material por debajo de la puerta en un sobre.
Entonces Hyans me llamó por teléfono:
—Se me ha ocurrido una idea. Quiero que me reúnas a los mejores poetas y prosistas que conozcas para sacar un suplemento literario.
Lo preparé todo. El lo editó. Y la bofia le metió en chirona por «obscenidad».
Pero era un buen tío. Le llamé por teléfono.
—¿Hyans?
—¿Sí?
—Ya que te metieron en la cárcel por ese asunto, te haré la columna gratis. Los diez dólares que me pagabas, que vayan al fondo de defensa de Open Pussy.
—Muchísimas gracias —dijo él.
Y así consiguió gratis al mejor escritor de Norteamérica...
Luego Cherry me telefoneó una noche.
—¿Por qué no vienes ya a nuestras reuniones de redacción? Todos te echamos muchísimo de menos.
—¿Qué? ¿Qué demonios dices, Cherry? ¿Me echas de menos?
—No, Hank, no sólo yo. Todos te queremos. De veras. Ven a nuestra próxima reunión.
—Lo pensaré.
—Estará muerta sin ti.
—Y muerta conmigo.
—Te queremos, viejo.
—Lo pensaré, Cherry.
Así pues, aparecí. El propio Hyans me había dado la idea de que como era el primer aniversario de Open Pussy, habría vino, jodienda, vida y amor a raudales.
Pero lleno de grandes esperanzas y con la idea de ver a la gente jodiendo por el suelo amando desatadamente, sólo vi a todas aquellas criaturitas del amor trabajando afanosamente. Me recordaban muchísimo, tan encorvados y desvaídos, a las ancianitas que trabajaban a destajo y a las que yo solía entregar ropa, abriéndome camino hasta allí en ascensores manuales todos llenos de ratas y hedores, de cien años, destajistas orgullosas y muertas y neuróticas como todos los infiernos, trabajando, trabajando, para hacer millonario a alguien... En Nueva York, en Filadelfia, en San Luis.
Y aquéllos, trabajaban sin salario por Open Pussy. Y allí estaba Joe Hyans, con su aspecto algo brutal y tosco paseando detrás de ellos, las manos a la espalda, controlando que cada voluntario cumpliese perfectamente su deber.
—¡Hyans! ¡Hyans, eres un asqueroso gilipollas! —grité al entrar—. Estás dirigiendo un mercado de esclavos, eres un miserable esclavista. ¡Pides a la policía y a Washington justicia y eres un cerdo mucho mayor que todos ellos! ¡Eres Hitler multiplicado por cien, bastardo esclavista! ¡Hablas de atrocidades y luego las repites tú mismo! ¿A quién coño crees que estás engañando, gilipollas? ¿Quién coño te crees que eres?
Afortunadamente para Hyans, el resto del equipo estaba muy acostumbrado a mí y pensaban que lo que yo dijese serían tonterías y que Hyans defendía la Verdad.
Hyans se acercó y me puso una grapadora en la mano.
—Siéntate —dijo—. Intentamos aumentar la circulación. Siéntate y grapa uno de estos anuncios verdes en cada periódico. Enviamos los ejemplares que sobran a posibles suscriptores...
El condenado Hyans, el Niño-Amor-Libertad, utilizando los métodos de las multinacionales para comer el coco al prójimo. Con el cerebro absolutamente lavado.
Por fin se acercó y me cogió la grapadora de la mano.
—Vas muy despacio.
—Vete a tomar por el culo, gilipollas. Iba a haber champán aquí. Y me das grapas…
—¡Eh, Eddie!
Llamó a otro miembro del equipo de esclavos: cara chupada, brazos de alambre, patético. El pobre Eddie andaba muriéndose de hambre. Todos andaban muriéndose de hambre por la causa. Salvo Hyans y su mujer, que vivían en una casa de dos plantas y mandaban a uno de sus hijos a un colegio privado, y luego estaba el viejo papá allá en Cleveland, uno de los cabezas tiesas del Plain Dealer, con más dinero que ninguna otra cosa.
Así, Hyans me echó y también a un tipo con una pequeña hélice en el pico de una gorra tipo casquete, Adorable Doctor Stanley, creo que se llamaba, y también a la mujer del Adorable Doctor, y cuando los tres salíamos por la puerta de atrás muy tranquilamente, compartiendo una botella de vino barato, llegó la voz de Joe Hyans.
—¡Y largaos de aquí, y no volváis ninguno nunca, pero no me refiero a ti, Bukowski!
Pobre gilipollas, qué bien sabía lo que mantenía en pie el periódico.
Luego intervino otra vez la policía. Esta vez por publicar la foto del coño de una mujer. También esta vez, como siempre, estaba comprometido Hyans. Quería aumentar la circulación, por cualquier medio, o liquidar el periódico y largarse. Al parecer era un tornillo que no podía manipular adecuadamente y se apretaba cada vez más. Sólo los que trabajaban gratis o por treinta y cinco dólares a la semana, parecían tener algún interés por el periódico. Pero Hyans consiguió tirarse a un par de las voluntarias más jóvenes, así que por lo menos no perdió el tiempo.
—¿Por qué no dejas tu cochino trabajo y vienes a trabajar con nosotros? —me preguntó Hyans.
—¿Por cuánto?
—Cuarenta y cinco dólares a la semana. Eso incluye tu columna. Distribuirías además por los buzones el miércoles por la noche, en tu coche, yo pagaría la gasolina, y escribirías también encargos especiales. De once de la mañana a siete y media de la tarde, viernes y sábados libres.
—Lo pensaré.
Vino de Cleveland el papá de Hyans. Nos emborrachamos juntos en casa de Hyans. Hyans y Cherry parecían muy desgraciados con papá. Y papá le daba al whisky. A él no le iba la yerba. Yo también le di al whisky. Bebimos toda la noche.
—Bueno, el modo de librarse de la Free Press es liquidar sus puntos de apoyo, echar de las calles a los vendedores, detener a unos cuantos cabecillas. Eso era lo que hacíamos en los viejos tiempos. Tengo dinero, puedo contratar a unos cuantos hampones, que sean unos buenos hijos de puta. Puedo contratar a Bukowski.
—¡Maldita sea! —chilló el joven Hyans—. ¡No quiero que me sueltes toda tu mierda, comprendes!
—¿Qué piensas tú de mi idea, Bukowski? —me preguntó papá.
—Creo que es una buena idea. Pasa la botella.
—¡Bukowski está loco! —chilló Joe Hyans.
—Tú publicas su columna —dijo papá.
—Es el mejor escritor de California —dijo el joven Hyans.
—El mejor escritor loco de California —corregí yo.
—Hijo —continuó papá—, tengo mucho dinero. Quiero que salga adelante tu periódico. Lo único que tenemos que hacer es detener a unos cuantos...
—No. No. ¡No! —chilló Joe Hyans—. ¡No lo soportaré!
Y salió corriendo de la casa. Qué hombre maravilloso era Joe Hyans. Salió corriendo de la casa. Me serví otro trago y le dije a Cherry que iba a joderla allí mismo contra la librería. Papá dijo que después le tocaba a él. Cherry nos insultó mientras Joe Hyans escapaba en la calle con su sensibilidad...
El periódico siguió, saliendo más o menos una vez por semana. Luego llegó el juicio de la foto del coño.
El fiscal preguntó a Hyans:
—¿Se opondría usted a la copulación oral en las escaleras del ayuntamiento?
—No —dijo Joe—, pero probablemente habría un atasco de tráfico.
Oh Joe, pensé, qué mal lo hiciste. Deberías haber dicho: «Para copulación oral preferiría el interior del ayuntamiento, donde suele hacerse normalmente».
Cuando el juez preguntó al abogado de Hyans qué sentido tenía la foto del órgano sexual femenino, el abogado de Hyans contestó:
—Bueno, es sencillamente lo que es. Es lo que es, amigo.
Perdieron el juicio, claro, y apelaron.
—Una provocación —dijo Joe Hyans a los pocos medios de información que se preocuparon—. No es más que una provocación policial.
Qué hombre inteligente era Joe Hyans...
La siguiente noticia que me llegó de Joe Hyans fue por teléfono:
—Bukowski, acabo de comprarme un revólver. Ciento doce dólares. Una bonita arma. Voy a matar a un hombre.
—¿Dónde estás ahora?
—En el bar, junto al periódico.
—Voy para allá.
Cuando llegué estaba paseando delante del bar.
—Vamos —dijo—. Te invito a una cerveza.
—Nos sentamos. Aquello estaba lleno. Hyans hablaba muy alto. Podían oírle en Santa Mónica.
—¡Voy a aplastarle los sesos contra la pared...! ¡Voy a matar a ese hijo de puta!
—¿Pero quién es, muchacho? ¿Por qué quieres matarle?
Miraba fijo al frente.
—Vamos, amigo, ¿Por qué quieres matar a ese hijo de puta, dime?
—¡Está jodiéndose a mi mujer, por eso!
—Oooh.
Siguió mirando al frente fijamente un poco más. Era como una película. Ni siquiera tan bueno como una película.
—Es una bonita arma —dijo Joe—. Se coloca en esta pequeña abrazadera. Dispara diez tiros. Fuego rápido. ¡Acabaré con ese cabrón!
Joe Hyans.
Aquel hombre maravilloso de la gran barba pelirroja.
Alucinante, sí.
En fin, de todos modos, le pregunté:
—¿Y qué me dices de todos esos artículos antibélicos que has publicado? ¿Y qué me dices del amor? ¿Qué fue de todo eso?
—Vamos, vamos, Bukowski, tú nunca te has creído toda esa mierda pacifista...
—Bueno, no sé, en fin... creo que no exactamente.
—Le dije a ese tipo que iba matarle si no se largaba, y entro y allí está sentado en el sofá en mi propia casa. ¿Qué harías tú, dime?
—Estás convirtiendo esto en cuestión de propiedad privada. ¿No comprendes? Mándalo al carajo. Olvídalo. Lárgate. Déjales allí juntos.
—¿Eso es lo que has hecho tú?
—A partir de los treinta años, siempre. Y después de los cuarenta, resulta aún más fácil. Pero entre los veinte y los treinta me sacaba de quicio. Las primeras quemaduras son las peores.
—¡Pues yo voy a matar a ese hijo de puta! ¡Voy a volarle la tapa de los sesos!
Todo el bar escuchaba. Amor, nene, amor.
—Salgamos de aquí —le dije.
Después de cruzar la puerta del bar, Hyans cayó de rodillas y se puso a gritar, un largo grito leche cuajada de cuatro minutos. Debían oírle en Detroit. Le levanté y le llevé a mi coche. Cuando llegó a la puerta agarró el manillar, cayó de rodillas y lanzó otro aullido hasta Detroit. Cherry le tenía enganchado, pobre imbécil. Le levanté, le metí en su asiento, entré por el otro lado, enfilé hacia el norte camino de Sunset y luego al este a lo largo de Sunset y en la señal, roja, entre Sunset y Vermont, lanzó otro. Yo encendí un puro. Los otros conductores miraban espantados cómo lloraba aquel pelirrojo barbudo.
Pensé, no va a parar. Tendré que atizarle.
Pero luego al ponerse verde el disco, lo dio por terminado y salimos de allí. Seguía gimiendo. Yo no sabía qué decir. No había nada que decir. Pensé, le llevaré a ver a Mongo el Gigante de la Nube Eterna. Mongo está lleno de mierda. Quizá pueda volcar alguna mierda en Hyans. Yo llevaba cuatro años sin vivir con una mujer. Estaba ya demasiado alejado del asunto para verlo con claridad.
La próxima vez que chille, pensé, le atizaré. No puedo soportar otro chillido de ésos.
—¡Eh! ¿Adonde vamos?
—A ver a Mongo.
—¡Oh, no! ¡Mongo no! ¡Odio a ese tío! ¡No hará más que reírse de mí! ¡Es un hijoputa de lo más cruel!
Era verdad. Mongo era inteligente pero cruel. No serviría de nada ir allí. Y yo tampoco podía hacer nada. Seguimos.
—Escucha —dijo Hyans—, por aquí vive una amiga mía. Un par de manzanas al norte. Déjame allí. Ella me comprende.
Giré hacia el norte.
—Oye —dije—, no te cargues al tío.
—¿Por qué?
—Porque eres el único capaz de publicar mi columna.
Le llevé hasta allí, le dejé, esperé hasta que abrieron la puerta y luego me fui.
Unas buenas cachas le suavizarían, sin duda. Yo también las necesitaba...
La siguiente noticia que tuve de Hyans fue que se había mudado de casa.
—No podía soportarlo más. En fin, la otra noche me di una ducha, me disponía a echar un polvo con ella, quería meter un poco de vida en sus huesos y, ¿sabes lo que hizo?
—¿Qué?
—Cuando yo entré escapó corriendo y se largó de casa. La muy zorra.
—Escucha, Hyans, conozco el juego. No puedo hablar contra Cherry porque en seguida estaréis juntos otra vez y entonces recordarás todas las porquerías que dijera de ella.
—Nunca volveré.
—Bah, bah.
—He decidido no matar a ese cabrón.
—Bien.
—Voy a desafiarle a un combate de boxeo. Con todas las reglas del ring. Arbitro, ring, guantes y todo.
—Me parece muy bien —dije.
Dos toros luchando por la vaca. Por aquella vaca huesuda, además. Pero en Norteamérica los perdedores se llevan a menudo la vaca. ¿Instinto maternal? ¿Mejor cartera? ¿Polla mayor? Dios sabe qué...
Hyans, mientras se volvía loco, alquiló a un tipo de pipa y pajarita para llevar el periódico. Pero era evidente que Open Pussy andaba por su último polvo. Y nadie se preocupaba por la gente de los veinticinco o treinta dólares por semana y de la ayuda gratuita. Ellos disfrutaban con el periódico. No era muy bueno, pero tampoco era muy malo. En fin, estaba mi columna: Notas de un viejo asqueroso.
Y pipa y pajarita dirigió el periódico. No había diferencia. Y entretanto, yo no hacía más que oír: «Joe y Cherry andan juntos de nuevo. Joe y Cherry se separan otra vez. Joe y Cherry están otra vez juntos. Joe y Cherry...».
Luego, una cruda y triste noche de miércoles salí a un quiosco a comprar un ejemplar de Open Pussy. Había escrito una de mis mejores columnas y quería ver si tenían el valor de publicarla. En el quiosco había el número de la semana anterior. Lo olí en el aire azul muerte. El juego había terminado. Compré bebida en abundancia y volví a casa y bebí por el difunto. Siempre preparado para el final, no lo estaba cuando llegó. Quité el cartel de la pared y lo tiré a la basura. «OPEN PUSSY. REVISTA SEMANAL DEL RENACIMIENTO DE LOS ANGELES.»
El gobierno ya no tendría que preocuparse. Yo volvía a ser un ciudadano magnífico. Veinte mil de tirada. Si hubiéramos podido llegar a los sesenta (sin problemas familiares, sin provocaciones policiales) podríamos haber triunfado. No lo conseguimos.
Al día siguiente telefoneé a la oficina. La chica del teléfono lloraba.
—Intentamos localizarte anoche, Bukowski, pero nadie sabía tu dirección. Es terrible. Se acabó. No hay nada que hacer. El teléfono sigue sonando. Estoy sola aquí. Celebraremos una reunión todo el personal el martes próximo por la noche para intentar seguir con el periódico. Pero Hyans se lo llevó todo: todos los ejemplares, la lista de direcciones y la máquina IBM que no le pertenecía. Nos hemos quedado limpios. No queda nada.
Oh qué voz más dulce se te pone, niña, una voz dulce y triste, me gustaría follarte, pensé.
—Estamos pensando empezar un periódico hippie. El underground está muerto. Por favor, vete el martes por la noche a casa de Lonny.
—Procuraré ir —dije, sabiendo que no iría. Así que allí estaba... casi dos años. Había terminado. Había ganado la policía, había ganado la ciudad, había ganado el gobierno, la decencia reinaba de nuevo en las calles. Quizá los policías dejarían de ponerme multas siempre que veían mi coche. Y Cleaver no nos enviaría ya notitas desde su escondite. Y siempre podías comprar Los Angeles Times en cualquier parte. Por Dios y por la Madre Celestial, qué triste es la vida.
Pero le di a la chica mi dirección y mi teléfono, pensando que podríamos hacer algo de provecho. (Harriet, nunca viniste.)
Pero Barney Palmer, el escritor político, sí vino. Le dejé entrar y abrí unas cervezas.
—Hyans —dijo—, se puso el revólver en la boca y apretó el gatillo.
—¿Y qué pasó?
—Se encasquilló. Así que vendió el revólver.
—Podía haberlo intentado otra vez.
—Hace falta mucho coraje para intentarlo una.
—Tienes razón. Perdona. Tengo una resaca tremenda.
—¿Quieres saber lo que pasó?
—Claro. También es mi suerte.
—Bueno, fue el martes por la noche, estábamos intentando preparar el periódico. Teníamos tu columna y gracias a Dios era larga, porque andábamos escasos de material. Nos faltaban páginas. Apareció Hyans, con los ojos vidriosos, borracho. El y Cherry habían roto otra vez.
—Uf.
—Sí. En fin, no teníamos material para cubrir todas las páginas. Y Hyans seguía estorbando y metiéndose en medio. Por fin se fue arriba y se tumbó en el sofá y se quedó traspuesto. En cuanto se fue, el periódico empezó a encajar. Conseguimos terminarlo y nos quedaban cuarenta y cinco minutos para la imprenta. Dije que lo bajaría yo a la imprenta. ¿Sabes lo que pasó entonces?
—Se despertó Hyans.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque soy así.
—Bueno, insistió en llevarlo a la imprenta él mismo. Metió el material en el coche, pero no fue a la imprenta. Al día siguiente llegamos y encontramos la nota que dejó, y el local limpio: la IBM, la lista de direcciones, todo...
—Ya me enteré. Bueno, enfoquémoslo así: él empezó este maldito asunto, así que tenía derecho a terminar con él.
—Pero la máquina IBM no era suya. Podría verse en un lío por eso.
—Hyans está acostumbrado a los líos. Le encantan. Está chiflado. Si le oyeras llorar...
—Pero qué me dices de la otra gente, Buk, los de veinticinco dólares semanales que lo dieron todo para que el periódico siguiera. Los de suelas de cartón en los zapatos. Los que dormían en el suelo.
—A los pequeños siempre les dan por el culo. Palmer. Así es la historia.
—Pareces Mongo.
—Mongo suele tener razón, aunque sea un hijoputa.
Hablamos un poco más. Luego se acabó todo.
Aquella noche cuando estaba trabajando vino a verme un gran gatazo negro.
—Oye, hermano, oí que tu periódico cerró.
—Así es, hermano, pero, ¿dónde lo oíste?
—Está en Los Angeles Times, primera página de la sección segunda. Supongo que están celebrándolo.
—Supongo que sí.
—Nos gustaba tu periódico, amigo. Y también tu columna. Un buen material, sí señor.
—Gracias, hermano.
A la hora de comer (diez y veinticuatro), salí y compré el Los Angeles Times. Me lo llevé al bar de enfrente, pedí una jarra de cerveza de a dólar, encendí un puro y fui a sentarme en una mesa bajo una luz:
OPEN PUSSY EN LA BANCARROTA.
Open Pussy, el periódico underground número dos de Los Angeles, deja de publicarse, según declararon sus directores el martes. El periódico cumpliría dentro de diez semanas su segundo aniversario.
Cuantiosas deudas, problemas de distribución y una multa de mil dólares consecuencia de un proceso por obscenidad en octubre, contribuyeron a la ruina de esta publicación semanal, según Mike Engel, el director ejecutivo. Este situó la circulación última del periódico en veinte mil ejemplares.
Pero Engel y los demás miembros del equipo editorial dijeron también que creían que Open Pussy podría haber seguido publicándose y que su cierre fue decisión de Joe Hyans, su propietario-director jefe, de treinta y cinco años.
Cuando los miembros del equipo de redacción llegaron a la oficina del periódico, Avenida Melrose 4369, el miércoles por la mañana, encontraron una nota de Hyans que decía, entre otras cosas:
«El periódico ha cumplido ya su objetivo artístico. Políticamente no fue nunca demasiado eficaz, en realidad. Lo que ha aparecido en sus páginas últimamente no significa ningún avance sobre lo que imprimíamos hace un año.
»Como artista, debo abandonar un trabajo que no progresa... aunque sea un trabajo que haya hecho con mis propias manos y aunque esté dando pasta (dinero).»
Terminé la jarra de cerveza y fui a mi trabajo de funcionario del gobierno...
Unos días después encontré un nota en el buzón:
Lunes, 10,45 de la noche
Hank:
Encontré en mi buzón esta mañana una nota de Cherry Hyans. (Estuve fuera todo el día y la noche del domingo.) Dice que tiene los chicos y está enferma y pasando muchos apuros en Calle Douglas... No puedo localizar Douglas en este jodido plano, pero quería que supieras de esta nota.
Barney.
Unos dos días después sonó el teléfono. No era una mujer salida que no podía más. No. Era Barney.
—Oye, Joe Hyans está en la ciudad.
—También estamos tú y yo —dije.
—Joe ha vuelto con Cherry.
—¿Sí?
—Van a trasladarse a San Francisco.
—Deben hacerlo.
—Lo del periódico hippie fracasó.
—Sí. Siento no haber podido ir. Me emborraché.
—No te preocupes. Pero escucha, ahora estoy escribiendo un encargo. En cuanto acabe, quiero hablar contigo.
—¿Para qué?
—He conseguido un socio con cincuenta de los grandes.
—¿Cincuenta de los grandes?
—Sí. Dinero de verdad. Quiere hacerlo. Quiere empezar otro periódico.
—Tenme informado, Barney. Siempre me caíste simpático. ¿Recuerdas aquella vez que empezamos a beber en mi casa a las cuatro de la tarde, hablamos toda la noche y no terminamos hasta las once de la mañana siguiente?
—Sí. Fue una noche tremenda. A pesar de lo viejo que eres, tumbas a cualquiera bebiendo.
—Sí.
—Bueno, cuando termine de escribir esto, ya te informaré.
—Sí. Tenme informado, Barney.
—Lo haré. Entretanto, aguanta firme.
—Claro.
Entré en el cagadero, solté una hermosa mierdacerveza. Luego me fui a la cama, me hice una paja y me dormí.

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