lunes, agosto 24, 2015
UNA CIUDAD MALIGNA por CHARLES BUKOWSKI
Frank bajó las escaleras. No le gustaban los ascensores.
Había muchas cosas que no le gustaban. Detestaba menos las escaleras de lo que detestaba los ascensores.
El empleado de recepción le llamó:
—¡Señor Evans! ¿Quiere venir un momento, por favor?
Asociaba la cara del empleado de recepción con un plato de gachas de maíz. Era todo lo que Frank podía hacer para no pegarle. El empleado de recepción miró a ver si había alguien en el vestíbulo, luego se acercó a él, inclinándose.
—Hemos estado observándole, señor Evans.
El empleado volvió a mirar hacia el vestíbulo, vio que no había nadie cerca, luego se aproximó de nuevo.
—Señor Evans, hemos estado observándole y creemos que está usted perdiendo el juicio.
El empleado se echó entonces hacia atrás y miró a Frank cara a cara.
—Tengo ganas de ir al cine —dijo Frank—. ¿Sabe dónde ponen una buena película en esta ciudad?
—No nos desviemos del asunto, señor Evans.
—De acuerdo, estoy perdiendo el juicio. ¿Algo más?
—Queremos ayudarle, señor Evans. Creo que hemos encontrado un trozo de su juicio, ¿le gustaría recuperarlo?
—De acuerdo, devuélvame ese trozo de mi juicio.
El empleado buscó debajo del mostrador y sacó algo envuelto en celofán.
—Aquí tiene, señor Evans.
—Gracias.
Frank lo metió en el bolsillo de la chaqueta y salió. Era una noche fresca de otoño y bajó la calle, hacia el Este. Paró en la primera bocacalle. Entró. Buscó en el bolsillo de la chaqueta, sacó el paquete y quitó el celofán. Parecía queso. Olía a queso. Dio un mordisco. Sabía a queso. Se lo comió todo. Luego salió de la calleja y volvió a seguir bajando la calle.
Entró en el primer cine que vio, pagó la entrada y se adentró en la oscuridad. Se sentó en la parte de atrás. No había mucha gente. El local olía a orina. Las mujeres de la pantalla vestían como en los años veinte y los hombres llevaban fijador en el pelo, peinado hacia atrás, apretado y liso. Las narices parecían muy largas y los hombres parecían llevar también pintura alrededor de los ojos. Ni siquiera hablaban. Las palabras aparecían debajo de las imágenes: BLANCHE ACABABA DE LLEGAR A LA GRAN CIUDAD. Un tipo de pelo liso y grasiento estaba haciendo beber a Blanche una botella de ginebra. Blanche se emborrachaba, al parecer. BLANCHE SE SENTÍA MAREADA. DE PRONTO EL LA BESO.
Frank miró a su alrededor. Las cabezas parecían balancearse por todas partes. No había mujeres. Los tipos parecían estar chupándosela unos a otros. Chupaban y chupaban. Parecían no cansarse. Los que se sentaban solos estaban al parecer meneándosela. El queso le había gustado. Ojalá el del hotel le hubiese dado más.
Y AQUEL HOMBRE EMPEZÓ A DESNUDAR A BLANCHE.
Cada vez que miraba, aquel tipo estaba más cerca de él. Cuando Frank volvía a mirar a la pantalla, el tipo se acercaba dos o tres asientos.
Y AQUEL INDIVIDUO VIOLO A BLANCHE MIENTRAS ESTA ESTABA INDEFENSA.
Volvió a mirar. El tipo estaba a tres butacas de distancia. Respiraba pesadamente. Luego, el tipo estaba ya en el asiento de al lado.
—Oh mierda —decía el tipo—, oh, mierda, oh, ooooh, ooooh, oooooh. ¡Ah, ah! ¡Uyyyyy! ¡Oh!
CUANDO BLANCHE DESPERTÓ A LA MAÑANA SIGUIENTE COMPRENDIÓ QUE HABÍA SIDO MANCILLADA.
Aquel tipo olía como si no se hubiese limpiado nunca el culo. Se inclinaba hacia él, le caían hilos de saliva por las comisuras de los labios.
Frank apretó el botón de la navaja automática.
—¡Cuidado! —le dijo a aquel tipo—. ¡Si te acercas más a lo mejor te haces daño con esto!
—¡Oh, Dios santo! —dijo el tipo. Se levantó y corrió por la fila hasta el pasillo. Luego bajó por el pasillo rápido hacia las filas delanteras. Había allí otros dos. Uno se la meneaba al otro y el otro se la chupaba. El que había estado molestando a Frank se sentó allí a mirar.
POCO DESPUÉS, BLANCHE ESTABA EN UNA CASA DE PROSTITUCIÓN.
Entonces a Frank le entraron ganas de mear. Se levantó y fue hacia el letrero: CABALLEROS. Entró. El lugar apestaba. Sintió náuseas, abrió la puerta del retrete, entró. Sacó el pijo y empezó a mear. Luego oyó un ruido.
—Oooooh mierda oooooh mierda ooooh ooooooh Dios mío es una serpiente una cobra oooh Dios mío oooh oooh!
En la partición que separaba los waters había un agujero. Vio el ojo de un tipo. Desvió el pijo y meó por el agujero.
—¡Ooooh ooooh, marrano! —dijo el tipo—. ¡Oooh eres un salvaje, un cacho mierda!
Oyó al tipo arrancar el papel higiénico y limpiarse la cara. Luego el tipo empezó a llorar. Frank salió del retrete y se lavó las manos. No le apetecía ya ver la película. Salió y volvió andando al hotel. Entró. El empleado de recepción le hizo una seña.
—¿Sí? —preguntó Frank.
—Por favor, señor Evans, lo siento mucho. Sólo era una broma.
—¿El qué? —Ya sabe.
—No, no sé.
—Bueno, lo de que estaba perdiendo el juicio. Es que he estado bebiendo, sabe. No se lo diga a nadie, si no me echarán. Es que estuve bebiendo. Ya sé que no está usted perdiendo el juicio. No era más que una broma.
—Sí estoy perdiendo el juicio —dijo Frank—. Y gracias por el queso.
Luego se volvió y subió las escaleras. Cuando llegó a la habitación, se sentó a la mesa. Sacó la navaja automática, apretó el botón, miró la hoja. Sólo estaba afilada, muy bien, por un lado. Podía clavar y cortar. Apretó de nuevo el botón y guardó la navaja en el bolsillo. Luego cogió pluma y papel y empezó a escribir:
Querida madre:
Esta es una ciudad maligna. Controlada por el Diablo. Hay sexo por todas partes y no se utiliza como instrumento de Belleza según los deseos de Dios, sino como instrumento de Maldad. Sí, la ciudad ha caído sin duda en manos del demonio, en manos del Maligno. Obligan a las jóvenes a beber ginebra y luego las desfloran y las obligan a entrar en casas de prostitución. Es terrible. Es increíble. Tengo el corazón destrozado.
Ayer estuve paseando a la orilla del mar. No exactamente a la orilla sino por unos acantilados, y luego me detuve y me senté allí respirando toda aquella Belleza. El mar, el cielo, la arena. La vida se convirtió en Bendición Eterna. Luego sucedió algo aún más milagroso. Tres pequeñas ardillas me vieron desde abajo y empezaron a subir por el acantilado. Vi sus caritas atisbándome desde detrás de las rocas y desde las hendiduras de los acantilados mientras subían hacia mí. Por último llegaron a mis pies. Sus ojos me miraban. Nunca, madre, he visto ojos más bellos... tan libres de Pecado: todo el cielo, todo el mar. La Eternidad estaba en aquellos ojos. Por último, me moví y ellas…
Alguien llamaba a la puerta. Frank se levantó, se acercó a la puerta, la abrió. Era el empleado de recepción.
—Por favor, señor Evans, tengo que hablar con usted.
—Muy bien, pase.
El recepcionista cerró la puerta y se quedó plantado frente a Frank. El empleado de recepción olía a vino.
—Por favor, señor Evans, no le hable al encargado de nuestro malentendido.
—No sé de qué me habla usted.
-—Es usted un gran tipo, señor Evans. Es que, sabe, he estado bebiendo.
—Le perdono. Ahora váyase.
—Hay algo que tengo que decirle, señor Evans.
—Está bien. ¿De qué se trata?
—Le quiero, señor Evans.
—¿Cómo? ¿Querrá decir usted que aprecia mi carácter, verdad?
—No, su cuerpo, señor Evans.
—¿Qué?
—Su cuerpo, señor Evans. ¡No se ofenda, por favor, pero quiero que usted me dé por el culo!
—¿Qué?
—QUE ME DE POR EL CULO, señor Evans. ¡Me ha dado por el culo la mitad de la Marina de los Estados Unidos! Esos muchachos saben lo que es bueno, señor Evans. No hay nada como un buen ojete.
—¡Salga usted inmediatamente de esta habitación!
El recepcionista le echó a Frank los brazos al cuello, luego posó su boca en la de Frank. La boca del empleado de recepción estaba muy húmeda y fría. Apestaba. Frank le dio un empujón.
—¡Sucio bastardo! ¡ME HAS BESADO!
—¡Le amo, señor Evans!
—¡Cerdo asqueroso!
Frank sacó la navaja, apretó el botón, surgió la hoja y Frank la hundió en el vientre del empleado de recepción. Luego la sacó.
—Señor Evans... Dios mío...
El empleado cayó al suelo. Se sujetaba la herida con ambas manos intentando contener la sangre.
—¡Cabrón! ¡ME HAS BESADO!
Frank se agachó y bajó la cremallera de la bragueta del empleado de recepción. Luego le cogió el pijo, lo estiró y cortó unos tres cuartos de su longitud.
—Oh Dios mío Dios mío Dios mío... —dijo el empleado.
Frank fue al baño, y tiró el trozo de carne en el water. Luego tiró de la cadena. Luego se lavó meticulosamente las manos con agua y jabón. Salió, se sentó otra vez a la mesa. Cogió la pluma.
...se fueron pero yo había visto la Eternidad.
Madre, debo irme de esta ciudad, de este hotel: el Diablo controla casi todos los cuerpos. Volveré a escribirte desde la próxima ciudad... quizá sea San Francisco o Portland, o Seattle. Tengo ganas de ir hacia el Norte. Pienso continuamente en ti y espero que seas feliz y te encuentres bien de salud, y que nuestro Señor te proteja siempre.
Recibe todo el cariño de tu hijo
Frank.
Escribió la dirección en el sobre, lo cerró, puso el sello y luego metió la carta en el bolsillo interior de la chaqueta que estaba colgada en el armario. Luego, sacó una maleta del armario, la colocó en la cama, la abrió, y empezó a hacer el equipaje.
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