lunes, diciembre 13, 2010
DE PASO PARA SIEMPRE: La imposibilidad de escapar del ombligo de Atacama por Claudio Labarca
Dicen que de las nostalgias, una de las peores es la añoranza de situaciones que nunca transcurrieron. La otra es idealizar lo que ya no existe, sentimiento alentado por la inocente ignorancia de muchas personas que no se percatan de lo prescindible de su existencia ante la evolutiva codicia racional. Estas nostalgias más dos o tres terquedades, un par de paradojas, una pizca de rabia y de rebeldía, un manojo de frustración y sueños a gusto son los componentes del guiso identitario que ronda la cultura de los que viven en el desierto del Norte de Chile. Y recalquemos que sólo se vive o sobrevive, porque habitar es estar en una relativa comunión con el entorno entendiendo, medianamente, el origen y la pertenencia, y aquí eso todavía no se fragua.
Las ciudades costeras -en esta extensa, millonaria y terrosa región- son el gesto básico de subsistencia. Es el apiñamiento urbanístico que se convierte en el final del camino para la más amplia gama de “buscadores”, el borde del abismo de un derrotero sin retorno. Estas ciudades se constituyeron como el último peldaño para alcanzar el guano fertilizante –primero- y los minerales posteriormente, hasta hoy. También son el refugio de la agonía salitrera, de la efímera existencia de muchas personas que se constituyeron a la fuerza como pueblos y oficinas logrando crear identidad con perfiles propios, gesto que se niega a desaparecer con ritos convertidos en publicaciones esporádicas de la “historia de la pampa” y fiestas itinerantes que visitan las ruinas de sus poblados destruidos de abandono. Bailan y beben ajenos, muchas veces, al hecho que su vida en medio del desierto fue la necesidad de un sistema productivo que requería mano de obra cautiva, barata y muchas veces desechable. Los originarios de esa gesta sin honores están bajo una cruz de madera y flores de papel enterrados con su pobreza de campesinos transmutados. Otros llegaron a las ciudades del litoral sólo a perder la batalla contra la silicosis frente a la humedad del mar. Sus descendientes viven en estas urbes pretenciosas tratando de que no muera de olvido su cultura pampina.
El hombre y la mujer común permitieron escribir la historia de esta zona, los mismos que –condenados al anonimato- fueron desplazados por los que, posteriormente, instalaron sus estandartes, fortunas y apellidos y crearon el relato oficial. De los que constituyen la casta de los extraviados por la historia, existieron dos individuos disímiles por su vida y por el tiempo; el reflejo del estigma del nortino. Uno es Juan López –buscador de riqueza material- ; sin segundo nombre ni apellido materno, quien fue el primer habitante permanente de la Capital de la Segunda Región, Antofagasta. Fue su fundador por derecho, del que nadie habla ni honra. Su imagen es aún un párrafo inconcluso que difícilmente se podrá reivindicar. El otro es Mario Bahamonde Silva –buscador de riqueza intelectual-, quien cien años después se atrevió a develar la constitución de la identidad nortina a través de su obra literaria y su ejercicio docente, raro oficio en esta parte de la existencia. Su pecado fue no llenar de halagos su prosa y su verso sino asumir con cariño la realidad de su contexto. Ese gesto crítico fue su condena. Hoy es el nombre de un liceo y habita en la memoria de unos pocos. López y Bahamonde, como todos los habitantes de Antofagasta, llegaron de otro lado. Caminaron, bulleron y murieron para la amnesia de esta ciudad.
Antofagasta es sólo la sombra de la euforia por la riqueza material. Nació por la porfía y la necesaria cuota de locura de los primeros aventureros. Se mantuvo al filo de la existencia por la fuerza de los trabajadores y por la necesidad de una vida nueva de algunos inmigrantes venidos de casi todas las esquinas del mundo. Cuando los poderosos decidieron que el Salitre, la Plata y el Cobre eran las divinidades de turno, los capitales venidos desde Santiago, Inglaterra, Estados Unidos y Alemania le asignaron el derecho de vivir; Antofagasta sería el ombligo de Atacama, consignada a rendir honores eternos a las transnacionales y a albergar en sus casas hacinadas, los mismos sueños que aún continúan enganchados a los cerros cargados de minerales.
La historia conocida, constituida como una costura de fechas que une con largas puntadas algunos hitos sólo importantes para replicar el progreso económico, refrenda así la biografía de la ciudad: En 1866, José Santos Ossa -considerado como el adelantado de la gesta regional- inicia la explotación de las calicheras del Salar del Carmen. Muy pronto requiere nuevos capitales para proyectar la empresa. Consigue con el gobierno boliviano importantes concesiones: explotar por quince años casi todo el Desierto de Atacama y construir una carretera hacia el interior de la región cuya longitud sería de casi 170 kilómetros. Santos Ossa logra concretar una nueva sociedad con Anthony Gibbs y Agustín Edwards. Nace el primer conglomerado económico eficiente e invencible, ávido de mano de obra para domar a la bestia que resguarda el tesoro sin dueño; La Sociedad Exploradora del Desierto de Atacama se instala no solamente para extraer el mineral sino también para desarrollar las características definitivas de la relación de las personas con esta geografía.
La iniciativa minera ya era empresa segura, razón suficiente para atraer capitales extranjeros. Así, en 1868, la Sociedad Exploradora del Desierto de Atacama es comprada con dinero británico convirtiéndose en la Melbourne Clark y CIA. Ese mismo año la República de Bolivia procede a la fundación administrativa del villorrio que será el núcleo urbano de la configuración de Antofagasta, denominándolo La Chimba. En ese entonces ya vivían 1500 personas. Entre agosto y octubre se procede al loteo de los terrenos para ofrecerlos a los particulares y para construir edificios fiscales. La nueva compañía, dueña de un capital inicial de $ 300.000 de la época, adquiere una propiedad costera de mil metros de largo por trescientos de ancho. El sitio, 137 años después, está actualmente en el centro de la ciudad, ocupada por la empresa de Ferrocarriles de Antofagasta a Bolivia y Soquimich.
Cuando Bolivia enarbolaba su pabellón patrio, otra bandera más poderosa ya flameaba con la brisa marina. El imperio británico instauraba oficialmente su soberanía económica. Patrimonio que fue defendido, paradójicamente, por todos los bandos en conflicto durante la Guerra del pacífico.
Seis años después, en 1874, continúa la consolidación de capitales. Melbourne Clark y CIA se transforma en la Compañía De Salitres y Ferrocarril de Antofagasta. Esta nueva sociedad la componen viejos patronos; Edwards, Gibbs, Francisco Puelma y otros socios aportan $2.500.000 y en un gesto concreto de centralismo, crean la cede en Valparaíso. Ya era tiempo de administrar las ganancias lejos del pamperío y del pueblo que se agrupaba alrededor de las instalaciones industriales. El corazón de esta ciudad son las compañías mineras. Sus arterias y columna vertebral es, desde el comienzo, el ferrocarril. La nueva empresa se propone construir una vía férrea para movilizar la creciente producción salitrera. En diciembre de 1873 se culminan las obras que constituyen cuarenta kilómetros de vías. Tu trazado fue por la calle San Martín, Lamar (A. Prat), Nuevo Mundo (M.A. Matta), atravesaba un sitio eriazo (actual manzana del mercado) y se internaba por la quebrada de San Mateo -hoy conocida como la Negra- hasta las instalaciones salitreras. Este fue el primer ferrocarril construido en la República de Bolivia. En 1877 se prolongó hasta Carmen Alto (kilómetro 127) y en 1878 hasta Salinas. Recién en 1877 el gobierno autorizó su uso para el transporte de pasajeros, antes era sólo exclusivo de la Compañía de Salitres para el transporte de minerales.
Mientras los mineros, campesinos e indígenas de Bolivia, Chile y Perú se desangraban en épicas y fraticidas batallas, en plena Guerra del Pacífico, la Compañía Huanchaca de Bolivia negocia la extensión del ferrocarril hasta las minas de plata en Pulacayo, 600 kilómetros dentro del territorio boliviano. Hasta 1882, la Compañía de Huanchaca embarcaba su producción a través de puertos peruanos. La reducción de los costos en el traslado a los mercados internacionales y la incorporación de nuevas cargas para la Compañía de Salitres, conjugaron un ramillete de conveniencias para ambas empresas. La soberanía y el patriotismo, exacerbado hasta su máxima expresión en la Guerra del Pacífico, no alcanzaban para perturbar las racionales transacciones mercantilistas. El gobierno chileno, ahora como administrador de turno, concedía los permisos. En 1884 comenzaron las obras. Durante el desarrollo del proyecto la Compañía Huanchaca compra todas las instalaciones ferroviarias y los derechos de concesión a la Compañía de Salitres. En 1888, la imposibilidad económica de continuar la construcción de la vía, empujó a la empresa boliviana a vender su ferrocarril a capitales ingleses. En Londres se crea The Antofagasta (Chili) and Bolivian Railway Co. Esta empresa, con un capital de 1.450.000 Libras Esterlinas, concluyen la construcción del ferrocarril hasta Pulacayo y posteriormente se extiende hasta Oruro. Este es el eslabón final para consolidar la presencia británica en el Desierto de Atacama.
La Compañía Huanchaca desarrolla toda la infraestructura para procesar en la ciudad el mineral de plata. En 1892 se inicia la construcción de “El Establecimiento Metalúrgico de Playa Blanca de Antofagasta” . Hasta esa época el agua para uso doméstico e industrial era producida por plantas desalinizadoras. El mayor requerimiento de agua a menor costo incentiva el tendido de una tubería de 500 kilómetros para traerla desde los deshielos cordilleranos. Así comienza el flujo permanente para el suministro de la producción minera y para el uso doméstico. También, y silenciosamente, comienza el lento envenenamiento de la población antofagastina por arsénico contenido en el agua. Al comenzar el siglo veintiuno, se construye nuevamente una planta desalinizadora, la más grande de Latinoamérica, pero nunca entró en funcionamiento. El valor establecido por metro cúbico no es tentador para echar a andar la maquinaria. La baja ley del mineral extraído en Pulacayo, y la caída de los precios de la plata hizo colapsar el proyecto minero. Después de una corta producción, en 1902, La Compañía Huanchaca desmantela el establecimiento metalúrgico, y Antofagasta hereda Las Ruinas de Huanchaca. Para quien las ve por primera vez, le es imposible no sobrecogerse ante el imponente esqueleto de piedra que parece un pedazo de alguna ciudad inca perdida, pero no es más que el resultado de una eutanasia financiera.
En 1904 entrega el contrato de arrendamiento del ferrocarril a los ingleses. The Antofagasta (Chili) and Bolivian Railway Co. es la dueña exclusiva del transporte ferroviario en la región. En 1979, el ferrocarril es comprado por Andrónico Luksic.
La industria Salitrera necesito fuerza de trabajo y el ferrocarril la diseminó por el desierto en un viaje que fue sólo de ida. Las miradas atónitas de inocentes ojos sureños ante la vastedad que hervía delante de ellos, les indujo, seguramente, el arrepentimiento instantáneo y voló de un batacazo sus sueños de prosperidad. Pero se quedaron, resignados, con sus manos escarbando la costra salitrosa y con su pensamiento vagando entre su verde y frutal pasado. La remembranza angustiada y la infértil geografía, en un gesto excepcional, fecundaron la cultura Pampina. Antofagasta creció con frenesí. Paulatinamente, los rostros de los pampinos son reemplazados por el de los faeneros, los nuevos peones del ajedrez industrial; el mismo gesto de piedra gastándose la vida en las choperías y bares -que heredaron el bullicio y ansiedad de las antiguas cocinerías-, y en los mismos burdeles que les aplacan el deseo a cambio de sus salarios. El alumbrado a gas fue reemplazado por la electricidad. Las veredas de tablas ya no están, en su lugar hay concreto y vendedores ambulantes. Las carretas tiradas por mulas que transportaban mineral se transformaron en camiones gigantescos. Las decenas de periódicos que invitaban al debate, fundados ante la urgencia de promover ideas libertarias, intereses empresariales, itinerarios de vapores e incluso un insipiente mundo literario involucionaron al número de dos, patrimonio de la familia Edwards; la completación del circulo del poder. Aún quedan los mismo bancos con sus capitales y nuevas denominaciones, la iglesia y los pájaros rodeando la Plaza Colón. También transita el dinero, y por montones; las ganancias viajan miles de kilómetros. Aquí quedan los sueldos, el nortino indiferente y la sombra de una ciudad construida para dueños y dependientes separados estratégicamente de sur a norte por una frontera abismal.
La Antofagasta de estos días está repleta de modernidad, arribismo y polarización social; instalada como una costilla fracturada que se recuesta en los cerros de la Cordillera de la Costa.
Si comenzamos a retirar lentamente los pomposos edificios de la costanera y las casas minúsculas de las poblaciones, y despejamos cuidadosamente el baldío de basura e ignorancia, divisaremos una pequeña casucha construida de sacos y latones casi en la orilla del mar. En su interior estará Juan López; juntando sus precarias herramientas y planificando una nueva incursión para catear, desierto adentro, los cerros que le vaticinan riquezas todavía esquivas.
JUAN LÓPEZ Y EL POBLADO DE TRES NOMBRES
Justo donde se acaba la humedad de las olas y comienzan los terrales, el Océano Pacífico y el Desierto de Atacama, la desolación más antigua del planeta, conviven en una tregua ancestral que permite a los seres humanos, casi como una excepción, dormitar en esta franja de vida.
Los changos recorrieron los secretos de esta costa en sus embarcaciones de cuero de lobo marino mucho antes de que la codicia del salitre y las pugnas de soberanía terminaran por enemistar definitivamente a los habitantes de esta parte del planeta. Muchos viajeros pasaron de prisa, asumiendo a esta tierra como un pasillo infernal hacia valles más benignos. Sólo las caravanas de mineros locos se fueron quedando, y machacaron las piedras hasta extraerles las ánimas.
Toda la vida de Juan López fue una áspera e ingrata marcha. Su viaje, que duraría más cuarenta años, comenzó en la Región de Copiapó en 1825, fecha estimada de su nacimiento. Todas las datas que consignan sus actividades están registradas en los escasos documentos que dan fe de la existencia de Juan López; uno de ellos es un extenso petitorio, conocido como El Memorial, que hace redactar López para solicitar trabajo y vivienda al gobierno boliviano ya cercano a su vejez. El otro es un registro financiero que hace referencia a la explotación de guano –Las Guaneras de Mejillones- redactado en 1863, desde donde se rescata valiosos antecedentes sobre las actividades comerciales de Juan López, información que es descubierta por el investigador Oscar Bermúdez Miral y publicada en 1966.
Los registros indican que en 1845 López arribó a Punta de Jara y recorrió la zona hasta Mejillones. Punta Jara aún hoy es una zona despoblada, rodeada de acantilados y dunas accesible por la costa solamente por algunos rocosos caletones y por una pequeña playa que fue denominada recientemente como “Escondida”. Apenas iniciado el siglo veintiuno se construyó un camino de tierra que permite el acceso a este lugar, convertido, a la fecha, en un basural de veraneo.
Sin abusar de la especulación gratuita, Juan López debió acumular algún tipo de capital para iniciar sus precarias expediciones por lo que tuvo, necesariamente, que trabajar en Cobija o Mejillones algunos años antes. Seguramente se empleó en tareas propias del hombre común. Es muy probable que su personalidad aventurera más sus excepcionales condiciones físicas y psicológicas fueran el motor fundamental para su permanencia en el desierto por muchos años. Lejos de ser una alabanza gratuita, no cabrían otras características para describir a este personaje, dado que tuvo que soportar un entorno en extremo hostil. Hagamos el ejercicio y resignifiquemos sus andanzas.
Con no más de veinte años, después de adquirir un bote para poder costear el litoral y apertrechado de herramientas, alimentos y agua debió zarpar probablemente desde Mejillones o tal vez Cobija, principal puerto boliviano, y navegar uno o dos días hacia el sur, bordear Punta Angamos, Peña Blanca –lugar donde se funda Antofagasta- hasta Punta Jara en el paralelo 23º50’ aproximadamente. Su objetivo no fue el guano sino las vetas de cobre que repletan los cerros del desierto. El conocimiento necesario para descubrir el mineral debió adquirirlo desde sus orígenes, allá en Copiapó. Es factible que desde niño trabajó como pirquinero, acompañando –tal vez- a su padre o como un obrero más que horadaba las entrañas al desierto. López sabía leer y escribir, quizás fue a la escuela o fue instruido por algún familiar. Sus primeros veinte años de vida son una nebulosa fosilizada, imposible de disipar.
Sus exploraciones las realizaba desde la costa internándose en el desierto, durmiendo a la intemperie y cateando hasta donde sus limitados recursos le permitían. Debieron ser muchas veces que debió regresar a Mejillones para adquirir nuevos suministros. Sus recorridos por tierra y por mar lo convirtieron en un conocedor de la zona. Estuvo durante un año en este proceso sin resultados favorables. Llama la atención la capacidad de orientación de este personaje, porque -para los que recorren el desierto- resulta muy fácil ser víctima del extravío y del embotamiento que empampa inevitablemente a todos los que transitan, sin temor e indiferencia, los despoblados de Atacama.
Juan López, hace escribir la siguiente reseña en su Memorial: “Al contemplar sus desiertos amenazadores, no se me ocultaron los obstáculos y dificultades con que tenía que luchar. Ni menos los inmensos sacrificios porque tenía que pasar, hasta poner en juego mi existencia lanzándome a una empresa semejante; pero, consideraciones de ningún género fueron suficientes para desalentar mi propósito ni desvanecer mis planes, por el contrario mi ánimo se robustecía cada vez más, y con la decisión del que arriesga el todo por el todo, me arrojé sin pérdida de tiempo y lleno de abnegación al campo de mis ilusiones; recorrí sus desiertos áridos y desnudos de vegetación, reconocí sus montañas y serranías, examiné sus panizos de norte a sur, sin dejar de fijar mi atención en sus playas y caletas del litoral; no pudiendo hacer otro tanto por entonces al interior, al extender mis exploraciones al oriente de los inmensos desiertos, pues todas las tentativas que practicaba con ese objeto me daban malos resultados por falta de agua, que jamás pude encontrar en todo el trayecto de mis repetidas y penosas excursiones al interior. En este trabajo lleno de privaciones y peligros permanecí hasta fines de año, en el que recorrí hasta Mejillones, que no pude por entonces explorar su interior a causa de habérmese agotado los elementos de subsistencia que ya tocaron a su fin”.
Durante once años, López trabaja en las guaneras en el litoral de Mejillones como empleado de empresarios que explotaban el fertilizante. No abandona su búsqueda de independencia y fortuna, pero carece del capital suficiente para emprender una nueva empresa exploratoria. El rápido agotamiento de los yacimientos costeros de guano y prejuiciado por la mayoría de los pudientes comerciantes y empresarios del puerto que no financiaban su iniciativa, lo incitan a dejar la zona y busca trabajo en Perú. A los treinta años, aproximadamente, en 1856 se embarca hacia las Islas Chinchas y trabaja durante media década en las guaneras peruanas.
Juan López, además de profundizar sus conocimientos de extracción y manejo de covaderas, logra atesorar el dinero suficiente para adquirir un bote, herramientas, además de todos los suministros requeridos para reiniciar sus incursiones. Contrata a dos marineros para asegurarse el resguardo necesario en el viaje que emprendería. Entre enero y febrero de 1861 zarpa desde la región de Tarapacá, cerca de Caleta Buena y enfila el rumbo hacia el sur. Es seguro que cuando las velas se hinchaban con el viento y la embarcación incrementaba su velocidad, López rememoraba su primera incursión, dieciséis años antes, repasando sus errores y aciertos una y otra vez para obtener, esta vez, la fortuna que se enmascara entre las piedras y las quebradas.
Su primer arribo sería en el puerto de Tocopilla. No falta casi nada para arrimarse a la costa. El mar está intranquilo, peligroso. Debieron cruzarse las miradas y apretarse los estómagos. El naufragio es inminente. El mar los traiciona. Por pura porfía logran nadar y de prodigio alcanzan la orilla.
Juan López pierde toda su inversión, cinco años de ahorro se diluyen en el océano. El resto del año trabaja como cargador de playa para subsistir y recuperar, en parte, los ahorros perdidos. Ya tiene 36 años y, aunque aún no se percata, ya convive con el estigma de los emprendedores sin alcurnia que coquetean con la riqueza mineral. No cesan las gestiones para convencer a los “acomodados” de la viabilidad de sus planes. Su terquedad dio frutos. En el Memorial esta registrado este momento: “Don Matías Torres, sujeto pudiente, amigo de las grandes empresas y de elevados pensamientos, estando al corriente de mis proyectos, los acogió favorablemente y se propuso desde luego proteger mi empresa, facilitándome toda clase de recursos hasta llegar a su fin. Protegido de esta manera armé otra nueva embarcación”.
Con los conocimientos adquiridos en las guaneras peruanas, López emprende, ahora capitaneando a un grupo de hombres, la tarea inconclusa. Nuevamente desembarca en Punta Jara. Experimenta el desazón del recuerdo de su naufragio. La arena caliente lo transporta de súbito a los momentos donde afectado por la falta de agua y comida debió combatir contra la soledad que le recitaba al oído su epitafio de hombre pobre.
Organiza los grupos de búsqueda, y a la cabeza de uno de ellos, Juan López divide la zona hasta Mejillones para abarcar todo el terreno posible. Los pertrechos llegaban por mar, los hombres se sucedían en turnos. Torres –alentado por la aventura- invierte casi todo su patrimonio en nuevas embarcaciones y suministros. La ansiedad se incrementaba, el sol y la sal les abre el cuero de sus rostros. Tres meses de cateo y reconocimiento permanente dan el resultado esperado. Se produce un doble descubrimiento, en Punta Angamos y en los islotes cercanos encuentran guano en cantidad suficiente para su explotación. También en el Morro de Mejillones descubren guano fósil. Hasta esa fecha el guano colorado o fósil se extraía en Perú pero no se había encontrado de este tipo en lo que se consideraba territorio chileno. Este fertilizante se encuentra tanto en la costa como al interior del desierto a varios metros de profundidad.
Al llegar a Punta Angamos se percatan que las faenas serían muy difíciles por los escarpados roqueríos que conformaban los islotes y los peligrosos barrancos de la península. Era imposible arrimarse con alguna embarcación a causa del fuerte y permanente oleaje, entonces López se apera de cordeles y se arroja al mar. Su intransigencia, su desprecio al infortunio son más fuertes que la marejada y alcanza los islotes. Tienden un andarivel y comienza el ensacado y acopio del guano blanco. También comienzan la explotación de las covaderas fósiles en los barrancos del Morro de Mejillones.
El tiempo y las ansias le agotaron los recursos para continuar las faenas. Es imperioso recapitalizar las inversiones y el esfuerzo. Matías Torres y Juan López se proponen vender el guano acumulado en diversas partes de la costa explorada. Si mezclaban el fertilizante blanco de alta calidad con el fósil de baja ley, podrían obtener un producto aceptable en los mercados europeos y un precio favorable para continuar con las extracciones. Disponían de una 600 toneladas aproximadamente.
El 9 de abril de 1862, Torres viaja a Cobija a entrevistarse con el cónsul chileno para obtener las licencias de exportación y de extensión de las exploraciones en Mejillones. Seis meses después obtienen las visas otorgadas por el Gobierno de Chile y tramitadas por el Ministerio de Relaciones Exteriores. Torres viaja inmediatamente a Valparaíso a ofrecer el cargamento. Pero su gestión se frustra rápidamente por dos razones: ALSOP y CIA dependiente de Pedro López Gama alegó ser el concesionario único de los guanos de Bolivia en razón, según López Gama, que el territorio de Mejillones era de esa república. También –y fundamentalmente- influyó la opinión generalizada de los comerciantes del puerto de que los guanos chilenos estaban agotados desde 1856. Esta pugna era una señal definitoria de la relatividad de la soberanía entre Chile y Bolivia; presencia y gestión versus administración, avidez de riquezas contraponiendo intereses entre empresarios de una misma nacionalidad sumaron antecedentes y odiosidades para que, algunos años después, las fronteras se definieran con una cicatriz que nunca dejó de doler.
Matías Torres volvió a Cobija sin compradores ni recursos propios. Sin embargo la fortuna les dio un espaldarazo. Juan Garday, empresario local de origen francés, se interesa por la empresa que estaba a punto de fenecer; analiza la calidad del guano colorado y se compromete a ser parte de la iniciativa. Así se conforma la sociedad Torres, López y Garday. Este último se traslada a Valparaíso, hace trato con WILLIAMSON DUNCAN y CIA y fleta los buques “Japonesa” y “Asia” que enfilan hacia Mejillones. Paralelamente, realiza todas las gestiones aduaneras y, prescribiéndose a todos los requerimientos de exportación, regresa para iniciar las faenas. Garday dio con los compradores correctos y presionó los lugares adecuados para no ser entorpecido por las minucias de soberanía y los problemas consulares.
Las exploraciones se multiplican, ahora en la búsqueda del guano fósil. Juan López es gravitante en este proceso. Con su experiencia acumulada en su trabajo en las covaderas de Pabellón y Punta Lobos en Perú, realiza acertados sondeos y consolida el descubrimiento –ahora oficialmente- de las Guaneras de Mejillones, proceso de extracción descrito en el documento del mismo nombre.
El centro de explotación de fertilizantes tenía ciento cincuenta hombres trabajando en las faenas. Nuevos senderos se trazaron a pulso para el embarque del guano, se construyó una máquina destiladores de agua salada y un almacén para víveres además de la instalación de carpas para el alojamiento de los cargadores. Más de cien mulas transportaron la efímera veta a cuestas hacia la costa. El movimiento de los andariveles y el ir y venir de pequeños botes cargados que llenaban las bodegas de los veleros fueron, sin duda, la imagen primigenia fijada en la voluntad de Juan López, quien habría observado -con un rictus imperturbable- como su persistencia se constituía en un compañero que se detenía junto a él y le daba palmadas de complicidad en su hombro . La antigua cadena productiva se ponía en marcha para apaciguar los sueños de riqueza.
Los esfuerzos y las ansias fueron borrados por el ventarrón del infortunio. Los problemas limítrofes entre Chile y Bolivia obligaron a detener la empresa. Pedro López Gama inicia un pleito contra la sociedad representada por Torres. El gobierno de Chile, en febrero de 1863, ordena paralizar los trabajos. Se elevan solicitudes al Congreso Nacional para no terminar con la iniciativa. La Cámara de Diputados acoge la propuesta y estudia la posibilidad de indemnizaciones. El trámite dura más de un año. Se perdieron los capitales, se nublaron los horizontes y Juan López abandonó Mejillones. En el Memorial está descrita la tribulación: “Impelido por estas circunstancias a renunciarlo todo, no me quedaba otro recurso que el de buscar un asilo. Me dirijí a mi patria, donde arribé sin más recursos que la triste memoria del pasado”.
Los sueños amputados y las desventuras de Juan López debieron ser suficientes para apaciguar el ímpetu del más encaprichado de los buscadores de fortuna. Pero algo, que no tiene sentido especular, lo motivó a volver al desierto a seguir rifándose la vida y su fatalidad. Entre octubre y noviembre de 1966 vuelve al litoral nortino a continuar sus exploraciones, pero esta vez sería –por decisión propia- un viaje sin regreso.
Ese año, las condiciones de trabajo mejoran para todos los que buscaban riquezas en la zona. Se desarrolla un efímero espíritu de fraternidad entre Bolivia, Chile y Perú alentado por la guerra contra España. Se firma un tratado entre Chile y Bolivia que definía los límites de las naciones y el espacio concesionado donde se explotarían los diversos yacimientos, todos financiados por capitales chilenos e ingleses.
No hay registros que revelen el paradero que tuvo López entre 1863 y 1866 ni sus actividades. Se sabe que constituyó familia. Al momento del regreso tenía una esposa, una hija pequeña y un hijastro de 23 años aproximadamente. Ya tiene más de cuarenta años. Casi por capricho, llega hasta la Bahía de San Jorge, territorio que repasó incontables veces en sus caminatas insoladas. Ya no tenía esperanza alguna de recuperar sus derechos en las guaneras del morro de Mejillones. Había retomado sus primeros anhelos de encontrar alguna veta mineral esquiva para reclamarla como propia.
López se instala definitivamente en un sector que él denomina Punta Blanca. Construye una choza de dos ambientes con sacos, piedras y latas en el área comprendida, aproximadamente, en lo que hoy es el nacimiento de las calles Prat y Sucre. En el mismo espacio donde la precariedad hogareña lo abrigó del viento marino y de la humedad nocturna, hoy existe el hotel más lujoso de Antofagasta que resguarda a turistas impávidos y ofrece sus alfombrados salones a empresarios que pregonan, en pomposos encuentros, la importancia de constituir a la ciudad en la capital minera del mundo.
Juan López de adentra en la Cordillera de la Costa y explora la zona. Encuentra vetas de cobre en el Salar del Carmen y Coloso. Rápidamente pide las concesiones en Cobija y trabaja absolutamente solo en la extracción y acopio del mineral. Recordemos que en 1866 José Santos Ossa ya tiene la franquicia para explorar “todo el Desierto de Atacama”. En diciembre de ese año se produce el encuentro entre el empresario y el aventurero. Santos Ossa se instala con Juan López en Peña Blanca. Con caballos, herramientas y suministros en abundancia Santos Ossa explora el Salar del Carmen en busca de salitre. Por su parte, López continúa con sus faenas de pirquinero y se encarga, además, de aprovisionar de agua al grupo de expedicionarios salitreros. Debía cruzar en su embarcación hasta la aguada de Cerro Moreno, al otro lado de la bahía de San Jorge. Este trayecto le significaba un día entero de viaje.
Juan López ya tiene acumulado suficiente mineral para compensar sus inversiones. Viaja hasta Valparaíso para buscar compradores. Nuevamente logra convencer a un comerciante –Pedro Arauco- quien le financia su empresa para incrementar la extracción. Contrata mano se obra en el puerto y regresa con el grupo para comenzar los trabajos a la brevedad. A penas se produce el regreso, López manda a buscar a toda su familia, realiza algunas mejoras a su choza y se reafirma en sus ilusiones de piedra y fortuna.
1867 es un año definitorio para el poblamiento de Antofagasta. Santos Ossa comienza la habilitación de la caleta, López realiza su primer embarque de 25 quintales. En Coloso también se embarca mineral descubierto por el explorador chileno Francisco Carabantes. López y su familia ya se constituyeron como los primeros habitantes de la caleta. La configuración del lugar se componía de algunas bodegas, precarios alojamientos de los trabajadores, una cancha de acopio y un malecón donde López almacenaba y luego embarcaba el mineral hacia cobija en su embarcación conocida como El Halcón. Para comienzos de 1868 ya lleva acopiado 6500 quintales de cobre, resultado del trabajo de sus 50 operarios que extraen el mineral desde el Salar del Carmen. En Mayo de ese año gestiona con una casa compradora de Lota la venta del cobre. Calculó que la ley que había obtenido era superior al 17 por ciento, pero a causa de un error o un engaño de los compradores le adjudican una ley del 6 por ciento. Este hecho es determinante para su fracaso definitivo. Imposibilitado de cumplir con los préstamos otorgados por Pedro Arauco, no tiene otra opción que prescindir de sus operarios. Desde ese momento trata de continuar las faenas ayudado sólo por su hijastro.
Peña Blanca es el nombre que Juan López le da a la caleta, denominación que es usada por todos los que ya habitan el lugar. Indistintamente el sector ya era conocido como La Chimba o chimpa, vocablo quechua que significa “del otro lado” . El 22 de octubre de 1868, el gobierno de Bolivia funda administrativamente el villorrio oficializando el nombre de La Chimba, imponiendo el distintivo que debe existir un ancla puesta en el cerro más alto -adyacente al asentamiento- para la ubicación de los buques que buscaban recalar en la bahía. El Ancla, remozada permanentemente, todavía existe en el mismo lugar como un espectador miope de la historia.
En ese mismo periodo la Sociedad Exploradora del Desierto de Atacama, dependiente de José Santos Ossa, se transforma en la Compañía Salitrera de Melbourne Clark .
López, en la miseria económica, además de extraer insignificantes cantidades de Cobre, se dedica a la cacería de lobos marinos en los alrededores de la Isla Guamán y a la extracción del poco guano que todavía quedaba en los roqueríos. Este sector, en la actualidad, es una caleta saturada de contaminación donde se desembarca gas, rodeada de proyectos inmobiliarios.
El gobierno boliviano, apenas dispuso su soberanía administrativa comenzó el remate de los loteos de terreno. Rápidamente se dispuso el ordenamiento del poblado en manzanas. Chilenos, bolivianos, ingleses; hombres y mujeres de los más variados oficios: comerciantes, mineros, tahúres, marineros y prostitutas le arrebatan su caleta a “el Chango López”, como ya era conocido el desventurado explorador. El golpe de gracia lo recibe cuando lo expulsan del lugar donde había instalado su casa. En el Memorial está detallado ese momento: “Más tarde el señor Ossa, asociado a una compañía que promovió para la explotación de las salitreras, se apoderó de una gran extensión de terreno para su Establecimiento, despojándome del que yo poseía y destruyéndome a la vez una gran cancha de piedras que tenía construida para el referido depósito de mis minerales, y sin más voluntad que la propia se apoderó del material de que se componía, sin que fuese capaz de indemnizarme hasta hoy un solo centavo de su costo, que no importaba menos de quinientos pesos”.
Juan “el Chango” López recibió, no solamente la prepotencia del poder económico, sino también el desagradecimiento del que es considerado modelo de empeño, valentía y determinación hasta nuestros días. López además de aprovisionar de agua a José Santos Ossa, lo acoge en su choza al inicio de sus exploraciones y colabora en la construcción de los alojamientos de los operarios que trabajaron en la explotación el salitre. También le entrega valiosa información sobre los yacimientos ubicados en el Salar del Carmen. Así está registrado en el artículo “Fundación de Antofagasta” escrito por Aníbal Echeverría y Reyes en “Los descubridores del Salitre en Antofagasta” (Santiago, 1914): “El señor Ossa encontró a López, quien le proporcionó cuantas noticias había recopilado sobre caliches en el interior”. Es obvio que Juan López tenía un profundo conocimiento de la zona, al igual que otros exploradores que ya habían encontrado salitre en el mismo lugar; como es el caso de los Latrille. ¿Porqué López no explotó el caliche si ya conocía su paradero?, simplemente le era prohibitivo -desde lo financiero- asumir cualquier iniciativa que significara procesar salitre.
Ya estamos en 1870. En lo que fue la caleta Peña Blanca, viven más de 1500 personas. López y su familia sobreviven entre el gentío. Ese año, un decreto de la República de Bolivia le asigna el nombre definitivo de “Antofagasta”. Los deseos de grandilocuencia de algunos historiadores le otorgan el origen de la denominación a la inspiración de alguna autoridad que, uniendo vocablos quechuas, la bautiza como “Pueblo del Salar Grande”; Anto: grande, Faya: salar y Gasta: pueblo. Sin embargo es la decisión del dictador que en ese momento comanda el país altiplánico, el general Mariano Mergarejo, de nombrarla como una de sus propiedades agrícolas. La capital de la Segunda Región tiene su símil en una estancia de pastos, ubicada en la Puna de Atacama, que hasta hoy se conoce como Antofagasta de la Sierra.
Los nombres de Punta Blanca, La Chimba y Antofagasta fueron usados Indistintamente. Por un tiempo el poblado fue reconocido con tres nombres. Después de 1870, los documentos oficiales aparecía sólo el denominativo “Antofagasta”, utilizado hasta nuestros días.
Ya cercano a los cincuenta años, en 1872, Juan López le encarga a Agustín Segundo Humeres, del cual se desconoce el tipo de vínculo que tenía con López, que le redactara un Memorial para solicitar, como último recurso de subsistencia, al gobierno de Bolivia un lugar para vivir y una plaza laboral. El último párrafo de este documento dice: “En su virtud, y en mérito a las razones que dejo expuestas, a los bienes que con el contingente de mis sacrificios ha reportado a la Nación, y a la suma de indigencia en que me encuentro, al estado achacoso de mi salud quebrantada por los sufrimientos, a mi edad un poco avanzada, que me imposibilita los medios de ganar con facilidad mi subsistencia, y considerándome acreedor a las gracias con que la Nación recompensa a sus servidores, me permito la libertad de ocurrir a S. E. Suplicándole que por el Ministerio de ley correspondiente se sirva acordarme, si fuere justo, un espacio de terreno hábil, suficiente para fundar mi domicilio, en el centro de la población de Mejillones, una pequeña subvención para el edificio de una modesta habitación en aquel local; y una ocupación en el resguardo de aquella aduana, que me proporcione los medios de ganar mi subsistencia con sosiego, contando como cuento para ello con las aptitudes suficientes para desempeñarlo con el tino y delicadeza que se requiere en un empleado de esa clase. Es gracia y justicia que imploro, Excelentísimo Señor. Juan López”.
El documento debió ser presentado a la Junta Municipal de Antofagasta –la que funcionaba exclusivamente con funcionarios chilenos- o al Consejo Municipal Departamental de Cobija, estamento gubernamental del que dependía. El 22 de septiembre de 1872 el documento es terminado y se le da curso inmediatamente. Si López o el redactor del Memorial entregaron la solicitud a la Junta Municipal de la ciudad debió estar registrado en la actas municipales, pero no hay ninguna referencia en los registros de las sesiones, de acuerdo a las indagaciones de Bermúdez Miral. Se concluye, entonces, que el Memorial fue remitido al Consejo instalado en Cobija para que pudiese despacharse al Gobierno de Bolivia. Este último gesto, como el resto de las andanzas de López, no tiene el final esperado. El Memorial nunca fue despachado, traspapelándose hasta 1906, donde se hace referencia del petitorio en un artículo de prensa del diario El Industrial, escrito por Pedro Pablo Figueroa. Algunos días después, el 20 de enero, es publicado un inserto donde Agustín Segundo Humeres asume la autoría: “En obsequio a la verdad, declaro: que en la fecha indicada yo escribí ese documento por encargo de López. Este hombre esforzado y emprendedor que fue el primero que surcó la rada de Antofagasta, como si una secreta predestinación le hubiese anunciado que en estas desiertas playas se iba a formar mas tarde el pueblo comercial mas grande del Pacífico”. El Memorial se pierde nuevamente hasta que es trascrito, en parte, por el historiador local Isaac Arce en sus “Narraciones Históricas de Antofagasta” (1930). Nadie sabe su actual paradero.
Juan López, El Chango, no volvió a figurar en ninguna actividad productiva de la Región. En ningún registro histórico posterior se hizo mención jamás de lo que fue el resto de su vida. Sin embargo no es difícil conjeturar con la continuidad de su existencia, si aludimos a la jurisprudencia de los miserables de esta tierra. Pero sería satisfactorio pensar que una vez más, quien sabe desde qué rincón de su rebeldía, buscó la forma de truncar su destino de buscavida. No hay versiones concluyentes para determinar qué pasó después; algunas versiones dicen que trabajó en la fundición Orchard, otras dicen, y es la que menos gustaría creer, que era el chango anciano que en 1896 vendía pescados y mariscos por las calles de Antofagasta, al que los niños apedreaban constantemente. Se sabe que estuvo en el funeral de José Santos Ossa, en 1878, según los escritos de su hijo Ossa Borne: “En el acto público que se realizó con ese motivo en Antofagasta, se encontraba entre los concurrentes don Juan López”.
En esta ciudad todavía se entreveran la esperanza, el mar, la desdicha y el desierto. A El Chango López, como a muchos nortinos –hombres comunes en su patrimonio material pero excepcionales y tenaces-, la fortuna lo despreció irreconciliablemente.
De algo hay absoluta certeza; los huesos de López andan por algún lado abrigados entre el cobre, el salitre y el guano fósil, esperando morirse de verdad. Aguardando el funeral de los reconocidos.
BAHAMONDE Y EL PECADO DE LA CRÍTICIDAD
A la vuelta de la esquina de la historia, casi cien años después de que a Juan López lo absorbiera el anonimato, Mario Bahamonde Silva se definía como escritor. Eso acontecía sólo seis años antes de morir. En su quehacer también fue pedagogo, comunista, doliente, amante, viajero, masón, boxeador y bohemio. Sobresale transversalmente su rango intelectual, su condición de investigador y su nortinidad recalcitrante. Eso interesa de sobremanera.
Su trabajo es información culturalmente procesada; es teoría sin ideario que se muestra, para quien quiera ver, como un gesto urgente de su novelística. El autor, sin recetas, define la esencia del género: ”la novela no es una unidad sino un complejo. No es una biografía sino un ciclo. Su tejido armónico nos dará la sensación de lo unitario y su fuerza expresiva nos proporcionará el don biográfico. Pero la novela -como la vida- es una suma condicionada de episodios”. Esto se plasma en sus tres novelas publicadas postmortem (El Caudillo de Copiapó, Ruta Panamericana, Gentes de Greda o los Ceremoniales del Tiempo y Gabriela Mistral en Antofagasta; años de forja y rebeldía ). Trabajos históricos; llenos de referencias y relatos transversales, lejos de la retórica oficialista y de esa alabanza que repta por los mástiles despintados del chovinismo.
Mario Bahamonde fue una especie de centinela de la Generación del 38 que se apostó, voluntariamente, en uno de los más despoblados e ingratos cantones del trabajo literario; un partisano a honores, enajenado de la rimbombancia, que se mimetizó con el terral y sobrevivió gracias a la mejor de las vanidades; la intelectual. Sus contemporáneos reconocen su porfía sistemática de alejarse de las actividades sociales, de marginarse de los eventos donde los hermanos de pluma y muñeca se aplauden en un mutuo descueramiento. Esa inapetencia por lo público lo estigmó como un arrogante que, tal vez, se afanaba en descubrir el sentido del Ser Nortino mientras otros se ufanaban de lirismo al ver crecer su séquito. A Bahamonde se le respetó, se le detractó, se le temió pero nadie lo enalteció.
En su novelística, el Ser Nortino está en un viaje perpetuo que lo hace estar de paso para siempre. Vive entre su tiempo y un tiempo mítico; un arraigo desarraigado, desvinculado absolutamente de la cultura original. Mario Bahamonde así define al poblador zonal: ”El nortino como expresión regional de tipo humano, existe y ha existido siempre, aunque para el resto del país este concepto diferencial no resulte muy claro. El nortino, en su legítima calidad de habitante regional, no es hijo del diaguita ni del atacameño ni del quichua ni del aimará, que caminaron por estas serranías en la añoranza ancestral del tiempo. En el norte, lamentablemente, toda la tradición se perdió y, en apariencia, será muy difícil recuperarla. Por ejemplo, nadie conoce ahora el idioma cunza, que hablaron los abuelos atacameños. La tradición se perdió por completo y desapareció sin más rastros ni justificaciones que nuestra propia ignorancia. Y lo que es peor, nadie sabe que significan nuestros nombres regionales. Nadie sabe que quiere decir Chuquicamata (dura lanza) ni Taltal (gallinazos) ni Calama (brote, reverdecer) ni Loa (rápido, ágil) ni Iquique ni Tocopilla, ni cada uno de los nombres que señalan nuestra toponimia. El nortino es hijo de la aventura y no de la tradición. Pero es un hijo legítimo, con todos los honores del aventurero, desde los remotos abuelos españoles hasta los más recientes transeúntes del destino zonal. Y lo que ocurre es que, además de ser hijos de la aventura, son hijos del olvido, lo que es peor. Y esta condición de olvidadizos nos empezó junto con nuestros primeros habitantes zonales”.
El Ser Nortino no es derrotado por la geografía ni la sequedad sino por los procesos sociales; definidos absolutamente por el desarrollo industrial de la zona. Con la sutileza de una sola letra Bahamonde construye la realidad del mundo laboral: “Cuando un viajero se acerca al mineral, se ve una barra que le cierra el camino. Acá queda Chile, con sus tierras muertas y sus distancias dormidas; al otro lado está Chilex, metálico y frío como una risa de gringo. Son diferencias que aplastan y que conmueven”.
Mario Bahamonde reconstruye la historia a través del lenguaje, la otra historia. Esta reedificación se cimienta desde la visión crítica, lejos de la alabanza gratuita. Nunca un autor regional fue tan duro en describir a la ciudad: “¿Y conocen ustedes Antofagasta? La ciudad menos sentimental del mundo. Y esto lo han reconocido todos los navegantes que a diario han estado arribando al puerto desde la época del salitre, tan fascinante para algunos y tan inútil para otros. ¡La ciudad menos sentimental!, les digo. Pero la más arribista y la más aficionada a aparentar. Una aldea grande, enferma de alienación por ignorancia y ceguera. Pero es mejor que se desengañen por ustedes mismos y, cuando puedan, se aparezcan por acá a soportar su pobreza y a reírse de los figurones”.
Su visión descarnada no reniega, es más bien una reafirmación afectiva que asume que en esta porción de existencia no todo es gloria y añoranza. Bahamonde así resume su forma de relaccionarse con la Región: “Cada hombre tiene sus propios ojos para querer a su modo las cosas de la tierra. Yo tengo mi corazón para escribirlas”.
Mario Bahamonde escribió sus novelas en la etapa madura de su proceso como intelectual y escritor, después de un largo periodo de silencio. Durante su vida de literato lo que más cautivó fue su cuentística; mientras Andrés Sabella era considerado como el “poeta del Norte Grande” a Bahamonde le correspondió el reconocimiento del “Cuentista del Norte Grande”. La crítica de la época no escatimó elogios para la producción del autor.
Muchos de sus trabajos están perdidos entre el tiempo y la memoria. Hay registros de un cuento publicado en 1938 llamado On Ramo. Este escrito podría considerarse como su primer cuento publicado. Por esa época Mario Bahamonde impartía clases en la Escuela de Minas de Antofagasta, y la revista Progreso, órgano oficial de la institución, en su primer número (diciembre de 1938) guarda el registro de este trabajo. En 1950, en el Mercurio de Antofagasta del 25 de diciembre, es publicado “La Voz de la Vida. Bahamonde también trabajó en un proyecto que nunca fue publicado, y al parecer nunca lo terminó. En una entrevista hecha en 1978 expresó: “Estoy trabajando, entre otras cosas, en un proyecto de antología del cuento hispanoamericano actual (...) El cuento hispanoamericano es la expresión literaria que mejor identifica en nuestros días al escritor con su país y con sus problemas, a través de un modo expresivo característico y nacional. Por decirlo de otro modo, los cuentos colombianos están escritos “en colombiano” y los cuentos mexicanos nos muestran con claridad el empleo del español de América en México, y lo mismo sucede en cada país”.
Muchos de sus cuentos están publicados en el libro Derroteros y cangalla. Este texto reúne veintiún relatos, algunos de ellos publicados anteriormente como Huella Rota y Ala Viva, además de los premiados en el extranjero como Río Indígena.
Aunque a primera vista sólo parezca una reunión de sus relatos, existe una coherencia temporal; empieza con El Calladito, un cuento que narra la muerte de uno de los últimos habitantes de Gatico, puerto que nació y murió con la bonanza del salitre; hoy queda una casona en la costa entre Mejillones y Tocopilla como monumento a la riqueza y a la desgracia. El Calladito es una historia llena de un influjo de realismo mágico que nos muestra la convivencia de sus personajes con el ser más temido y aceptado por la mitología nortina, el diablo encarnado: “...Esta mujer perdió la edad hace años - insistió Chilla - la perdió el mismo día en que se metió con El Calladito. Hay hombre, no diga esas cosas. Aunque sea por respeto a la muerta, pero cállese viejo idiota - lo retó doña Ascania - ¿Y qué... acaso no supo siempre todo Gatico que doña Esmerenciana Ríos se metió con El Calladito porque éste la embrujó con su poder? ...Esta misma fue la casa que El Calladito “le puso” a doña Esmerenciana Ríos, hace años, cuando era moza. Por lo menos así lo comentaba mi padre. Y las tres mujeres pasearon la vista por las paredes apolilladas y mugrientas, por el techo a punto de caerse, por las ventanas desvencijadas y por el ámbito destartalado de la casa que se prolongaba hacia otros cuartos interiores, tan miserables como éste. Lo que son las cosas de la vida - dijo suspirando doña Ascania Yupanqui, que también ardía en deseos de comentar el pasado de doña Esmerenciana Ríos. Efectivamente, ésta era la casa y todos los viejos habitantes de Gatico sabían cómo había sido aquello de “ponerle casa”, porque sirvió de material de comentario por mucho tiempo, siempre que El Calladito no estuviera por ahí o no fuera a saber lo que decían. Eran otros tiempos, claro, con más prosperidad y más plata. El roto era más hombre y el minero más aventurero, el Diablo no era tan malo y los cerros menos avaros”.
Los cuentos continúan narrando el destino de los habitantes del norte, textos llenos de desierto y soledad absoluta, pero referidos a esas grandes llanuras peladas que crecen el espíritu y la conciencia de los individuos que terminan por vivir en esta parte del mundo. De estos, varios sorprenden por el gran manejo del tiempo narrativo y por entregar esa necesaria angustia que espera todo lector asiduo a los cuentos : Tres hombres en la soledad, La virgen de oro, El tío Hemingway y Perspectivas, son algunos de los relatos que muestran a Bahamonde en su real dimensión; un narrador con una infinidad de recursos, que sorprende incluso a los que lo consideran un autor estancado en los tiempos salitreros.
El último cuento del libro Derroteros y cangalla -después de pasar por Antofagasta de principios de siglo, por las venganzas que el desierto le infringe a los hombres y el acto de ver nacer al último de los dinosaurios-, es El club de los aburridos; relato ambientado en el Taltal actual, que muestra la asociación de los hombres en una amistad casi obligada, el alcohol necesario que apaga y revive los designios que niegan el amor y la quietud: “Las olas relamían la playa revolcándose como chiquillos juguetones. Volvió a sentir sed y de nuevo apuró un delicioso trago. Luego comprendió que todo eso estaba muy lejos, allá en los años perdidos. Si ahora ella se había ido de Taltal, nada tenía que ver con su antiguo romance. Era como si la vida se le hubiera interrumpido en la distancia.
Lo apremió el sueño, un pesado agotamiento sobre los párpados y quiso descansar. ¿Qué sería de la estación de servicios? Ah, si él fuera como Guillermo Bagioli o como el cura Pancho. Pero él era él y nada más.
Se lanzó vestido sobre la cama. Cerró los ojos. Algo se había quedado allá lejos, más atrás de su soledad”.
Mario Bahamonde, en su desarrollo literario, no posterga su trabajo como cuentista al dedicarse a la producción novelística. Si bien para muchos entendidos esta es la etapa de madurez de los escritores, el dominio de la cuentística es la gala de quienes dominan el oficio. Así Bahamonde continúa mostrando esa calidad intercalando cuentos en sus novelas. En su trabajo publicado en forma póstuma -Ruta Panamericana- se identifican varias historias que son bifurcaciones del tronco principal de la novela que el autor logra hilvanar con soltura. Destacan algunos hechos fantásticos; Como el relato de humor negro que cuenta la hazaña seudo circense de un individuo que se cuelga de una jaula en plena plaza para resistir el hambre hasta la muerte; un espectáculo que hace que todo su entorno se convierta en una feria y que, finalmente, los habitantes del poblado convierten en su única entretención. Este relato, según algunos detractores, es una copia inspirada en una narración de Frank Kafka, sin embargo las descripciones de los acontecimientos son reveladores para configurar la idiosincrasia del nortino; la dureza y la tolerancia a la desgracia. También se desarrollan acontecimientos auténticos de la memoria de Chile que develan interesantes y comprometedores detalles, por ejemplo, de la traición que sufre Manual Rodríguez y su posterior asesinato. Estos relatos más otros, son perpendiculares a la geografía que recorre un bus que viaja de sur a norte por la Carretera Panamericana, inmediatamente después del golpe de estado en 1973.
Si se reconocen los inicios de Bahamonde como cuentista, casi en paralelo, la poesía ocupó un lugar muy importante en su juventud, sin embargo nunca publicó sus trabajos. El primer intento de recopilación lo hicieron sus amistades en un volumen que, tentativamente, se llamó Camanchaca de Espumas sin embargo nunca se consumó la iniciativa. La poesía de Mario Bahamonde es el segmento de su trabajo literario más disgregado, y no existe ninguna publicación que ordene su expresión lírica y menos una que analice el contenido de su poesía. Al parecer, de acuerdo a las conversaciones que Bahamonde tenía con sus seres más queridos, a él le resultaba “muy fácil” expresarse en el ámbito lírico, por lo tanto, su trabajo no debía ser bueno. Estas reflexiones lo conminaron a que su autocrítica fuera muy severa y, así, muchas de sus poesías terminaron destruidas en el fondo de algún papelero.
Al leer sus trabajos, de inmediato se advierte su fácil acceso, su lectura fluida y extremadamente sencilla, tal vez un claro indicio del dominio del lenguaje que apunta hacia su esencia, rescatando la simpleza de las palabras. Pero hay un claro trasfondo; la intencionalidad de plasmar sus inquietudes sociales; línea que marca toda su obra literaria. En la revista Litoral (Santiago, 1968), publicación literaria capitalina, comentan su trabajo en una escueta recopilación de sus poesías: “Tal vez lo menos conocido de Bahamonde es su poesía, de la cual ha aparecido algo en antologías y revistas. Sin embargo, podemos afirmar que la maneja con igual maestría que la prosa y que especialmente sus sonetos arrancan a la tierra nortina sus escondidos sortilegios, con una fuerza sonora y vibrante.”
Si se busca la concepción que Bahamonde tenía de la poesía, podemos rescatar algo de su postura en su novela Gabriela Mistral en Antofagasta, años de forja y valentía: “... Y comprendió que no hay poesía sin la verdad. El juego lírico está muy lejos de ser poesía porque, más allá de su gracioso donaire, no estruja otro contenido ni otro mensaje que las mismas palabras. Y nunca las palabras por sí solas conseguirán ser poesía.
En este sentido - y en muchos otros - lo lírico es diferente a lo poético, puesto que lo lírico es un modo y lo poético es una verdad que emerge desde la belleza. Sin verdad no hay poesía y sin poesía no hay belleza, aunque se trate de Baudelaire”. Esta concepción está claramente estigmada por su generación literaria, aunque para muchos esta postura puede ser rebatida con facilidad en defensa del esteticismo lírico, no es menos cierto que es un gran desafío para cualquier autor el mixturar belleza y verdad; fórmula que utilizan los grandes poetas latinoamericanos para desarrollar las temáticas propias.
La poesía de Mario Bahamonde estuvo más presente en la opinión de sus contemporáneos y en las pocas personas que pudieron leer su obra lírica. Y como sabemos, la preocupación por preservar su obra después de fallecido está centrada en su labor como novelista y ensayista.
Yerko Moretic, (1957) crítico y literato nacional, hace referencia a la prosa de Bahamonde, interesante opinión válida en el contexto temporal de los inicios de la divulgación de la obra del escritor: “El dominio que ha logrado del idioma -donde a veces alcanza una plasticidad sorprendente- la búsqueda de mejores recursos técnicos; la limitación de la tendencia psicologista (o abuso en la presentación de casos morbosos); el abandono de la concepción telúrica y, sobre todo, la profundización de la realidad humana, social, del Norte, convierten a Mario Bahamonde en uno de los valores más efectivos de la literatura chilena y, lo que es mejor, en constante ascenso”.
Si damos por hecho que Bahamonde, al igual que en su trabajo cuentístico y novelístico, aporta con información culturalmente procesada, su lírica será sencilla y locuaz, pero exigirá del lector un compromiso y un nivel de conocimiento, que va más allá de la intensión regocijante de la lectura de entretención. Es mejor mostrar algunas de sus poesías que fueron recabadas desordenadamente entre sus papeles personales y algunas publicaciones antiguas. Las apreciaciones deberán hacerlas las pocas personas que leerán este material:
SOLEDAD: Aquí no vuela un pájaro ni un grito/ Vive la muerte diseminada/ soledad, su terrible y calcinada /y pétrea empuñadura de granito./ El aletazo pertinaz del mito/ desenterró la piedra de la nada/ y germinó la sal cristalizada/ en la luz mineral y el infinito./ Un día llegó el hombre,/ silencioso,/ arreó su corazón de veta en veta,/ de muerte en muerte, terco y ambicioso./ Recorrió el cobre, el viento, la yareta,/y en la ambulante soledad desierta/ nació la risa de una flor abierta.
CALAMA: Casi una orilla del desierto vivo,/ casi una verde ola de fantasmas,/ casi un barrio de huqui con el alma/ de un campesino casi sorprendido./ Una estación el tren en el camino./ Choclos y pólvora, río y alfalfa./ Te defiendes del frío de la pampa/ con el ala del poncho de tu vino./ Casi cordillera en tu olor a puna,/ casi un nombre solo en sitial de gloria,/ casi una flor rubia lejos del mar./Calama, casi sueño, casi lucha,/ hay en tu casi mudo, casi boca,/un pueblo verde con raíz de sal.
TALTAL: Cada noche de amor Taltal despierta/ en su insomnio de viejo aventurero/ para llorar de sed por el viajero/ que sembrará una estrella ante su puerta./ Pero todo se fue: el sol, la huerta,/ el cateador, el loco y el minero,/ apenas quedó junto al salitrero/ sobre la playa una gaviota muerta./ Una rosa de paz en la bahía,/ la costa abrupta, la melancolía/ de un atardecer: piedra, cerro, alma./ Y hay tanta sed entre su calma/ que el mar sobre la arena se recuesta/ para no desvelarlo de su siesta.
VIENTO: Ya en la tarde comienza la batalla./ La mano gris del viento empuña su ira/ y arremete bramando, canto y lira,/ contra el sediento pedregal que calla./ Furia y duelo, todo el desierto estalla/ en una inmensa llamarada. Gira / el arenal ardiente que delira/ y el viento es un azote que resalta./ Su galope se duerme en el distancia:/ ulula en Pampa Unión, en Sierra Gorda,/ como el viejo fantasma de una horda/ de mil cuchillos que hieren su arrogancia./ El viento grita y muerde a pecho abierto./ Se oye la voz rebelde del desierto.
La vida de Bahamonde transcurre al interior de tres ciudades; Taltal, Santiago y Antofagasta. Hasta los doce años Taltal fue su universo. Podría considerarse que el contexto donde nació Mario Bahamonde Silva es muy importante para entender su crecimiento y su actitud de arraigo en el norte. Todavía gravita en el consciente colectivo de muchos habitantes de Antofagasta la estampa de este personaje. Algunos rememoran su caminar y su prestancia, otros su caballerosidad. Más de alguno comenta entre pasillos la fuerte atracción que ejercía sobre el género femenino. Sus críticos arremeten contra su orgullo y su hosquedad, y los más cercanos traen a la memoria su gran capacidad intelectual y el sitial que tenía entre sus contemporáneos. La conjugación que llevó a asumir a Bahamonde su condición de hombre adulto es compleja. No hay intención de generar una postura determinista para encasillar su trayectoria en alguna vivencia que se imponga por sobre otras. Bahamonde, al igual que casi todos los habitantes del norte, tiene su ascendencia lejos de estas tierras y esa es una característica de nuestra identidad que el autor identificó y desarrolló en su trabajo literario. Su origen materno se remonta a un abuelo portugués; Manoel Silva, minero que pierde su fortuna en Copiapó durante la guerra civil de 1891. Se instala en Taltal con su esposa e hijas. Silva desaparece explorando el desierto. Nunca se encontró su cuerpo.
Su origen paterno está en la isla de Chiloé, de las familias más tradicionales del archipiélago. Su abuelo, entre otras actividades que desempeño, fue Capitán de Puerto en Melinka, donde asumió con éxito la captura de un connotado bandido de la época; Pedro Ñancupel. Una canción habla de la gesta. Así versa El Corrido de Pedro Ñancupel: “El caso más peregrino / del señor Pedro Ñancupel, / que en Melinka fue cautivo./ El Capitán de ese puerto, / aunque tenía temor,/ con toda su policía / se embarca con gran valor./ El práctico que sabía / dónde estaba su habitación,/ mandó izar las velas / y dio la dirección:/ al Este casa de ramas,/ al Sur mata de quilas./ Dicen que llegando a Melinka / lo buscaban como flores / al primero Capitán / don Belisario Bahamonde, / a cuya casa llegaban / en busca de provisiones / y una vez habilitados / se lanzaban como leones”.
Su padre; Antonio Bahamonde se instala en Taltal, una vez recibido su nombramiento como profesor. En este Puerto conoce a la hija de Manoel Silva, se enamoran y el resto de la historia sigue su curso natural. El 17 de abril de 1910, Mario Bahamonde se prendió a la vida. Cuando era pequeño todavía existían en la bahía de Taltal grandes veleros. Este puerto era un paraíso para los niños, llenos de quebradas en la cordillera de la costa muy cerca de la ciudad. Taltal era el principal puerto salitrero de la región y todo este auge minero y las características y condiciones sociales que esto generaba, además de ser hijo único y tener un padre profesor, definió fuertemente el origen de su personalidad.
El padre de Mario Bahamonde fue profesor normalista. Al empezar sus estudios don Antonio Bahamonde le pidió a su padre, Belisario, que también se los costeara a su mejor amigo Francisco Bórquez. Ambos estudiaron en Valdivia. Al final Antonio recibe su nombramiento como profesor en el liceo de Taltal y Francisco se queda trabajando por su cuenta en la zona del Calle Calle y hace una fortuna en el negocio del transporte marítimo.
Años después, cuando Roberto Bahamonde (hermano de Antonio) regresa a Taltal en el vapor Lautaro, propiedad de Francisco Bórquez, se produce el reencuentro de los amigos de la infancia y “Pancho” Bórquez le regala a Antonio un viaje en primera clase para que conociera toda la costa del país. Así Mario Bahamonde inicia un viaje, a los siete años, que lo llevará hasta las tierras de sus ancestros, en Chiloé.
Los antecedentes de la niñez de Bahamonde son algo escuetos. Se sabe que aprendió a caminar con la ayuda de un perro, tal vez la primera referencia de su buena relación con los animales. Esta situación parece no trascender más allá de la anécdota, pero Bahamonde era un hombre muy ligado a la naturaleza y con fuertes actitudes coservacionistas, situación que se deja ver en algunos de sus escritos.
Cuando pequeño Salía de excursión a las quebradas, en especial a la de Cortadillas la que conocía de memoria. Otros de los juegos favoritos en el puerto de Taltal era hacer competencias de nado de un muelle a otro.
Entre sus peripecias infantiles también acostumbraba a jugar a los bandidos y trenzarse en sendas grescas para ganarse la simpatía y el amor de alguna muchacha. Uno de sus principales contendores era un niño a quien conocían como “el chino Hun Fang” quien con los años fue un dentista radicado en Antofagasta. De esas musas la más codiciada era Meche Chacc (quien posteriormente fue actriz y es la madre del científico y conductor de programas de divulgación Eric Goles). Al parecer ahí están los orígenes de su profunda admiración al género femenino.
Sus primeros aciertos literarios, al parecer, se exteriorizan cuando escribe una composición a un caballo mampato que sus parientes chilotes le habían enviado de regalo. Su padre manda el cuento a un concurso que organizaba la revista El Peneca, resultando ganador. En su periodo de niñez las lecturas que más lo marcaron fueron las de Jack London. Mario Bahamonde, después de terminar la enseñanza primaria, es enviado por su padre a Santiago para continuar sus estudios e iniciar alguna carrera profesional. Este proceso es crucial para su determinación futura. Durante todo su periodo de estudiante en Taltal, Bahamonde destacó por ser un alumno ejemplar, acicateado por la condición de ser hijo del profesor del liceo y por la formación que su padre le aportó. Don Antonio Bahamonde se definía políticamente como radical, además de pertenecer a la masonería.
Cuando el pequeño Mario debía despedirse de Taltal, el padre vendió su caballo mampato y lo envió a entregárselo a sus nuevos dueños. De acuerdo a las posteriores confesiones de Bahamonde, partió con su animal y durante todo el trayecto, de ida y vuelta, no paró de llorar desconsoladamente; esta situación tan fuerte emocionalmente le hizo pensar, de acuerdo a su corta experiencia de niño recio, que cuando adulto sería “maricón”.
Partió a los doce años del pequeño puerto y estuvo durante toda su enseñanza secundaria en el internado Barros Arana, en Santiago. Hay que reflexionar en el hecho de que -todavía muy pequeño- debe vivir solo un gran proceso de desarraigo al llegar a un lugar totalmente nuevo, con su visión de niño taltalino, y sumergirse en la vida capitalina. Fue en esta ciudad donde vio llover por primera vez y lo primero que pensó fue que no podría estudiar más, porque toda esa cantidad de agua terminaría por deshacer a Santiago. Su larga estadía en la urbe es una peregrinación plagada de aventuras, el génesis de una sobrevivencia urbana que se prolongó hasta el día de su expiración. En solitario se abrió paso entre la adolescencia hasta una adultez prematura que definió su carácter y su gesto. En soledad, experimentó los primeros inviernos fríos y grises, en soledad se sintió sobrepasado por una ciudad si mar ni límites, en soledad se durmió sin abrazo materno en noches de fiebre. Por esas justicias del destino, la desafectividad, quizás, fue compensada por maestros que lo definieron como pedagogo e intelectual.
En su vida de estudiante, poco a poco iba desarrollando características de autosuficiencia. El dinero que utilizaba para su manutención lo obtenía, además de la reducida mesada familiar, como basquetbolista y boxeador. En cuarto de humanidades ya ostentaba el título pugilista de campeón nacional estudiantil. Al tiempo comenzó a dar clases a sus propios compañeros del internado para el bachillerato.
Cuando aún era estudiante secundario, a los quince años, participa en la defensa de la Federación de Estudiantes de la Universidad de Chile cuando grupos nazis intentan quemar el edificio. Esta situación es uno de los hitos que lo define políticamente. El joven Bahamonde es detenido y relegado por algunos días a Viña del Mar, finalmente el padre lo rescata.
En el internado Barros Arana es elegido presidente de los estudiantes. También se destaca por ser uno de los gestores de la creación de la biblioteca de ese centro estudiantil.
Terminada la enseñanza secundaria ingresa al Pedagógico de la Universidad de Chile. En este periodo Bahamonde se convierte en uno de los alumnos favoritos de Rodolfo Oroz, uno de los grandes lingüistas que tuvo chile en su historia. Además de aportarle sus conocimientos, el profesor logró inculcarle cierto grado de formalidad a su apariencia, la que estaba lejos de la sobriedad o excentricidad capitalina que, más bien, era de una austeridad abismante. En esta etapa de estudiante universitario, antes de recibir su nombramiento definitivo, trabaja en el liceo nocturno para adultos Federico Hansen. Aquí conoce a dos personajes que lo integran a la vida cultural y bohemia. Diego Muñoz y el pintor Gregorio de la Fuente eran alumnos de Mario Bahamonde. Estos personajes estaban regularizando su educación formal y, entre todos, fundaron una fuerte relación que los unió en las noches santiaguinas.
Diego Muñoz, quien era escritor y pintor hace amistad con el dueño de unos bares capitalinos: “El Zepellín”, “La Nave” y otros locales. Cuando este empresario decide decorar sus negocios, Diego Muñoz se ofrece a pintarle Murales pero con la condición que en vez de recibir dinero se le abriera una cuenta. Así el grupo de amigos bebió mucho tiempo a costa de las obras pictóricas. El poeta Andrés Sabella alcanza a participar de estas tertulias cuando era estudiante de derecho en Santiago.
Bahamonde conoce a Sabella en Antofagasta, que era una parada obligatoria en sus viajes estivales a Taltal. Esa amistad duró mucho tiempo aunque con grandes diferencias.
Otro hecho interesante en su naciente vida literaria se crea cuando su gran amigo, el actor Roberto Parada -que en esa época era estudiante de pedagogía en inglés-, le envía su memoria de titulación a un certamen en Costa Rica, obteniendo una mención. Este hecho puede considerarse como el inicio de su carrera literaria.
En 1933 recibe su nombramiento y es enviado al liceo de Hombres de Antofagasta como profesor de castellano y filosofía. Esta designación lo vincula para siempre a la ciudad y, aunque con el tiempo (1955) se convierte en rector del establecimiento y asume la dirección del Centro Extensión y Cultura de la Universidad de Chile, nunca deja las clases, hasta 1973 cuando es destituido.
Bahamonde se regresa de Santiago casado con Auda Lara Poblete una joven nortina radicada en la capital, estudiante universitaria, igual que él. Tuvo dos hijos con once años de diferencia. Su matrimonio, después de más de dos décadas, finalmente se diluyó. La razón fundamental de su ruptura matrimonial fue su incontinencia amatoria extramatrimonial y la incapacidad de la negación ante los coqueteos. Bahamonde es recordado, por el ciudadano promedio, como un profesor connotado que caminaba sobriamente por las veredas, y aún produce suspiros de melancolía en algunas señoras que trajinan en sus recuerdos.
Bahamonde, por las apreciaciones de quienes lo conocieron y lo quisieron, era un hombre que no gustaba de la parafernalia y de las apariciones rimbombantes. Prefería el contacto con personas que fueran capaces de defender su postura intelectual y mantener una buena conversación. Existía, en su forma de ser, un rechazo a la falta de inteligencia. Su carácter lo hizo tener más de un enemigo gratuito, ya que no era fácil abrir el interior de Bahamonde; los que compartieron su amistad reconocen en él un gran sentido de la solidaridad. Entre sus amigos más perdurables se encuentran el actor Roberto Parada, el escritor Nicomedes Guzmán, el poeta Nicolás Ferraro y otros más.
Su postura política era bastante clara y definida. Era militante comunista activo, muy crítico y comprometido al punto de que en más de una vez fue objetado al interior de esa organización. Al parecer no hizo mal uso de su condición de intelectual en su referente partidario y siempre asumió su trabajo político con disciplina, al punto de rechazar cualquier figuración pública.
En 1960 ingresa a su vida Germana Fernández, la que se convertiría en su compañera hasta su muerte. Germana Fernández fue la que reconstituyó la historia del escritor y la cuidadora de todo su patrimonio intelectual impreso. Con su muerte, a comienzos de 2005, hay una inmediata incertidumbre al no existir alguna persona o referente que continúe con las iniciativas de publicar los trabajos aún inéditos de Bahamonde.
A comienzos de 1960, Antofagasta tenía una considerable y permanente actividad literaria y cultural. Dentro de las más variadas expresiones existían dos grupos organizados; el “Cobre y Sal” encabezado por Andrés Sabella y “Artes y Letras” organizado por Mario Bahamonde. Estos grupos, además de ser talleres literarios y generadores de certámenes, aglutinaban a las personas vinculadas a las más variadas corrientes artísticas y culturales.
Mario Bahamonde, en el periodo previo a 1973, estuvo más dedicado a la pedagogía que a la literatura. Uno de sus hitos fue la publicación, en 1956, de Ala Viva un cuento que se convirtió en un saludo de Navidad para sus amistades. Después de 1960 participa en algunas publicaciones entre las que destacan; Y al Norte... La poesía (1961, imprenta del Liceo de Hombres), Antología del cuento nortino y Antología de la poesía nortina (1966, Editorial Universitaria, Santiago). También publica varios artículos en diversas revistas institucionales y de divulgación literaria.
En 1963, sin dejar su cargo de rector en el Liceo de Hombres, se integra a la Universidad de Chile en Antofagasta como director del Departamento de Extensión Cultural, que posteriormente pasó a llamarse Servicio de Extensión Universitaria. Además asumió el cargo de profesor de Literatura General del Instituto Pedagógico de la misma casa de estudios.
Como una clara muestra de su compromiso político, su obra se incrementa después del golpe de estado en 1973. Sus más destacadas novelas las escribe entre este año y 1978. En el periodo que asume el poder la junta militar, Mario Bahamonde es destituido de todos sus cargos académicos. En su novela inédita El Derrumbe está la referencia autobiográfica: “...Está citado a la oficina del vicerrector para el jueves, a las dieciséis horas.(...) le dije que me presentaba a su llamado. Entonces empezó a hablar y recogió su voz melosa para que en su cara barnizada brillaran unos ojos hundidos y huidizos: “...usted sabe, naturalmente... le reconocemos sus méritos, claro...” Movía sus manos viscosas, sus dedos de rapiña “...pero se nos ha sugerido, a pesar de sus publicaciones, que usted no figure en la nómina de esta Universidad, especialmente en un cargo tal alto como el suyo...” y hablaba con palabras esquivas, con un amigable ácido y con leves reverencias de obsequioso vinagre “...y yo no puedo sustraerme a una sugerencia de esta jerarquía, no deseo hacerlo; tampoco ignoramos sus ideas políticas y sus relaciones con los profesores que también las sustentan...” lo decía con gestos de merengue y ademanes de grasa “...no es persecución, no, de ningún modo, no vaya a pensarlo. Usted sabe: este periodo duro de lucha frontal, tenemos la preocupación por el porvenir...” era el eco de un recipiente hipócrita disfrazado con una corrección vacía y de prejuicios de opereta “...usted verá cómo lo hace, pero nosotros necesitamos su renuncia a contar desde el primero de este mes, ¿estamos?...”
Apenas consolidado el golpe militar, comienza su exilio interior. Una reclusión que lo sumerge en la determinación literaria y en el trabajo de resistencia contra la dictadura. En seis años escribe todas sus novelas, gana premios en el extranjero, es nombrado miembro de la Academia Chilena de la Lengua, agudiza su condición de militante, y fustiga con fuerza a otros intelectuales que coquetean con el gobierno de facto. A Andrés Sabella, en un altercado de pasillo, lo acusa de “poeta mercurial”, con su amigo Nicolás Ferraro se produce un alejamiento sistemático ante la pasividad de este.
En 1973 gana un certamen literario en México con su relato El Calladito, y su trabajo es publicado en la revista El Cuento Nº 60. En 1975 obtiene el primer premio “Antonio Carrera Sibila” en Venezuela por su cuento Río Indígena. El 6 de mayo de 1978 es incorporado, junto a Andrés Sabella, a la Academia chilena de la Lengua.
Todo el trabajo literario de Mario Bahamonde fue consecuencia de su intelectualidad. La intencionalidad en su obra trasluce su vocación de pedagogo, sin embargo le fue imposible no destacar en su labor como escritor a causa de su calidad narrativa.
El profesor antofagastino Sergio Gaytán, en su trabajo A Mario Bahamonde, una aproximación, reflexiona ante a la figura del escritor: “Su aporte técnico y temático permitió ensanchar la cuentística y novelística de nuestros extensos territorios. Su obra está jalonada por diversos hitos. Esos universos creados, seguirán señalando que aquí también es posible pensar. Su obra sorprende y sorprenderá aún más a quien efectúe una lectura total de ella, pero ahora sin moldes ni esquemas preconcebidos”.
Mario Bahamonde fue un intelectual fructífero de nuestro ámbito regional, ni más ni menos. Tuvo el acierto de llevar su producción investigativa y recopilatoria a la literatura para lograr su sobrevivencia. El segundo acierto es que escribió bien, más allá de su condición de olvido que comparte con otros escritores zonales. La lista es larga: Mariano Martínez, Felipe Aparicio Saravia, Teodoro Previer, Andrés Sabella, Manuel Durán Díaz, Antonio Rendic, Raquel Gutiérrez, Neftalí Agrella, Nicolás Ferraro, Atilio Maquiavelo, Alberto Mauret y otros.
Escribió sobre la relación del hombre con el desierto y el trabajo; una especie de designio inevitable que se asume con resignación y se repite hasta hoy. Esta dualidad es uno de los ingredientes fundamentales de toda la literatura nortina, una compleja ecuación que los autores del norte abordan en sus escritos, no siempre con la calidad literaria suficiente para separarla del dato histórico o del testimonio sociopolítico. Este hecho atenta contra la temática nortina, porque en definitiva no hay temas malos o buenos, solo buenos o malos escritores.
Mario Bahamonde, en sus escritos, dejó importantes referentes para definir las tareas que debían asumir las instituciones regionales y los habitantes del Norte; El quehacer universitario lo situó de la siguiente forma: “La obligación de una Universidad consiste en intentar la búsqueda de rutas superiores, que unifiquen el espíritu humano de un modo más digno y próspero.
Nos interesa, por ejemplo, el análisis del extraño problema del hombre nortino frente a su pasado remoto o cercano, en sus límites antropológicos, arqueológicos o simplemente históricos. De todo aquello que emerge nuestra raíz vital. Y no podemos beber en toda su plenitud nuestra condición de hombre nortino si no conseguimos comprender el mensaje de este ancestro. El pasado histórico del hombre regional carecería de todo valor si no consiguiéramos tenerlo como ejemplo y como experiencia para nuestras futuras andanzas por la tierra.”
En la tarea de construir y difundir literatura fue desidor y categórico: “El papel en blanco es lo único que se parece a la soledad absoluta. La lucha del creador, antes de acentuarse en una desesperación por comunicar, se hunde en quebranto por encontrar ese algo que decir, esa médula intelectual capaz de contener y sostener su mensaje dentro de las palabras...
...Hay tanta gente que no aprende jamás a escribir, en cambio aprende muy luego a publicar. Y este fantasma lo deslumbra.
Es importante que el creador se pregunte cuál es su propia comunicación. Hay personas que la tienen en la voz y suelen convertirse en actores. Otros la tienen en toda su expresión de su ser físico, cuyo cuerpo casi es un diálogo en sí, expresivo y alegre, suerte de luces vivaces que lo dicen todo con su maestría. Pero el auténtico escritor es capaz de comunicarse sólo por escrito y esta condena deberá sostenerla a perpetuidad.”
Aún está pendiente el estudio de la trayectoria de Mario Bahamonde como intelectual del norte. No es necesario darle otra connotación más allá de los lindes regionales. Su quehacer debe conocerse en su real dimensión, desde un punto de vista multidimensional. Su propuesta como pedagogo, su vida personal, su desarrollo literario y su trayectoria académica son algunos de los puntos para abordar su historia. Poco antes de morir, termina su novela –aún no publicada- El Derrumbe, en este texto hay una reflexión que reafirma su condición de nortino, con la inevitable sombra fatalista: “De pronto me pregunté ¿quién es uno, al fin?, ¿quién soy yo?... ¿El profesor que fui antes, únicamente en este liceo por tantos años?...¿el articulista que fui alguna vez sólo para esta ciudad?... ¿el catedrático que alcancé a mostrar en las aulas de la zona?... Luchaba por no enfocar mi propia imagen en el pasado. (...) Estoy viejo, pero éste no es el final sino un episodio en la ruta o en la lucha”.
En la última etapa de su vida, se le acostumbrara verlo en las esquinas organizando improvisados debates, en voz baja, alentando a la utópica insurgencia que Antofagasta jamás asumió. Su cuerpo ya está enfermo y su creación en plena ebullición. Finalmente, a los 69 años, la muerte lo embosca el 30 de noviembre de 1979, a las cinco de la tarde. Sin grandilocuencias ni rimbombancias, como acostumbró a vivir, fallece en su casa rodeado de sus incondicionales. Bahamonde, al parecer no tuvo en su familia consanguínea una continuidad de su concepción intelectual. Además del trágico desenlace que sufrieron sus hijos, el resto de las generaciones se despegaron de los vínculos que, acaso, alguna vez los acercaron a estas tierras.
Su descendencia se constituye por sus dos hijos: Mario Antonio Bahamonde Lara fue el mayor; falleció antes que su padre en 1978. Tuvo tres hijos: Mauricio Bahamonde Barros, quien actualmente es un destacado ingeniero, Marcela Bahamonde Barros quien se desempeña como odontóloga y Milena Bahamonde Barros; periodista, fotógrafa y concertista en guitarra, quien, al parecer, continúa con el legado intelectual de su abuelo.
El segundo hijo, Omar Bahamonde Lara, partió al exilio en 1973. En 1982, después de retornar al país, se suicida. Tuvo dos hijas, Monserrat Bahamonde Sablic y otra de nacionalidad española.
De los textos inéditos sin publicar, tal vez sin la revisión final, de Mario Bahamonde nos enganchamos para que los remolinos secos de Atacama nos eleven del suelo y nos permita ver más allá del ombligo: “ Alguien se preguntará entonces para qué el viento, para qué el hombre, para qué la vida, ¿y quién podría responder sino la tierra? El nortino es un árbol sin raíces, es una fruta vertical, es una piedra erguida con el puño en alto. Está allá en la dulce Arica, en la tranquila playa de Caldera, en Calama, en Chañaral o en el desierto, el nortino es como una voz que no se agota. Fue el Loco Almeyda de aguerrida fama, fue el Manco Moreno, el Chango López, el duro y amargo Jotabeche, fue Juan Godoy, fue el patriarca Manuel Antonio Matta, fue el pescador, el chango y el diaguita, fueron mi madre, mis hijos, mis hermanos, los poetas, los niños, los mineros.
Al nortino le dieron esta faja absurda de la tierra, este historial amargo, esta leyenda triste del olvido, lo derrotaron en Cerro Grande (en La Serena), lo destruyeron en Pozo Almonte, lo masacraron en Iquique, le contaron el cuento del salitre, le sepultaron pueblos, le están ahogando el cobre, pero aquí estará el nortino, de pie, como bandera, cuando el cúando de Chile tenga un cuando”.
EL DESENLACE PENDIENTE
No hay conclusiones redondas para la motivaciones en las que se empeñaron, por opción o circunstancias, Juan López y Mario Bahamonde Silva. Ellos son apenas dos eslabones separados de todos los hombres y mujeres ignorados que construyen la historia del Norte de Chile, proceso inconcluso y ligado –casi sin modificaciones- al origen de la gesta humana de estas tierras.
El fatalismo optimista que blande cualquier habitante crítico de esta latitud, es ensombrecido por la embriaguez de la modernidad que se instaló como una guirnalda afilada que se mece peligrosamente sobre la indolencia de los autodenominados emprendedores y mecenas del desarrollo económico. Los ciclos históricos de esta región son vertiginosos y determinantes. Todavía no culminaban las últimas notas de la marcha fúnebre de las exequias del salitre cuando irrumpió el carnaval eufórico del cobre. El duelo y las enseñanzas de esta extinción están pendientes, enredadas en las serpentinas de la comparsa que se renueva una y otra vez. La somnolencia festiva de esta ciudad no permite que esta se sueñe a si misma escarbando en terrenos con riquezas pendientes que no tienen denominación monetaria. La borrachera de la ignorancia no deja asentar el tranco maduro para alcanzar la condición de habitante zonal por derecho.
La identidad es una construcción social, no una herencia fortuita. Para los nuevos buscadores de la justa bonanza material que persigue el bienestar filial, A los exploradores que se empeñan -cuesta arriba- en explotar la veta de la creación y la trascendencia, a todos los que esPor estos lados, la esperanza es una semilla sin germinar.
-BIBLIOGRAFÍA
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Gracias por publicar este ensayo. Es gratificante saber que le interesa a alguien más que al autor.
ResponderBorrarUn Abrazo fraterno.
Claudio Labarca.