miércoles, noviembre 30, 2011
IMPROVISACION Y COMPOSICION por MILAN KUNDERA
Durante la redacción del Quijote, Cervantes no se molestó, de paso, en influir en el carácter de su protagonista. La libertad con la que Rabelais, Cervantes, Diderot, Sterne nos hechizan iba unida a la improvisación. El arte de la composición compleja y rigurosa no ha pasado a ser necesidad imperativa hasta la primera mitad del siglo XIX. La forma de la novela tal como nació entonces, con la acción concentrada en un espacio de tiempo muy reducido, en una encrucijada en la que se cruzan varias historias de varios personajes, exigía un plan minuciosamente calculado de acciones y escenas: antes de empezar a escribir, el novelista trazaba y volvía a trazar, pues, el plan de la novela, lo calculaba y volvía a calcularlo, dibujaba y volvía a dibujarlo como jamás se había hecho antes. Basta con hojear las notas que Dostoievski escribió para Los endemoniados: en los siete cuadernos de notas, que en la edición francesa de La Pléiade (Éditions Gallimard, París) ocupan 400 páginas (la novela entera ocupa 750), los motivos están a la busca de los personajes, los personajes a la busca de los motivos, los personajes rivalizan largo tiempo por ocupar el lugar del protagonista; Stavroguin debería de estar casado, pero «¿con quién?», se pregunta Dostoievski e intenta casarlo sucesivamente con tres mujeres, etc. (Paradoja que no es sino aparente: cuanto más se calcula esa máquina de construir, más verdaderos y naturales son los personajes. El prejuicio contra la razón constructora como elemento «no artístico» y que mutila el carácter «vivo» de los personajes no es sino la ingenuidad sentimental de aquellos que nunca han entendido nada del arte.)
El novelista de nuestro siglo, nostálgico del arte de los antiguos maestros de la novela, no puede volver a retomar el hilo allí donde quedó cortado; no puede saltar por encima de la inmensa experiencia del siglo XIX; si quiere alcanzar la desenvuelta libertad de Rabelais o de Sterne, debe reconciliarla con las exigencias de la composición.
Recuerdo mi primera lectura de Jacques el fatalista; encantado con esa riqueza audazmente heteróclita en la que la reflexión se codea con la anécdota, en la que un relato enmarca a otro, encantado con esa libertad de composición que se burla de la regla de la unidad de acción, me preguntaba: Este soberbio desorden ¿se debe acaso a una admirable construcción, calculada con refinamiento, o se debe a la euforia de una pura improvisación? Sin duda alguna, es la improvisación lo que aquí prevalece; pero la pregunta que me hice espontáneamente me llevó a comprender que esta embriagada improvisación encierra en sí misma una prodigiosa posibilidad arquitectónica, la posibilidad de una construcción compleja, rica y que estaría, a la vez, perfectamente medida y premeditada, como estaría necesariamente premeditada incluso la más exuberante fantasía arquitectónica de una catedral. Semejante intención arquitectónica ¿le haría perder a la novela su encanto de libertad? ¿Su carácter de juego? Pero el juego, ¿qué es, de hecho? Todo juego está basado en reglas, y cuanto más severas son las reglas tanto más juego es el juego. Contrariamente al jugador de ajedrez, el artista inventa él mismo sus propias reglas para sí mismo; improvisando sin reglas es pues tan libre como inventándose su propio sistema de reglas.
Reconciliar la libertad de Rabelais o de Diderot con las exigencias de la composición le plantea, no obstante, al novelista de nuestro siglo otros problemas que los que preocuparon a Balzac o Dostoievski. Ejemplo: el tercer libro de Los sonámbulos de Broch, que es un torrente «polifónico» compuesto de cinco «voces», cinco líneas enteramente independientes: estas líneas no están unidas ni por una acción común ni por los propios personajes y tienen cada una un carácter formal totalmente distinto (A-novela, B-reportaje, C-cuento, D-poesía, E-ensayo). En los ochenta y ocho capítulos del libro, estas cinco líneas alternan en este extraño orden: A-A-A-B-A-B-A-C-A-A-D-E-C-A-B-D-C-D-A-E-A-A-B-E-C-A-D-B-B-A-E-A-A-E-A-B-D-C-B-B-D-A-B-E-A-A-B-A-D-A-C-B-D-A-E-B-A-D-A-B-D-E-A-C-A-D-D-B-A-A-C-D-E-B-A-B-D-B-A-B-A-A-D-A-A-D-D-E.
¿Qué ha llevado a Broch a elegir precisamente este orden y no otro? ¿Qué le ha llevado a tomar en el capítulo cuarto precisamente la línea B y no la C o la D? No la
lógica de los personajes o de la acción, pues no hay acción común a estas cinco líneas. Le guiaron otros criterios: el encanto debido a la sorprendente proximidad de las distintas formas (verso, narración, aforismos, meditaciones filosóficas); el contraste de las distintas emociones que impregnan los distintos capítulos; la diversidad en la longitud de los capítulos; en fin, el desarrollo de las cuestiones existenciales mismas que se reflejan en las cinco líneas como en cinco espejos. A falta de algo mejor, califiquemos estos criterios de musicales, y concluyamos: el siglo XIX elaboró el arte de la composición, pero es el nuestro el que ha aportado, a ese arte, la musicalidad.
Los versos satánicos están construidos sobre tres líneas más o menos independientes: A: las vías de Saladin Chamcha y Gibreel Farishta, dos indios de hoy que viven entre Bombay y Londres; B: la historia coránica que trata de la génesis del Islam; C: la marcha mar a través de los aldeanos hacia La Meca, mar que creen atravesar en seco y en el que se ahogan.
Las tres líneas se retoman sucesivamente en las nueve partes según el siguiente orden: A-B-A-C-A-B-A-C-A (por cierto: en música, semejante orden se llama rondó: el tema principal vuelve regularmente alternando con algunos temas secundarios).
He aquí el ritmo del conjunto (menciono entre paréntesis el número, aproximado, de páginas de la edición francesa): A (100) B (40) A (80) C (40) A (120) B (40) A (70) C (40) A (40). Comprobamos que las partes B y C tienen todas la misma longitud, lo cual otorga al conjunto una regularidad rítmica.
La línea A ocupa cinco séptimos, la B un séptimo, la C un séptimo del espacio de la novela. De esta relación cuantitativa resulta la posición dominante de la letra A: el centro de gravedad de la novela se sitúa en el destino contemporáneo de Farishta y Chamcha.
No obstante, incluso si B y C son líneas subordinadas, es en ellas donde se concentra el desafío estético de la novela, ya que gracias precisamente a estas dos partes pudo Rushdie captar el problema fundamental de todas las novelas (el de la identidad de un individuo, de un personaje) de una manera nueva que supera las convenciones de la novela psicológica: las personalidades de Chamcha o de Farishta son inasibles mediante una descripción detallada de sus estados de ánimo; su misterio reside en la cohabitación de dos civilizaciones en el interior de su psique, la india y la europea; reside en sus raíces, de las que se arrancaron pero que, no obstante, permanecen vivas en ellos. ¿En qué lugar se rompieron estas raíces y hasta dónde hay que llegar si se quiere tocar la llaga? La mirada hacia el interior «del pozo del pasado» no es un comentario fuera de lugar, esta mirada tiene por blanco el meollo de la cuestión: el desgarro existencial de los dos protagonistas.
Al igual que Jacob es incomprensible sin Abraham (quien, según Mann, vivió siglos antes que aquél) pues no es sino su «imitación y continuación», Gibreel Farishta es incomprensible sin el arcángel Gibreel, sin Mahound (Mahoma), incomprensible incluso sin ese Islam teocrático de Jomeini o de esa joven fanatizada que conduce a los aldeanos hacia La Meca, o más bien hacia la muerte. Todos ellos son sus propias posibilidades que dormitan en él y a ellas debe reclamar su propia individualidad. No hay, en esta novela, cuestión importante alguna que pueda examinarse sin una mirada hacia el interior del pozo del pasado. ¿Qué es bueno y qué es malo? ¿Quién es el diablo para el otro, Chamcha para Farishta o éste para aquél? ¿Es el diablo o el ángel el que inspira la peregrinación de los aldeanos? ¿Es su hundimiento en las aguas un lamentable naufragio o el glorioso viaje hacia el Paraíso? ¿Quién lo dirá, quién lo sabrá? ¿Y si esta inasibilidad del bien y del mal fuera el tormento vivido por los fundadores de las religiones? Las terribles palabras de la desesperación, esa inaudita frase blasfema de Cristo, «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?», ¿no resuena acaso en el alma de cualquier cristiano? En la duda de Mahound preguntándose quién le inspiró los versos, Dios o el diablo, ¿acaso no hay, oculta, la incertidumbre sobre la que se asienta la existencia misma del hombre?
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crónica,
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