Corría por el bosque
hasta atrapar una avecilla distraída
Sus ojos se clavaban en esas pupilas
que rogaban una piedad inexistente
El abría su boca y atrapaba
la cabecita entre sus dientes
Sorber la sangre ardiente
mientras descendía en su garganta
le causaba un placer inquietante
Sus pequeños dedos
atenazaban el corazón aún latente
Con vigor comprimían hasta
que cesaba de pulsar ese triángulo
diminuto e inocente
Lo buscaba con su lengua
después de arrancar la traquea
Con desesperación sondeaba
el pecho hasta hallar el tesoro
y tragarlo…
Sólo se detuvo hasta sangrar de narices
su propia sangre viva y brillante
Las viejas del pueblo
decían que era una maldición
Ni siquiera la sal la detenía…
La sal cede ante los monstruos.
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