lunes, enero 04, 2010
GIMNASIO
25 lucas me cuesta el gimnasio. 25 monos divididos en 4 partes. Una vez que he alcanzado las 10 lucas la compresión del cuerpo es tal, que comienzo el ejercicio aeróbico gastando la energía de los músculos. Apretándolos hacia mi mismo como un agujero negro que atrapa la luz. Sudo. Me saco la polera. El pantalón. Quedo en pelotas. Literalmente. Sólo la pipa y yo. Mi artefacto deportivo. Luego me pongo la ropa para salir a comprar otra vez. Con el filo del cansancio en la cara. Con las pupilas dilatadas y el cuerpo frigorizado. El corazón a mil. Como siempre. Miro hacia todos lados. Nadie me persigue. Mi boca seca apenas puede producir sonidos. Hago parar un colectivo mientras varias gotas de sudor bajan por mi cara. “Buenas noches, salí a trotar”, le digo al colectivero. De ahí es sólo suerte. Ojalá que el colectivero no se urja. Lo tanteo. Lo ideal es que no vaya nadie más. Eso nunca ocurre. Siempre hay alguien más. Pero si soy el único pasajero, si el colectivero es comprensivo o quizás un buen capitalista que busca su oportunidad en cualquier lugar, le pido que baje por Serrano, me espere y que de vuelta le pago todos los pasajes. Casi siempre dicen que sí. En la noche todos los gatos son =les. Ningún gasto está demás. Es parte del circuito. En comprar 12 monos me demoro 2 minutos: la tía o el travesti duro de siempre. Siempre hay alguien más. No lo dudo. De vuelta converso algo, le digo al colectivero que estoy cagado.”Así está la ciudad”, me responde. “Esto para mi es puro ejercicio”, le respondo. “Gracias, que le vaya bien”.”A ti =”. Y otra vez al ejercicio. Mono. Pipa. Fuego. Mono. Pipa. Fuego. Mono. Pipa. Fuego... Ya es la última serie. Se me viene una idea loca. Mientras miro el fulgor de la pasta quemándose y siento mis huesos oprimiéndose sobre sus médulas, no sé cómo, entre ese aeróbico movimiento, aparece, casi en paralelo, la imagen de Happy Feet bailando al son de mi performance. También me pongo a bailar. No importa lo que suena en la tele a todo volumen. Ni tampoco el miedo a que abran la puerta. Es la trinidad perfecta. Una aspirada genial, la luz muerta de la pasta quemándose y los pasos contagiosos de Happy Feet moviéndose en mi corazón. Sólo se trata de amor. Entonces el sudor tiene un mínimo sentido que me esperanza y el humo que entra seco hacia adentro la fuerza negativa y positiva de toda materia. Momentos más momentos menos. Cada uno en su baile. Flexiono mis rodillas para recoger algo de pasta que cayó en el suelo. Mi cuerpo completamente mojado se deshace y por fin sé que la jornada ha terminado. La culpa se viene tan rápido como la imagen de los padres y amigos de Happy Feet desvaneciéndose en un acuario. No hay más pescado. El sábado paso la tarde durmiendo y el domingo amanezco con todo el cuerpo adolorido. Las nalgas y las pantorrillas. El arco del pie derecho. Los brazos y el cuello. Y ya de noche, con la ausencia total de bondad, maldad o culpa, apaleado, intento subir las escaleras para apresurarme a dormir. Enciendo la tele sólo para no estar solo. Pero ni el zapping me sirve. Pienso en cuántos pingüinitos morirán de hambre. En la tele aparece Josefina Correa. Creo ver en sus ojos una mirada clara, escucho su voz santurrona predicándome una oferta. Y le pregunto en voz alta: “¿crees que estoy metiendo a todo el mundo en mi mierda?”
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