martes, enero 11, 2011

LA NUBE EN PANTALONES -1- por VLADIMIR MAIAKOVSKI



1

¿Tal vez creen que la malaria me hace delirar?

Esto ocurrió, ocurrió en Odessa.
«Vendré a las cuatro», dijo María.

Dieron las ocho. Las nueve. Las diez.

Y la noche
escapó de la ventana
al horror nocturno,
sombrío,
decembrino.

A mi decrépita espalda carcajean
y relinchan los candelabros.

Nadie podría reconocerme ahora:
esta mole musculosa
gime,
se retuerce.
¿Qué querrá esta mole?
Pues esta mole es mucho lo que quiere.

Porque para uno mismo no importa ser de bronce
o tener un corazón de hierro frío.
Pero por la noche uno quiere
esconder su tañido en algo blando, femenino.

Y aquí me tienen enorme,
doblado en la ventana
fundiendo con mi frente el hielo del cristal.
¿Habrá amor o no habrá amor?
¿Cómo será?
¿Grande o pequeño?
¿Pero cómo un cuerpo así tendría uno grande?
Deberá ser pequeño, un amorcito dócil.
Que saltará, asustado, al claxon de los autos
y amará las campanillas
de los tranvías tirados por caballos.

Metiendo todavía más mi rostro
en el rostro picado de la lluvia espero
salpicado por la estruendosa pleamar citadina.

La medianoche, apuntándome con un cuchillo,
me alcanzó,
me apuñaló.
(Te lo tienes merecido.)
Y cayeron las doce
como la cabeza de un condenado cae del cadalso.

En los cristales gotitas grises
se fundían en una
mueca inmensa
como si aullaran las quimeras
del Notre-Dame de París.

¡Maldita!
¿No te basta con esto?
Pronto los gritos lastimarán mi boca.

Y oigo esto: silenciosamente,
como baja un enfermo de su cama,
salta un nervio.
Primero
camina un poco y luego
comienza a correr
nervioso,
con paso firme.
Y ahora este y otros dos más
se lanzan a un zapateo desesperado.

Se desprende el enlucido en el piso de abajo.

Nervios grandes y pequeños, muchos ahora,
galopan enloquecidos hasta que
a ellos mismos les fallan las piernas.

la noche se extiende como limo en mi cuarto
y en ese limo se hunden mis ojos ya pesados.

De pronto la puerta comienza a rechinar
como si al hotel
le castañetearan los dientes.

Entraste tú,
rotunda como un «ahí tienen», torturando la gamuza de tus guantes
dijiste:
“¿Sabe usted? Me caso».

¿Qué tiene? Cásese.
No importa.
Resistiré.
¿No ve usted lo tranquilo que estoy?
Como el pulso
de un difunto.

¿Recuerda? Usted decía: «Jack London, dinero, amor, pasión»,
pero yo sólo veía esto:
¡Usted es una Gioconda que alguien debe robar!

Y así ocurrió.

Otra vez enamorado, entraré al juego, iluminando con fuego la curva de mis cejas.
Pero ¿qué tiene de extraño?
¡Hasta en una casa consumida por el fuego
a veces viven vagabundos!

¿Se burla de mí?
«Posee menos esmeraldas de locura que kopeks un indigente.»
¡Pero no olvide
que Pompeya pereció cuando irritó al Vesubio!

¡Ey!
Señores
amantes
de lo sacrilego,
del crimen,
¿han visto lo
más terrible?
¿Mi rostro
cuando
estoy
del todo calmo?

Y ya siento que mi «yo»
me queda estrecho.
Que alguien pugna por salir de mí.

¡Aló!
¿Quién habla?
¿Mamá?
Vuestro hijo está bellamente enfermo.
¡Mamá!
¡Sufre un incendio de su corazón!
Dígale a mis hermanas, a Liúda y a Olia,
que ya no tiene adonde ir.
Cada palabra suya
hasta la broma
que regurgita de su boca resquemada,
se lanza afuera como una prostituta desnuda
de un prostíbulo en llamas.

¡La gente husmea
y les huele a quemado!
Trajeron a ciertos tipos.
¡Relucientes!
¡Con cascos!
¡¿Pero adonde van con esas botas?!
Háganles saber a los bomberos
que a un corazón ardiente se sube con caricias.
Déjenme, mejor yo mismo
achicaré mis ojos llorosos con barriles.
Permítanme apoyarme en la costilla.
¡Voy a saltar! ¡Voy a saltar! ¡Voy a saltar!
Y sólo caen los bomberos.
¡No es posible dejar de un salto el corazón!

En el rostro quemado,
de entre las grietas de los labios,
un beso abrasado quiere alzarse.
¡Mamá!
¡No puedo ya cantar!
En la pequeña iglesia de mi corazón se quema el

Figurillas quemadas de palabras y números
abandonan mi cráneo
como niños un edificio en llamas.
Así el miedo,
queriendo agarrarse del cielo, elevaba
sus ardientes manos en el Lusitania.
Ante las gentes temblorosas en la paz de sus casas
un resplandor de mil ojos se desgajaba del muelle.
¡Un último grito: tú al menos
clama a los siglos que me abraso!

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