martes, enero 11, 2011

LA NUBE EN PANTALONES -4- por VLADIMIR MAIAKOVSKI



¡María! ¡María! ¡María!
Déjame entrar, María,
¡no puedo vivir en las calles!
¿No quieres?
¿Esperas
que mis mejillas se hundan, que degustado por todos, soso, venga
y masculle sin dientes que hoy
«seré asombrosamente honesto»?

María, ¿ves?,
ya comienzo a encorvarme.

Por la calle
las gentes agujerean la grasa en sus buches de cuatro pisos,
asoman por allí unos ojos
raídos por el trajín de cuarenta años
y chismorrean socarrones
porque entre mis dientes sostengo
-¡otra vez!-
el panecillo seco de una caricia de ayer.

La lluvia cubrió de llanto las aceras.
Como un pillo atrapado entre los charcos,
mojado, el cadáver olvidado de un adoquín lame la calle
y en las cejas grises,
¡sí!,
en las cejas de los carámbanos
hay lágrimas,
¡sí!,
y en los ojos entornados de las cañerías de desagüe.

La jeta de la lluvia ha chupado a todos los transeúntes. En los carruajes un atleta sigue a otro atleta gordo. Revientan las gentes de tanto comer
y a través de sus grietas gotea el sebo un río turbio que fluye de los carruajes junto con un panecillo cubierto de saliva y la masa masticada de viejas croquetas.

¡María!
¿Cómo hacer entrar en sus oídos grasientos una sencilla
palabra? El pájaro
pide limosnas con sus trinos; canta,
hambriento y sonoro,
pero yo soy un hombre, María,
un hombre simple,
que la tísica noche escupió en la sucia mano de la calle.

María, ¿quieres a alguien así? ¡Déjame entrar, María!

¡Mis dedos crispados aprietan la garganta de hierro del timbre en tu puerta!

¡María!

Se enfurece el pastizal de las calles.
En el cuello tengo rasguños de una turba de dedos.
¡Abre!
¡Me duele!

¿No ves que tengo clavados en los ojos alfileres de sombreros de mujer?

¡Has abierto!

No temas, criatura,
si ves en mi cuello,
como una bestia sudorosa, la montaña húmeda de
mujeres: es que yo arrastro por la vida millones de amores puros, enormes, y un millón de millones de sucios amorcitos. No temas si otra vez desgraciado e infiel vuelvo a sobar las caritas preciosas «de las miles que aman a Maiakovski», esas que ya son una dinastía de reinas entronizadas en mi alma de loco.

¡Ven, María, acércate!

Desnuda y sin pudor,
o quizá mínimamente temblorosa,
y dame el jamás marchito encanto de tus labios.
Mi corazón y yo nunca hemos llegado a mayo,

y en toda mi vida
hay sólo un centésimo abril.

¡María!
El poeta de sonetos canta a Tiana
pero yo,
hecho sólo de carne, hombre todo, sólo pido tu cuerpo, como un cristiano pide: «Danos el pan nuestro de cada día».

¡Dámelo, entonces, María!

¡María!
Temo olvidar tu nombre
como el poeta teme olvidar
la palabra nacida
en el tormento de la noche
y que le recuerda a Dios por su grandeza.

Amaré, cuidaré de tu cuerpo como el soldado recortado por la guerra, inútil,
solitario,
cuida su única pierna.

María, ¿no quieres?
¿No?

¡Ja!
Bien: otra vez, entonces, sombrío y cabizbajo tomo mi corazón bañado en lágrimas para llevármelo, como el perro que arrastra hasta su cubil
la pata aplastada por un tren.
Riego el camino con sangre de mi corazón
que se pega como flores de polvo en la guerrera.
Como la hija de Herodías,
el sol danzará mil veces rodeando la tierra,
como al cráneo del Bautista.

Y cuando haya danzado hasta el final los años que me tocan,
millares de gotas de sangre cubrirán el camino que lleva a la casa del Padre.
Saldré entonces
sucio (de todas las noches pasadas en las cloacas)
y me pondré muy junto a Él,
me inclinaré
y le diré al oído:
«¡Escuche, señor Dios!
¿Cómo no le aburre
en esa jalea nebulosa
mojar cada día sus bondadosos ojos?
¿Por qué no, sabe usted,
arma un carrusel
con el árbol del estudio del bien y del mal?».

Ubicuo, estará en cada armario y pondremos vino por toda la mesa, para que hasta al taciturno apóstol Pedro le entren ganas de bailar el ki-ka-pu.

Y otra vez llenaremos el paraíso de Evitas:
una palabra tuya y
esta misma noche
te traeré las más bellas muchachas
de los bulevares.

¿Quieres?

¿No?
¿Sacudes la cabeza, desgreñado? ¿Enarcas tu ceja canosa? ¿De verdad crees que ese
detras de ti, ese alado, sabe qué es el amor?

Yo también soy un ángel, lo fui:
como un corderito azucarado miraba a los ojos
pero me cansé de regalar a las yeguas
floreros hechos con sufrimiento de Sévres.
Todopoderoso, tú inventaste las manos,
hiciste
que cada uno tuviese una cabeza ¿por qué, entonces, no eliminaste el tormento
de besar, de besar, de besar?

Yo pensaba que eras un diosazo omnipotente y no eres más que un alumno retrasado, un
diosecillo minúsculo. Mira cómo me agacho, me saco de la bota una navaja. ¡Bellacos alados! ¡Acurruqúense en el paraíso!
¡Larguen sus plumas temblando de miedo! A ti, oloroso a incienso, te daré un navajazo desde aquí hasta Alaska!

¡Déjenme ir!

No me detendrán.
Les miento,
no sé si con razón,
pero no puedo estar tranquilo.
Miren:
¡han decapitado de nuevo a las estrellas
y la matanza ha ensangrentado todo el cielo!

¡Eh, ustedes! ¡Cielo!
¡Quítense el sombrero! ¡Voy a entrar!

Silencio.

El universo duerme apoyando en la pata,
garrapateada de estrellas, la oreja enorme.




1914-1915

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