el chico y yo éramos los últimos
de una juerga en mi casa y estábamos allí sentados cuando alguien, fuera,
empezó a tocar la bocina de un coche, fuerte FUERTE FUERTE, oh canta fuerte,
pero luego todo es como hachazos en la cabeza, de todos modos. el mundo no hay
quién lo arregle, así que simplemente seguí allí sentado con mi copa, fumando
un puro y sin pensar en nada; se habían ido los poetas, los poetas y sus damas
se habían ido, y el ambiente resultaba bastante agradable, a pesar de aquella
bocina. en comparación. los poetas se habían acusado mutuamente de diversas
traiciones: de escribir mal, de fallos y cada uno de ellos proclamaba así
merecer más aplausos, escribir mejor que Fulano y Mengano y Zutano. les dije a
todos que lo que necesitaban era pasarse dos años en una mina de carbón o una
central siderúrgica, pero siguieron discurseando, aquellos melindrosos,
bárbaros, apestosos, y, la mayoría, podridos escritores. ya se habían ido. el
puro era bueno. el chico seguía allí sentado. yo acaba de escribir un prólogo
para su segundo libro de poemas. ¿o era el primero? no lo sé muy bien.
—oye —dijo el chaval—, hay que
salir a decirle a ese tío que se calle, que se meta la bocina en el culo.
el chico no escribía mal, y
sabía reírse de sí mismo, lo cual es, a veces, signo de grandeza, o al menos
signo de que tienes cierta posibilidad de acabar siendo algo más que un cerote
literario disecado. el mundo estaba lleno de cerotes literarios disecados que
no paraban de contar que se habían encontrado a Pound en Espoleto o a Edmund
Wilson en Boston, o a Dalí en ropa interior, o a Lowell en su jardín; allí
sentados con sus pequeños albornoces, te lo contaban una y otra vez para que te
enteraras, y AHORA tú estabas hablando con ELLOS, ay, te das cuenta. «... la
última vez que vi a Burroughs...» «Jimmy Baldwin, Dios, qué borracho estaba,
tuvimos que ayudarle a salir al escenario y apoyarle en el micro. . . »
—tenemos que salir ahí fuera y
decirle que se meta esa bocina en el culo —decía el chico, influido por el mito
Bukowski (en realidad yo soy un cobarde), y el rollo Hemingway, y Humphrey B. y
Eliot con sus calzones enrolladitos... en fin. di una chupada al puro. la
bocina seguía. ALTO CANTA EL CUCO.
—la bocina no está mal. no
salgas a la calle después de llevar cinco o seis u ocho o diez horas bebiendo.
tienen jaulas preparadas para la gente como nosotros. no creo que pueda
soportar otra jaula, otra de esas malditas jaulas. ya me construyo yo solo
bastantes.
—voy a salir a decirles que se
la metan en el culo —dijo el chico.
el chico estaba influido por el
superhombre, Hombre y Superhombre. él quería hombres inmensos, duros y
criminales, uno noventa, ciento veinte kilos, que escribiesen poesía inmortal.
pero por desgracia los fortachones eran todos subnormales y eran los mariquitas
elegantes de pulidas uñas los que escribían los poemas de los tipos duros. el
único que se ajustaba al modelo de héroe del muchacho era el gran John Thomas,
y el gran John Thomas siempre actuaba como si el muchacho no estuviese allí. el
chico era judío y el gran John Thomas tenía conexiones con Adolfo. me gustaban
los dos y a mí no suele gustarme la gente.
—escucha —dijo el chico—, yo voy
a salir a decirles que se metan la bocina por el culo.
ay Dios. el chico era grande
pero un poco por la vertiente gorda, no se había debido perder muchas comidas,
pero era flojo por dentro, bueno por dentro, asustado y preocupado y un poco
loco, como todos nosotros, ninguno había triunfado, en realidad, y yo dije,
«chaval, olvida la bocina. me parece que no la toca un hombre. parece una
mujer. los hombres paran y lanzan bocinazos, lanzan amenazas musicales. las
mujeres simplemente se apoyan en la bocina. el sonido total, una gran neurosis
femenina.»
—¡joder! —dijo el chico. corrió hacia
la puerta.
¿qué importa esto? pensé. ¿qué
más da? la gente sigue haciendo cosas que no cuentan. cuando haces una cosa,
todo debe estar ordenado matemáticamente. eso fue lo que aprendió Hemingway en
las corridas de toros y lo aplicó en su obra. eso es lo que yo aprendo en las
carreras de caballos y lo aplico a mi vida. los buenos de Hem y Buk.
—qué hay, Hem, soy Buk.
—oh, Buk, que alegría oírte.
—es que me gustaría acercarme a
tomar una copa.
—oh, me encantaría. muchacho,
pero sabes, bueno, en realidad me voy ahora mismo de la ciudad.
—pero, ¿por qué te vas, Ernie?
—tú has leído los libros. dicen
que estaba loco, que imaginaba cosas. entrando y saliendo del manicomio. dicen
que imaginaba que tenía el teléfono controlado, que imaginaba que tenía la
silla pegada al culo, que me seguían y me vigilaban. sabes, yo no fui en
realidad político, pero siempre jodí con la izquierda, la guerra española, todo
ese rollo.
—sí, la mayoría de vosotros los
literatos os inclináis a la izquierda. parece romántico, pero puede resultar
una trampa infernal.
—lo sé. pero en fin, yo tenía
aquella terrible resaca y sabía que había dado un patinazo, y cuando creyeron
en EL VIEJO Y EL MAR supe que el mundo estaba podrido.
—lo sé. volviste a tu primer
estilo, pero no era real.
—yo sé que no era real. y
conseguí el PREMIO. y que me siguieran y me vigilaran. la vejez cayó sobre mí.
bebiendo allí sentado como un vejestorio, contando historias rancias a quien
quisiese escucharlas. ¿que iba a hacer sino pegarme un tiro?
bueno, Ernie, ya te veré.
—de acuerdo, sé que lo harás,
Buk.
coló. v cómo.
salí fuera a ver lo que hacía el
chico. era una vieja en un coche del 69. seguía tumbada en la bocina. ni
piernas, ni pecho, ni cerebro. sólo un coche del 69 y rabia, rabia, inmensa y
total. un coche bloqueaba . la entrada de su casa. tenía casa propia. yo vivía
en uno de los últimos patios cochambrosos de DeLongpre. algún día el
propietario lo vendería por una gran suma y yo sería bulldozeado. terrible.
daba fiestas que duraban hasta que salía el sol, escribía a máquina día y
noche. en el patio de al lado vivía un loco. todo era agradable. una manzana al
norte y diez al oeste podía caminar por una acera que tenía huellas de
ESTRELLAS. no sé lo que los nombres significan. no voy al cine. no tengo televisor.
tiré por la ventana el aparato de radio cuando dejó de funcionar. borracho. yo,
no el aparato. en una de mis ventanas hay un gran agujero. olvidé que tenía,
cristales. tuve que sacar la radio de allí y abrir la ventana para tirarla.
después, borracho y descalzo, mi pie (izquierdo) recogió todos los cristales, y
el médico, mientras me lo abría sin ponerme siquiera anestesia, mientras
buscaba los malditos cristales, me preguntó: —oiga, ¿anda usted siempre por ahí
sin saber lo que hace? —casi siempre, nene. entonces me dio un gran corte que
no era necesario. me agarré a la mesa y dije: —sí, Doctor. entonces se puso más
amable. ¿por qué han de estar los médicos por encima de mí? no lo entiendo. el
viejo cuento del hechicero. así pues, estaba en la calle, Charles Bukowski,
amigo de Hemingway, Ernie, que nunca ha leído MUERTE EN LA TARDE. ¿dónde consigo un
ejemplar? el chico dijo a la chiflada del coche, que sólo exigía respeto y
estúpidos derechos de propiedad: —retiraremos el coche, lo sacaremos de ahí en
medio. el chico hablaba también por mí. ahora que le había escrito su prólogo,
le pertenecía. —mira, muchacho, no hay sitio al que empujar el coche. v en
realidad me importa un pito, yo voy a echar un trago.
empezaba a llover. tengo la piel
delicadísima, igual que los caimanes, y el alma a juego. me fui, mierda, ya
estaba harto de guerras.
me fui y luego, cuando estaba a
punto de llegar al agujero del patio de delante, oí gritos. me volví.
y había lo siguiente: un chico
delgado, de camiseta blanca que le gritaba descompuesto al poeta judío gordo
cuyos poemas acababa de prologar. ¿qué tenía que ver con el asunto el de la
camiseta blanca? el camisetablanca empujaba a mi poeta semiinmortal. con
fuerza. la loca seguía tumbada en la bocina.
Bukowski, ¿deberías probar otra
vez tu gancho de izquierda? te balanceas como la puerta de un granero viejo y
sólo ganas una pelea de cada diez. ¿cuál fue la última pelea que ganaste?
deberías usar bragas.
bueno, demonios, con un
historial como el tuyo, una paliza más no será ninguna vergüenza.
empecé a avanzar para ayudar a
aquel chaval judío y poeta, pero vi que tenía acogotado al camisetablanca. y
entonces, del lujoso edificio de veinte millones de dólares que había junto a
mi agujero cochambroso, salió una joven corriendo. vi cómo se balanceaban las
mejillas de su trasero a la falsa luz lunar de Hollywood. nena, podría
enseñarte algo que nunca, jamás olvidarías: casi nueve sólidos centímetros de
palpitante polla, ay dios santo, pero ella no me dio oportunidad, corrió
meneando el culo hasta su pequeño Fiaria del 68 o como se llame, y entró, lindo
chochito muriéndose por mi alma poética, entró, puso en marcha el chisme, lo
sacó de allí en medio, casi me atropella, a mí, a Bukowski, BUKOWSKI, Mnnnn, y
se mete en el aparcamiento subterráneo del edificio de veinte millones. ¿por
qué no lo había aparcado allí desde el principio?
el chico de la camiseta blanca
aún sigue dando vueltas por allí, descompuesto, mi poeta judío ha vuelto a mi
lado, allí a la luz lunar de Hollywood, que era como apestosa agua de lavar
platos derramada sobre todos nosotros, resulta tan difícil suicidarse, quizás
cambie la suerte, hay un PENGUIN a punto de salir, Norse—Bukowski—Lamantia...
¿qué?
ahora, ahora, la mujer tiene
sitio para entrar en su casa pero es incapaz de hacerlo. ni siquiera sabe
situar adecuadamente el coche. sigue dando hacia atrás y embistiendo a un
camión blanco de reparto que hay frente a ella. allá se van las luces de
situación al primer golpe. retrocede. acelera. allá va media puerta trasera.
marcha atrás. acelerador. allá se van la defensa y la mitad del lado izquierdo,
no, del derecho, es el derecho. da igual. el camino queda despejado.
Bukowski-Norse-Lamantia. libros
de bolsillo. menuda suerte tienen los otros dos tíos de que yo esté allí.
de nuevo mierdoso acero que
choca con acero. y en medio ella tumbada, sobre la bocina, camisetablanca se
bambolea a la luz de la luna, enloquecido.
—¿qué pasa? —pregunté al chico.
—no sé —admitió finalmente.
—serás un buen rabino algún día,
pero debes comprender todo esto.
el chico estudia para rabino.
—no lo comprendo —dice.
—necesito un trago —digo—. si
estuviese aquí John Thomas los mataría a todos, pero yo no soy John Thomas.
estaba a punto de irme, la mujer
seguía destrozando el camión blanco de reparto y yo estaba a punto de irme ya
cuando un viejo con gafas y un holgado abrigo marrón, un tío realmente viejo,
más viejo que yo, y eso es ser viejo, salió y se enfrentó al chico de la
camiseta. ¿enfrentó? ¿será ésa la palabra justa?
lo cierto es que, al parecer, el
viejo de las gafas y el abrigo marrón sale con aquella gran lata de pintura
verde, debía ser por lo menos de un galón o de cinco, y no sé lo que significa
esto, he perdido por completo el hilo de la trama o el significado, si es que
hubo alguno en principio, y el viejo, digo, tira la pintura al chico de la
camiseta blanca que está dando vueltas en círculo por la Avenida DeLongpre.
a la luz lunar mierda de pollo de Hollywood, y la pintura no le da de lleno,
sólo le alcanza un poco, allí donde acostumbraba a estar el corazón, un golpe
de verde sobre el blanco, y sucede deprisa, lo deprisa que suceden las cosas,
casi más de lo que ojo o pulsación puedan sumar, y por eso uno recibe versiones
tan distintas de cualquier hecho, motín, pelea a puñetazos, de cualquier cosa,
ojo y alma no pueden parangonarse con la ACCION animal y frustrante, pero veo al viejo
encogerse, caer, creo que el primero fue un empujón, pero sé que el segundo no
lo fue. La mujer del coche dejó de embestir y de dar bocinazos y se quedó allí
sentada chillando, chillando, un chillido total que significaba lo mismo que
había significado la bocina, ella estaba muerta y liquidada para siempre en un
coche del 69 y no podía aceptarlo, estaba enganchada y destrozada, desechada, y
algún pequeño sector del interior de su ser aún lo comprendía. (nadie pierde
definitivamente su alma, sólo se llevan un noventa y nueve por ciento de ella.)
camisetablanca acertó de lleno
al viejo con el segundo golpe. le partió las gafas. le dejó tambaleándose y flotando
en su viejo abrigo marrón. al fin, el viejo logró recuperarse y el chico le
atizó otro. cayó. le pegó otra vez al ver que intentaba incorporarse, aquel
chico de la camiseta blanca estaba pasándolo muy bien.
—¡DIOS MIO! ¿VES LO QUE LE HACE
AL VIEJO? —me dijo el joven poeta.
—sí, sí, es muy curioso —dije,
deseando un trago, o por lo menos un cigarro.
volví hacia mí casa. cuando vi
el coche patrulla aceleré el paso. el chico me siguió.
—¿por qué no volvemos a decirles
lo que pasó?
—porque lo único que pasó fue
que todos dejaron que la vida les arrastrara a la locura y la estupidez. en
esta sociedad sólo hay dos cosas que cuentan: que no te agarren sin dinero y
que no te agarren mamado de ningún tipo de cosa.
—pero no debió hacerle aquello
al viejo.
—los viejos están para eso.
—pero, ¿y la justicia?
—pero qué es la justicia: el
joven azotando al viejo, el vivo azotando al muerto. ¿es que no te das cuenta?
—pero tú dices esas cosas y eres
viejo.
—ya lo sé. vamos dentro.
saqué más cerveza y nos
sentamos. el rumor de la radio del coche patrulla atravesaba las paredes. dos
chavales de veintidós años con revólveres y porras iban a tomar una decisión
inmediata basándose en dos mil años de cristiandad estúpida, homosexual y
sádica. no es extraño que se sintiesen a gusto con el uniforme, la mayoría de
los policías son empleaduchos de clase medía baja a quienes se les da un poco
de carne para echar en la sartén y una mujer de culo y piernas medio
aceptables, y una casita tranquila en MIERDALANDIA... son capaces de matarte
para demostrar que Los Angeles tenía razón, le llevamos con nosotros, señor, lo
siento, señor, pero tenemos que hacerlo, señor. dos mil años de cristianismo y
¿cómo acabamos? radios de coches patrullas intentando mantener en pie mierda
podrida, y ¿qué más? toneladas de guerra, pequeñas incursiones aéreas, asaltos
en las calles, puñaladas, tantos locos que llegas a olvidarlos, simplemente
corren por las calles, con uniformes de policías o sin ellos. así que entramos
y el chico siguió diciendo: —bueno, ¿por qué no salimos ahí y le explicamos al
policía 1u que pasó? —no, chaval, por favor. si estás borracho, eres culpable,
pase lo que pase. —pero si están ahí mismo. salgamos a decírselo. —no hay nada
que decir. el chico me miró como si fuese un cobarde de mierda. lo era. él sólo
había estado en la cárcel unas siete horas por una manifestación de
universitarios. —chaval, creo que la noche terminó. le di una manta para el
sofá y se tumbó a dormir. yo cogí dos botellas de cerveza, las abrí, las
coloqué a la cabecera de mi gran cama alquilada, eché un gran trago, me estiré,
esperé mi muerte como debió hacer Cummings, Jeffers, el basurero, el repartidor
de periódicos, el corredor de apuestas... terminé las cervezas. el chaval se
despertó hacia las nueve y media. no puedo entender a los madrugadores.
Micheline era otro madrugador. de esos que se lanzan por ahí a tocar timbres, a
despertar a todo el mundo. estaban nerviosos, intentaban derribar las paredes.
siempre pensé que los que se levantan antes del mediodía son tontos de remate.
lo mejor era lo de Norse: andar siempre con bata de seda y pijama por casa y
dejar que el mundo siga su camino.
dejé al chico en la puerta y
allá se fue al mundo. la pintura verde estaba seca en la calle. el azulejo de
Maeterlinck estaba muerto. Hirsohman estaba sentado en una habitación oscura
sangrando por la ventanilla derecha de la nariz.
y yo había escrito otro PROLOGO
a otro libro de poesía de alguien. ¿cuántos más?
—hola Bukowski, tengo este libro
de poemas. pensé que podrías leer los poemas y decir algo.
—¿decir algo? pero hombre, si a
mí no me gusta la poesía.
—da igual. sólo di algo.
el chico se había ido. yo tenía
que cagar. el water estaba atascado. el casero se había ido fuera tres días.
saqué la mierda y la metí en una bolsa de papel marrón. luego salí y caminé con
la bolsa de papel como el que va al trabajo con el almuerzo. luego, cuando
llegué al solar vacío, tiré la bolsa. tres prólogos. tres bolsas de mierda.
nadie comprendería jamás lo que sufría Bukowski.
volví hacia casa, soñando con
mujeres en posición supina y fama perdurable. lo primero resultaba más
agradable. y me estaba quedando sin bolsas marrones. quiero decir, sin bolsas
de papel. las diez, el correo. una carta de Beiles, está en Grecia. decía que
allí también llovía.
bueno, en fin, dentro y solo de
nuevo, y la locura de la noche la locura del día. me eché en la cama, en
posición supina mirando fijo hacia arriba y oyendo la lluvia mamona.
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