Sería aconsejable explicar qué
estaba haciendo Courtland justo antes de que sonase el timbre.
En su ostentoso apartamento de
la calle Leavenworth, donde el monte Russian Hill desciende hasta la llana
extensión de la Playa Norte y finalmente a la propia Bahía de San Francisco,
David Courtland estaba sentado con su cuerpo doblado sobre un montón de informes
rutinarios, una carpeta semanal con información técnica sobre los resultados de
las pruebas de Mount Diablo. Como director de investigación de Pinturas Pesco,
Courtland estaba preocupado por la durabilidad comparativa de varias
superficies elaboradas por su compañía. Las tablillas tratadas se habían estado
cociendo y habían sudado lo suyo en el calor de California durante quinientos
sesenta y cuatro días. Había llegado la hora de ver la resistencia a la
oxidación del recubrimiento poroso y ajustar la planificación de la producción
en consecuencia.
Inmerso en los intrincados
datos técnicos, Courtland no escuchó al principio el timbre. En una esquina de
la sala de estar su amplificador de alta fidelidad Bogen, con disco
giratorio, estaba reproduciendo una sinfonía de Schumann. Su mujer, Fay, estaba
limpiando los cacharros de la cena en la cocina. Los dos niños, Bobby y Ralf,
estaban ya en sus literas, durmiendo. Al ir a coger su pipa, Courtland se
reclinó de la mesa un momento, se pasó una gruesa mano por su escaso pelo
gris... y escuchó el timbre.
—Demonios —dijo.
Se preguntó vagamente cuantas
veces habría sonado la discreta campanilla; recordaba subliminal y
nebulosamente repetidos intentos por atraer su atención. Ante sus cansados ojos
la montaña de informes fluctuaba y se batía en retirada. ¿Quién demonios sería?
Pero su reloj marcaba las nueve y media, realmente no podía quejarse, aún.
—¿Quieres que lo atienda yo?
—dijo con claridad a Fay desde la cocina.
—Yo lo atenderé.
Fatigosamente, Courtland se
levantó, se calzó las zapatillas y avanzó pesadamente por la sala, pasando
junto al sofá, la lámpara de pie, el revistero, el fonógrafo y la librería
hasta llegar a la puerta. Era un grueso ingeniero de mediana edad y no le
gustaba que la gente le interrumpiese su trabajo.
En el vestíbulo había un
visitante desconocido.
—Buenas noches, señor —dijo el
visitante, examinando fijamente un portapapeles—. Siento molestarle.
Courtland le dedicó una mirada
agria al joven. Un vendedor, probablemente. Delgado, rubio, camisa blanca,
corbata, traje azul de solapa simple, el joven seguía allí de pie sujetando su
portapapeles con una mano y un abultado maletín negro en la otra. Sus huesudos
rasgos mostraban una expresión de adusta concentración. Tenía un aire de
confusión típica de los estudiosos; cejas fruncidas, labios tensos y juntos,
los músculos de sus mejillas empezaban a contraerse de forma preocupante.
Levantando la mirada, pregunto:
—¿Es este el 1846 de
Leavenworth? ¿Apartamento 3A?
—En efecto —dijo Courtland, con
la infinita paciencia de un animal lento.
El ceño fruncido de la cara del
hombre se relajó mínimamente.
—Muy bien, señor —dijo en tono
apremiante. Mirando más allá de Courtland, al interior del apartamento,
añadió—. Siento molestarle a estas horas, mientras está trabajando, pero como
usted probablemente sepa hemos estado muy atareados el último par de días. Esa
es la razón por la cual no hemos podido atender antes su llamada.
—¿Mi llamada? —repitió
Courtland. Bajo su cuello desabotonado estaba empezando a sentir como le subía
un ardor. Sin duda alguna, Fay tenía algo que ver con aquello; algo que ella
pensaba que él debería haber arreglado, algo vital para una agradable vida
hogareña—. ¿De qué demonios está hablando? —preguntó—. Vaya al grano.
El joven se ruborizó, tragó
saliva ruidosamente, trató de sonreír y se apresuró a decir con voz ronca:
—Señor, soy el técnico de
reparaciones que solicitó, estoy aquí para arreglar su swibble.
La réplica jocosa que acudió a
la mente de Courtland fue del tipo que sólo habría usado en sus sueños más
profundos. «Quizás», deseó decir, «yo no quiera arreglar mi swibble.
Quizás quiera mi swibble tal como está». Pero no lo dijo. En su lugar,
parpadeó, dejó que la puerta se abriese ligeramente y dijo:
—¿¡Mi qué!?
—Sí, señor —insistió el joven—.
El registro de la instalación de su swibble nos llegó como esperamos.
Normalmente realizamos una comprobación automática de ajuste, pero su llamada
llegó antes de que lo hiciésemos. Así que aquí estoy con un equipo de
reparaciones completo. Ahora, en lo referente a la naturaleza de su queja en
concreto... —El joven buscó enérgicamente entre el montón de papeles de su
portafolios—. Bien, no tiene ningún sentido que lo busque; usted puede
decírmelo de palabra. Como probablemente sabrá, señor, nosotros oficialmente no
somos parte de la empresa vendedora... tenemos lo que se denomina una cobertura
de seguro que cobra existencia automáticamente cuando se realiza la compra. Por
supuesto, puede rescindir el acuerdo con nosotros. —Intentó hacer un chiste—.
He oído que hay un par de competidores en el negocio de las reparaciones.
Una seria expresión de
profesionalidad reemplazó al humor. Estirando su enjuto cuerpo, terminó
diciendo:
—Pero déjeme decirle que
nosotros hemos estado en el negocio de reparación de swibbles desde que
el viejo R.J. Wright presentó el primer modelo experimental A-propulsado.
Por un instante, Courtland no
dijo nada. Una fantasmagórica sucesión de imágenes fluyó por su mente:
pensamientos aleatorios cuasi-tecnológicos, evaluaciones reflejas y reflexiones
sin importancia. Así que los swibbles se estropean, ¿verdad? Negocios de
mantenimiento a largo plazo... envían un técnico de reparaciones tan pronto
como la venta está cerrada. Tácticas monopolísticas... para expulsar a la
competencia antes de que tengan una oportunidad. Comisiones para la sociedad
matriz, probablemente con cuentas cruzadas.
Pero ninguno de sus
pensamientos se ocupaba del asunto básico. Con un enérgico esfuerzo se obligó a
prestar atención de nuevo al impetuoso joven que esperaba nervioso en el
vestíbulo con su maletín negro de reparaciones y su portapapeles.
—No —dijo Courtland
enfáticamente—, no, su dirección no es la correcta.
—¿Sí, señor? —el joven titubeó
educadamente, con un tono de afligido abatimiento en sus rasgos—. ¿La dirección
equivocada? Buen Dios, ese nuevo mecanismo me ha vuelto a enviar a otra
dirección errónea...
—Será mejor que vuelva a
consultar sus papeles de nuevo —dijo Courtland, empujando con aspereza de la
puerta—. Sea lo que demonios sea un swibble, yo no tengo ninguno; y yo
no le he llamado.
Mientras cerraba la puerta
advirtió el horror final en la cara del joven, una parálisis estupefacta.
Entonces la brillante superficie de madera pintada de la puerta se interpuso en
la visión y Courtland regresó cansinamente a su escritorio.
Un swibble. ¿Qué
demonios era un swibble? Se sentó malhumorado e intentó seguir en el
punto que lo había dejado... pero sus pensamientos estaban totalmente
desbaratados.
No existía nada que se llamase swibble.
Y él estaba al día, industrialmente hablando. Leía el
U.S. New y el Wall Street Journal. Si existiese tal swibble
habría oído hablar de él... salvo que un swibble fuese algún aparatejo
para el hogar. Quizás fuese eso.
—Oye —le gritó a su mujer
cuando Fay apareció momentáneamente por la puerta de la cocina con un paño de
cocina y un plato azul sauce en sus manos—. ¿De qué va esto? ¿Sabes algo sobre swibbles?
Fay sacudió su cabeza.
—No tengo ni idea.
—¿No encargaste un swibble
ac-dc de plástico y cromo de Macy´s?
—Con toda seguridad, no.
Quizás fuese algo para los
niños. ¿Quizás fuese la última moda en el colegio, el cuchillo, tarjeta
inteligente o chuchería de moda del momento? Pero los niños de nueve años no
compraban cosas que necesitasen un técnico de reparaciones cargado con un
enorme maletín negro de herramientas, no con una paga de cincuenta centavos a
la semana.
La curiosidad se sobrepuso al
disgusto. Tenía que saber, aunque solo fuese para que constase, qué era un swibble.
Se levantó, corrió a la puerta del vestíbulo y la abrió rápidamente.
El vestíbulo estaba vacío, por
supuesto. El joven se había marchado. Quedaba un débil olor a colonia para
hombre y transpiración nerviosa, pero nada más.
Nada más excepto un papel boca
abajo que se había caído del portapapeles del hombre. Courtland se agachó y lo
recogió del felpudo. Era una copia de carbón de una orden de reparación, junto
a un código de identificación, el nombre de la empresa de reparaciones y la
dirección de la persona que había llamado.
1846 Leavenworth Street SF. Video-llamada recibida por
Ed Fuller 09.20 PM 28-5. Swibble 30s15H (deluxe). Se recomienda comprobar la
retroalimentación lateral y reemplazar el banco neural. AAw3-6.
Los números, la información, no
le decían nada a Courtland. Cerró la puerta y regresó lentamente a su
escritorio. Alisó la arrugada hoja de papel y releyó las desvaídas palabras de
nuevo, tratando de extraer algún significado de ellas. El membrete impreso era:
ELECTRONIC SERVICE INDUSTRIES
455 Montgomery Street, San Francisco 14. Ri8-4456n
Fundada
en 1963
Eso era. La exigua afirmación
impresa: Fundada en 1963. Con manos temblorosas, Courtland buscó
mecánicamente su pipa. Ciertamente, eso explicaba porqué nunca había oído
hablar de los swibbles. Explicaba porqué no tenía uno... y porqué, no
importaba a cuántas puertas del edificio de apartamentos llamase, el joven
técnico de reparaciones no encontraría a nadie que tuviese uno.
Los swibbles aún no
habían sido inventados.
Tras un intervalo en el que
pensó intensa y furiosamente, Courtland descolgó el teléfono y marcó el número
de su subordinado en los laboratorios Pesco.
—No me importa —dijo
cautelosamente— qué estés haciendo esta tarde. Te voy a dar una serie de
instrucciones y quiero que las lleves a cabo inmediatamente.
Al otro lado de la línea podía
oírse a Jack Hurley resoplar enfadado.
—¿Esta noche? Escucha, Dave, la
empresa no es mi madre... Tengo vida propia. Si se supone que tengo que acudir
a la carrera...
—Esto no tiene nada que ver con
Pesco. Quiero una grabadora y una cámara con lente infrarroja. Quiero que
consigas un taquígrafo judicial. Quiero uno de los electricistas de la
empresa... escógelo bien, quiero al mejor. Y quiero a Anderson, de la sección
de ingeniería. Si no puedes conseguirle, tráete a alguno de nuestros diseñadores.
Y quiero a alguien de la línea de montaje; consigue a algún viejo mecánico que
conozca su oficio. Que conozca de verdad las máquinas.
Dubitativamente, Hurley dijo:
—Bueno, tú eres el jefe; al
menos, eres el jefe de investigación. Pero creo que tendrás que aclarar esto
con la empresa. ¿Te importaría si hablo con tu jefe y obtengo permiso de
Pesbroke?
—Adelante. —Courtland tomó la
decisión sobre la marcha—. Mejor aún, le llamaré yo mismo, probablemente quiera
saber que vamos a hacer.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó
Hurley con curiosidad—. Nunca te había oído hablar de esa forma antes... ¿ha
inventado alguien una pintura autopulverizadora?
Courtland colgó el teléfono,
esperó un interminable momento y marcó el número de su superior, el dueño de
Pinturas Pesco.
—¿Tiene un minuto? —preguntó
con seguridad cuando la esposa de Pesbroke hubo despertado al hombre de pelo
cano de su siesta y le hubo dado el teléfono—. Estoy metido en algo grande; me
gustaría hablarle de ello.
—¿Tiene algo que ver con la
pintura? —masculló Pesbroke, medio en serio medio en broma—. Si no es así...
Courtland le interrumpió. Hablando muy
despacio, le describió detalladamente su contacto con el técnico de
reparaciones del swibble.
Cuando Courtland hubo acabado,
su jefe siguió en silencio.
—Bien, —dijo finalmente
Pesbroke—, supongo que puedo saltarme algunos procedimientos. Puesto que ha
conseguido interesarme. De acuerdo, me hago cargo. Pero —añadió en voz baja— si
es una elaborada pérdida de tiempo, le pasaré factura por el uso de los hombres
y el equipo.
—Con pérdida de tiempo...
¿quiere decir si no obtenemos nada rentable de esto?
—No —dijo Pesbroke—. Quiero
decir si sabe de antemano que es una estafa; si me está gastando una broma a
sabiendas. Tengo migraña y no consentiré bromas. Si habla en serio, si
realmente cree que esto puede ser algo, cargaré los gastos en las cuentas de la
empresa.
—Hablo en serio —dijo
Courtland—. Usted y yo somos ambos condenadamente viejos para andar con
jueguecitos.
—Bien —reflexionó Pesbroke—,
cuanto más viejo eres, más proclive te vuelves a explorar las profundidades, y
esto suena muy profundo. —Podía oír como trabajaba su mente—. Telefonearé a
Hurley y le daré la autorización. Podrá disponer de todo lo que quiera...
Supongo que intentará localizar a ese técnico de reparaciones y descubrir qué
es realmente.
—Eso es lo que pretendo hacer.
—Suponga que dice la verdad...
entonces, ¿qué?
—Bien —dijo Courtland
cautelosamente— entonces averiguaré lo que es un swibble. Para empezar.
Quizás después...
—¿Cree que regresará?
—Podría ser. No va a encontrar
la dirección correcta, eso lo sé. Nadie en este vecindario llamó a un técnico
de reparaciones de swibbles.
—¿Y qué importa qué es un swibble?
¿Por qué no averigua como llegó desde su tiempo futuro hasta aquí?
—Creo que sabe lo que es un swibble...
y no creo que sepa cómo llegó aquí. Ni siquiera sabe que está aquí.
Pesbroke se mostró de acuerdo.
—Es razonable. Si voy hasta
ahí, ¿me permitirá estar presente? Me encantaría presenciarlo.
—Claro —dijo Courtland,
sudando, con la vista puesta en la puerta cerrada del vestíbulo—. Pero tendrá
que verlo desde otro cuarto. No quiero que nada estropee esto... nunca
tendremos otra oportunidad
Refunfuñando, el equipo
reclutado de la empresa llegó al apartamento y esperó instrucciones de
Courtland. Jack Hurley, con camisa hawaiana, bermudas y camperas, miraba
oscuramente a Courtland y movía su puro en la boca.
—Aquí estamos; no sé qué le
contaste a Pesbroke, pero ciertamente le pusiste en marcha. —Recorriendo con la
mirada el apartamento, preguntó—: ¿Puedo dar por supuesto que vamos a tener la
reunión ahora? No hay mucho que pueda hacer esta gente sin que comprendan antes
a lo que se van a enfrentar.
En la puerta del dormitorio
estaban los dos hijos de Courtland, medio dormidos de sueño. Fay se los llevó
dentro nerviosamente y los metió de vuelta en sus camas. En la sala de estar
los diversos hombres y mujeres ocupaban posiciones indeterminadas, en sus
rostros se observaba una inquieta y airada curiosidad y una aburrida
indiferencia. Anderson, el ingeniero, actuaba de forma distante e indiferente.
MacDowell, el operario barrigón y caído de hombros de la cadena de montaje,
observó con resentimiento proletario el caro mobiliario del apartamento y se
hundió en una apatía abochornada cuando se percató de sus botas de trabajo y
sus pantalones llenos de grasa. El especialista en grabaciones estaba tirando
cables desde sus micrófonos a la grabadora colocada en la cocina. Una esbelta
joven, la taquígrafa judicial, trataba de ponerse cómoda en una silla de la
esquina. En el sofá, Parkinson, el electricista de emergencias de la fábrica,
hojeaba con desgana un ejemplar de Fortune.
—¿Dónde está el equipo de
cámara? —preguntó Courtland.
—Viene de camino —respondió
Hurley—. ¿Pretendes atrapar a alguien que vaya a llevar a cabo el viejo timo
del Tesoro Español?
—Para eso no necesitaría un
ingeniero ni un electricista —dijo Courtland secamente. Tenso, comenzó a dar
vueltas por la sala de estar—. Probablemente no volvamos a verle; probablemente
esté de vuelta en su tiempo a estas alturas, o vagando por Dios sabe dónde.
—¿Quién? —chilló Hurley,
echando bocanadas de gris humo de puro debido a la agitación creciente—. ¿Qué
va a suceder?
—Un hombre llamó a mi puerta
—relató Courtland brevemente—. Habló de cierta maquinaria, un equipo del que
nunca oí hablar, de algo llamado swibble.
Todos en el cuarto se quedaron
taciturnos y en silencio.
—Averigüemos lo que es un swibble
—continuó Courtland ásperamente—. Anderson, empiece. ¿Qué podría ser un swibble?
Anderson sonrió burlonamente.
—Un anzuelo para pescar.
Parkinson se ofreció voluntario
para continuar con las suposiciones.
—Un coche inglés con una sola
rueda.
A regañadientes, Hurley fue el
siguiente.
—Alguna estupidez. Una máquina
para deshacerse de las mascotas domesticas.
—Un nuevo sostén plástico
—sugirió la taquígrafa judicial.
—Ni idea —murmuró MacDowell con
resentimiento—. Nunca oí hablar de nada similar.
—Vale —asintió Courtland,
examinando de nuevo su reloj. Estaba a punto de sufrir un ataque de histeria;
había pasado una hora y no había señales del técnico de reparaciones—. No lo
sabemos, ni siquiera podemos suponerlo. Pero algún día, dentro de nueve años,
un hombre llamado Wright va a inventar el swibble y se va a convertir en
un gran negocio. Se fabricarán, la gente los comprará y pagará bien por ellos;
los técnicos de reparaciones se sumarán al negocio y les atenderán.
La puerta se abrió y Pesbroke
entró en el apartamento, con un gabán sobre sus hombros y un destrozado
sombrero Stetson sobre su cabeza.
—¿Ha vuelto a aparecer? —Sus
ojos ancianos y alerta recorrieron la habitación—. Ustedes parecen estar listos
para comenzar.
—Seguimos sin señales de vida
de él —dijo Courtland ansiosamente—. Maldición... Yo le despaché, no intenté
retenerlo hasta que ya se había marchado.
Le enseñó a Pesbroke la
estrujada copia de carbón.
—Ya veo —dijo Pesbroke
devolviéndosela—. Y si regresa grabarán lo que diga y fotografiarán todo lo que
tenga en el maletín de herramientas. —Señaló a Anderson y MacDowell—. ¿Qué hay
del resto de ellos? ¿Para qué son necesarios?
—Quiero tener aquí gente que
pueda hacer las preguntas correctas —explicó Courtland—. No podemos conseguir
respuestas de otra forma. El hombre, si aparece finalmente, sólo se quedará un
tiempo limitado. Durante ese tiempo, tenemos que descubrir... —se interrumpió
cuando su esposa se le acercó—. ¿Qué sucede?
—Los niños quieren mirar
—explicó Fay—. ¿Pueden? Prometen que no harán ruido —añadió ansiosamente—. A mí
me encantaría mirar también.
—Mirad, entonces —respondió
Courtland con pesimismo—. Quizás no haya nada que ver.
Mientras Fay servía café,
Courtland continuó con su explicación.
—Lo primero de todo, queremos
averiguar si ese hombre dice la verdad. Nuestras primeras preguntas tendrán
como objetivo descubrirle; quiero que estos especialistas trabajen en él. Si es
una estafa, probablemente lo descubran.
—¿Y si no lo es? —preguntó
Anderson con una expresión de interés en su rostro—. Si no lo es, estás
diciendo que...
—Si no lo es, entonces viene de
la próxima década, y quiero sacarle todo lo que sepa de valor. Pero...
—Courtland se detuvo—. Dudo si sabrá mucho de teoría. Tengo la impresión de que
está en lo más bajo de la pirámide. Probablemente lo mejor que podremos
conseguir es una demostración de su trabajo específico. Partiendo de ahí,
deberemos completar el cuadro, realizar nuestras extrapolaciones.
—Cree que puede contarnos cómo
se gana la vida —dijo Pesbroke astutamente—, que es lo que queremos.
—Tendremos suerte si aparece de
una vez —dijo Courtland. Se sentó en el sofá y empezó a golpear rítmicamente su
pipa contra el cenicero—. Todo lo que podemos hacer es esperar. Cada uno de
vosotros que vaya pensando en lo que va a preguntar. Tratad de imaginar las
preguntas que os gustaría hacerle a un hombre del futuro que no sabe que viene
del futuro, que está intentado reparar equipos que aún no existen.
—Estoy asustada —dijo la
taquígrafa judicial, pálida y con los ojos desorbitados, haciendo temblar su
taza de café.
—Estoy cansado de esto —murmuró
Hurley con los ojos súbitamente fijos en el suelo—. Todo esto no es más que
castillos en el aire.
Justo en ese momento el técnico
de reparaciones del swibble regresó y llamó tímidamente a la puerta del
vestíbulo una vez más.
El joven técnico de
reparaciones estaba aturdido. Y se estaba empezando a alarmar.
—Discúlpeme, señor —comenzó sin
preámbulos—. Veo que tiene visitas, pero he vuelto a examinar mis direcciones y
esta es sin ninguna duda la dirección correcta —añadió lastimeramente—. Lo he
intentado en algunos apartamentos más; nadie sabía de qué estaba hablando.
—Entre —le invitó Courtland. Se
hizo a un lado, apartándose de entre el técnico de reparaciones y la puerta, y
le condujo hacia la sala de estar.
—¿Es él? —dijo con dubitativa
voz cavernosa Pesbroke, entrecerrando los ojos.
Courtland lo ignoró.
—Siéntese —le pidió al técnico
de reparaciones del swibble. Por el rabillo del ojo pudo ver a Anderson,
Hurley y MacDowell acercándose y a Parkinson dejando su Fortune y
poniéndose rápidamente de pie. Se oía desde la cocina el sonido de la cinta
corriendo por el cabezal de grabación... el cuarto había cobrado vida.
—Puedo venir en otro momento
—dijo el técnico de reparaciones, preocupado, mirando el círculo de gente que
se cerraba sobre él—. No quiero molestarle, señor, ahora que tiene visitas.
Sentado desmañadamente en el
brazo del sofá, Courtland dijo:
—Este es tan buen momento como
cualquier otro. De hecho, es el momento ideal. —Una desbocada sensación de
alivio le inundó: ahora tenían una oportunidad—. No sé qué me pasó —continuó rápidamente—.
Estaba confundido. Por supuesto que tengo un swibble; está en el
comedor.
La cara del técnico de
reparaciones se contrajo en un amago de carcajada.
—Oh, de verdad —dijo
ahogadamente—. ¿En el comedor? Ese es chiste más gracioso que he oído en semanas.
Courtland miró a Pesbroke. ¿Qué demonios era
tan gracioso de aquello? Entonces todo su cuerpo se tensó: sudores fríos
bañaron su frente y las palmas de sus manos. ¿Qué demonios era un swibble?
Quizás harían mejor preguntándolo directamente... o quizás no. Quizás estaban
adentrándose en algo más profundo de lo que creían. Quizás —y no le gustó en
absoluto la idea— estaban mejor sin saber nada.
—Me confundió —dijo— su
terminología. No pienso en ello como «swibble» —terminó cautelosamente—.
Sé que es la jerga popular, pero con tanto dinero involucrado, me gusta más
pensar en ello por su nombre auténtico.
El técnico de reparación de swibbles
parecía totalmente confundido, Courtland se dio cuenta de que había cometido
otro error; aparentemente swibble era su nombre auténtico.
Pesbroke dijo:
—¿Cuánto tiempo lleva reparando
swibbles, señor... —esperó, pero no salió respuesta de la blanca y
delgada cara—. ¿Cuál es su nombre, joven? —exigió.
—¿Mi qué? —el técnico de
reparación de swibbles se levantó a trompicones—. No le entiendo, señor.
Dios mío, pensó Courtland. Iba
a ser mucho más difícil de lo que se había imaginado... más de lo que ninguno
de ellos se había imaginado.
Airadamente, Pesbroke añadió:
—Usted tiene que tener un
nombre. Todo el mundo tiene un nombre.
El joven técnico de
reparaciones tragó saliva y bajó la vista hacia la alfombra con la cara
ruborizada.
—Yo solo estoy en el grupo de
servicio cuatro aún, señor. De forma que aún no tengo un nombre.
—No importa —dijo Courtland.
¿Qué tipo de sociedad concedía los nombres como un privilegio de status?—.
Quiero asegurarme de que es usted un técnico de reparaciones competente
—explicó—. ¿Cuánto tiempo lleva reparando swibbles?
—Seis años y tres meses
—aseguró el técnico de reparaciones. El orgullo sustituyó al bochorno—. En el
Instituto obtuve un 10 en aptitudes para el mantenimiento de swibbles
—su pequeño pecho se hinchó—. Soy un hombre adecuado para los swibbles
de forma innata.
—Perfecto —asintió Courtland
ansiosamente, no podía creer que la industria fuese de tales proporciones.
¿Hacían test en los Institutos? ¿Consideraban el mantenimiento de swibbles
como un talento básico, como la capacidad de trabajo con símbolos o la destreza
manual? ¿Se había vuelto tan importante el trabajo con swibbles como el
talento para la música o como la habilidad para concebir relaciones espaciales?
—Bien, —dijo vigorosamente el
técnico de reparaciones, recogiendo su abultado equipo de herramientas—. Estoy
listo para empezar. Debo estar de vuelta en la tienda lo antes posible... Tengo
muchas más llamadas.
Sin miramientos, Pesbroke se
levantó y se situó delante del enjuto joven.
—¿Qué es un swibble?
—exigió—. Estoy cansado de darle vueltas estúpidamente al asunto. Dice que
trabaja con esas cosas, ¿qué son? Es una pregunta bien sencilla; deben ser
algo.
—Vaya —dijo el joven
vacilando—. Quiero decir, es difícil de explicar. Suponga... bien, suponga que
me pregunta qué es un perro o un gato. ¿Cómo puedo responder a eso?
—Así no vamos a llegar a
ninguna parte —intervino Anderson—. Los swibbles se fabrican, ¿verdad?
Entonces usted debe tener planos; entréguelos.
El joven técnico de
reparaciones sujetó su maletín de herramientas a la defensiva.
—¿A qué viene todo esto, señor?
Si esta es su idea de una broma... —se volvió hacia Courtland de nuevo—. Me
gustaría empezar a trabajar; de verdad que no dispongo de mucho tiempo.
De pie en la esquina, con las
manos metidas en los bolsillos, MacDowell dijo lentamente:
—He estado pensando en comprar
un swibble. La mujer y las niñas creen que debemos tener uno.
—Oh, desde luego —se mostró de
acuerdo el técnico de reparaciones. El color volvió a sus mejillas y continuó—.
De hecho, estoy sorprendido de que aún no tenga un swibble, no puedo
imaginar qué les sucede a ustedes. Están actuando todos de forma... extraña.
¿De dónde, si se me permite preguntar, son ustedes? ¿Porqué están tan... bien,
desinformados?
—Esta gente —explicó Courtland—
viene de una región del país donde no hay swibbles.
Inmediatamente la expresión del
rostro del técnico de reparaciones se endureció con recelo.
—Oh —dijo mordazmente—.
Interesante. ¿Qué región del país es esa?
Courtland había vuelto a decir
algo incorrecto, lo sabía. Mientras titubeaba una respuesta, MacDowell se
aclaró la garganta y continuó inexorablemente.
—De cualquier forma —dijo—,
hemos estado pensando en comprar uno. ¿Lleva usted algún folleto? ¿Fotografías
de diferentes modelos?
—Me temo que no, señor
—respondió el técnico de reparaciones—. Pero si me da su dirección haré que el
Departamento de Ventas le envíe la información. Y si usted quiere, un técnico
especializado puede llamarle cuando le venga bien y describirle las ventajas de
poseer un swibble.
—¿El primer swibble fue
diseñado en 1963? —preguntó Hurley.
—Exactamente —las sospechas del
técnico de reparaciones habían desaparecido momentáneamente—. Y justo a tiempo,
además. Déjenme decirles esto: si Wright no hubiese conseguido hacer funcionar
aquel primer modelo, no quedaría vivo ningún ser humano. Ustedes que no poseen swibbles,
puede que no los conozcan, y ciertamente actúan como si no los conociesen, pero
siguen vivos gracias al viejo R.J. Wright. Son los swibbles los que
hacen que el mundo siga funcionando.
Abriendo su maletín negro, el
técnico de reparaciones sacó raudamente un intrincado mecanismo de tubos y
cables. Llenó un cilindro con un líquido claro, lo selló, presionó el émbolo y
lo alineó.
—Comenzaré con una inyección de
dx... que normalmente los devuelve a su estado operativo.
—¿Qué es dx? —preguntó
inmediatamente Anderson.
Sorprendido por la pregunta, el
técnico de reparaciones contestó:
—Es un concentrado alimenticio
con alto contenido proteico. Hemos descubierto que el noventa y nueve por
ciento de las llamadas para reparaciones en tan breve tiempo son el resultado
de una dieta inapropiada. La gente simplemente no sabe cómo cuidar de sus
nuevos swibbles.
—Dios mío —dijo Anderson en un
susurro—. Están vivos.
La mente de Courtland entró en
barrena. Se había equivocado, no era precisamente un técnico de reparaciones lo
que había provocado que reuniese a todo aquel equipo. El hombre había venido a
arreglar el swibble, de acuerdo, pero su profesión era ligeramente
diferente de lo que había supuesto. No era un técnico de reparaciones, era un
veterinario.
Mientras sacaba y preparaba
instrumentos y medidores, el joven explicó:
—Los nuevos swibbles son
mucho más complejos que los primeros modelos; necesito todo esto ya sólo para
empezar. Pero échenle la culpa a la Guerra.
—¿La Guerra? —repitió Fay
Courtland con aprehensión.
—No la primera guerra. La grande,
en el ‘75. Aquella pequeña guerra del ‘61 no fue gran cosa realmente. Ya saben,
supongo, que Wright era originalmente un ingeniero de la Armada, destinado
en... bueno, creo que lo llamaban Europa. Creo que la idea le surgió debido a
todos aquellos refugios llenos hasta los topes. Si, estoy seguro de que fue
así. Durante aquella pequeña guerra del ‘61 fueron millones los que pasaron por
ellos. Y luego de vuelta a sus procedencias. Dios bendito, la gente iba y venía
entre los dos bandos... era para sublevarse.
—La historia no es mi fuerte
—dijo Courtland con voz poco clara—. Nunca presté mucha atención en la
escuela... la guerra del ‘61, ¿fue entre Rusia y América?
—Oh —dijo el técnico de
reparaciones— fue entre todo el mundo. Rusia lideraba el bloque del Este, por
supuesto. Y América el bloque Occidental. Pero todo el mundo estuvo
involucrado. Pero, no obstante, esa fue la guerra sin importancia; no cuenta.
—¿Sin importancia? —preguntó
Fay horrorizada.
—Bueno, —admitió el técnico de
reparaciones—, supongo que en su momento les debió parecer muy importante. Pero
lo que quiero decir es que quedaron edificios en pie, después de todo. Y sólo
duró unos cuantos meses.
—¿Quién... ganó? —dijo
ahogadamente Anderson.
El técnico de reparaciones se
rió con disimulo.
—¿Ganar? Qué pregunta tan
extraña. Bien, quedó más gente en el bloque del Este, si es lo que quiere
decir. De cualquier forma, la importancia de la guerra del ‘61, y estoy seguro
de que sus profesores de historia dejarían esto bien claro, fue que aparecieron
los swibbles. R.J. Wright sacó su idea de los refugiados que iban de
Campo en Campo que aparecieron en esa guerra. Así que en el ‘75, cuando la
guerra de verdad llegó, tenía un montón de swibbles. —Pensativamente,
añadió—: De hecho, yo diría que la guerra de verdad fue una guerra por los swibbles.
Quiero decir, fue la última guerra. Fue la guerra entre la gente que quería los
swibbles y aquellos que no los querían. —Con satisfacción, terminó
diciendo—: Huelga decirlo, nosotros ganamos.
Después de un lapso, Courtland
consiguió preguntar:
—¿Qué les sucedió a los otros?
Aquellos que... no querían a los swibbles.
—Vaya —dijo finamente el
técnico de reparaciones—, los swibbles se encargaron de ellos.
Temblando, Courtland dejó caer
su pipa.
—No sabía eso.
—¿Qué quiere decir? —exigió
saber con voz ronca Pesbroke—. ¿Cómo se encargaron de ellos? ¿Qué hicieron?
Atónito, el técnico de
reparaciones sacudió la cabeza.
—No sabía que había tanta
ignorancia en estos niveles. —Estar en la posición de experto le gustaba; sacando
pecho, procedió a explicar al círculo de rostros atentos lo fundamental de la
historia—. El primer swibble A-propulsado de Wright era tosco, por
supuesto. Pero cumplía su propósito. Originalmente, era capaz de diferenciar a
los refugiados en dos grupos: aquellos que eran trigo limpio realmente y
aquellos que fingían. Aquellos que llegaban para después irse de vuelta a sus
lugares de procedencia... que no eran realmente leales. Las autoridades querían
saber cuales de los refugiados provenían realmente de Occidente y cuales eran
espías y agentes secretos. Esa era la función original de los swibbles.
Pero eso no es nada comparado con la actualidad.
—No —se mostró de acuerdo
Courtland, petrificado—. Nada en absoluto.
—Ahora —dijo lisa y llanamente
el técnico de reparaciones—, ya no se encargan de esas tareas tan vulgares. Es
absurdo esperar hasta que un individuo haya abrazado una ideología contraria, y
esperar entonces que la abandone. En cierto modo es irónico, ¿verdad? Después
de la guerra del ‘61 realmente sólo había una ideología contraria: aquellos que
se oponían a los swibbles.
Rió alegremente.
»Así que los swibbles
diferenciaron a aquellos que no querían ser diferenciados por los swibbles.
Oh, dios mío, esa fue toda una guerra. Porque no fue una guerra sucia, con
muchas bombas y napalm. Fue una guerra científica, nada de hacer daño de forma
aleatoria. Consistió en que los swibbles bajasen a los sótanos, ruinas y
lugares escondidos y sacasen a la luz a las Contrapersonas una a una. Hasta que
los tuvieron a todos ellos. De esta forma ahora —terminó, recogiendo su equipo—
no tenemos que preocuparnos por guerras ni nada de ese estilo. No habrá más
conflictos, porque no tenemos ideologías contrarias. Como Wright demostró, no
importa qué ideología tengamos; no importa si es Comunismo, Capitalismo,
Socialismo, Fascismo o Esclavismo. Lo que es importante es que todos nosotros
estemos completamente de acuerdo, que todos seamos absolutamente leales. Y
desde que tenemos los swibbles... —guiñó un ojo significativamente a
Courtland—. Bien, como nuevo poseedor de un swibble usted ya conoce las
ventajas. Conoce la sensación de seguridad y satisfacción al saber con certeza
que su ideología es totalmente congruente con la del resto del mundo. Que no
hay ni una posibilidad, que ni por asomo puede estar descarriado... y de que
algún swibble que pase por ahí se lo coma a usted.
Fue MacDowell quien logró
acercarse a él primero.
—Sí —dijo irónicamente—.
Ciertamente suena como lo que mi mujer, las niñas y yo queremos.
—Oh, debe tener un swibble
propio —apremió el técnico de reparaciones—. Reflexione... si tiene su propio swibble,
se ajustará a usted automáticamente. Le mantendrá en el buen camino sin
esfuerzo ni jaleos. Siempre sabrá que no se va a desviar... recuerde el eslogan
de los swibbles: ¿Por qué ser legal a medias? Con su propio swibble,
su perspectiva será corregida sin dolor alguno... pero si está a la espera, si
tiene la esperanza de estar en el camino correcto, oh, uno de estos días puede
entrar en la sala de estar de un amigo y su swibble puede simplemente
partirle en dos y sorberlo. Por supuesto —reflexionó— un swibble que
pase por ahí también puede cogerle a tiempo de enderezarlo. Pero normalmente es
demasiado tarde. Normalmente... —sonrió—. Normalmente la gente está más allá de
la redención una vez que ha empezado.
—¿Y su trabajo —murmuró
Pesbroke— es mantener a los swibbles operativos?
—Se desajustan, si se les deja
a su aire.
—¿No es una especie de
paradoja? —prosiguió Pesbroke—. Los swibbles nos mantienen ajustados y
nosotros los mantenemos ajustados a ellos... es un círculo cerrado.
El técnico de reparaciones
estaba intrigado.
—Sí, es una forma interesante
de verlo. Pero debemos mantener controlados a los swibbles, por
supuesto. Así no se mueren —tembló—. O aún peor.
—¿Mueren? —dijo Hurley, aún sin
comprender—. Pero si realmente se fabrican... —frunciendo el ceño añadió—: O
son máquinas o están vivos. ¿Cuál de ellas?
Pacientemente, el técnico de
reparaciones explicó la física elemental.
—El germen swibble es un
fenotipo orgánico cultivado en un medio proteínico bajo condiciones
controladas. El tejido neurológico controlador que forma la base del swibble
está vivo, ciertamente, en el sentido de que crece, piensa, se alimenta,
excreta deshechos. Sí, definitivamente está vivo. Pero el swibble, como
un todo funcional, es un objeto fabricado. El tejido orgánico se inserta en un
contenedor principal que se sella. Yo ciertamente no reparo eso; le aporto
nutrientes para restaurar un adecuado equilibrio dietético e intento ocuparme
de los organismos parásitos que se cuelan dentro. Trato de mantenerlo ajustado
y sano. La estabilidad del organismo es, por supuesto, totalmente mecánica.
—¿El swibble tiene
acceso directo a las mentes humanas? —preguntó Anderson, fascinado.
—Naturalmente. Es un metazoo
telepático desarrollado artificialmente. Y con él, Wright resolvió el problema
básico de los tiempos modernos: la existencia de diversas facciones ideológicas
enfrentadas y beligerantes, la presencia de la deslealtad y la disensión. En
palabras del famoso aforismo del General Steiner: La guerra es una extensión
de las discrepancias de las cabinas electorales al campo de batalla. Y el
preámbulo de la Carta Mundial de Derechos: La guerra, si va a ser eliminada,
debe ser eliminada de las mentes de los hombres, porque es en las mentes de los
hombres donde comienzan las discrepancias. Hasta 1963, no había forma de
entrar en las mentes de los hombres. Hasta 1963, el problema era irresoluble.
—Gracias a Dios —dijo Fay
claramente.
El técnico de reparaciones no
la escuchó; estaba ensimismado con su propio entusiasmo.
—Pero mediante el swibble,
hemos conseguido transformar el problema sociológico básico de la lealtad en
una rutina técnica: de mero mantenimiento y reparación. Nuestra única preocupación
es mantener los swibbles funcionando correctamente, el resto es cosa
suya.
—En otras palabras —dijo
Courtland débilmente— ustedes los técnicos de reparaciones son el único control
que se ejerce sobre los swibbles. Ustedes representan a toda la humanidad
frente a esas máquinas.
El técnico de reparaciones
reflexionó.
—Supongo que sí —admitió
modestamente—. Si, es correcto.
—Si no fuese por ustedes, ellos
controlarían condenadamente bien a la raza humana.
El pecho huesudo se hinchó de
complacencia, arrogancia confiada.
—Supongo que es cierto.
—Mire —dijo Courtland con voz
poco clara. Sujetó al hombre por el brazo—. ¿Cómo demonios puede estar seguro?
¿Realmente están al mando?
Una descabellada esperanza
crecía en su interior: mientras los hombres tuviesen poder sobre los swibbles
había una oportunidad de devolver las cosas a su sitio. Los swibbles
podían ser desarmados, desmontados pieza a pieza. Mientras los swibbles
tuviesen que someterse a las reparaciones de los humanos quedaba un resquicio
de esperanza.
—¿Qué dice, señor? —indagó el
técnico de reparaciones—. Por supuesto que estamos al mando. No se preocupe.
—Firmemente, se liberó de los dedos de Courtland—. Ahora, ¿dónde está su swibble?
—paseó la vista por el cuarto—. Tendré que apurarme, no queda mucho tiempo.
—No tengo swibble —dijo
Courtland.
Por un momento no se percató.
Entonces una extraña e intrincada expresión atravesó el rostro del técnico de
reparaciones.
—¿No tiene swibble? Pero
usted me dijo...
—Algo ha salido mal —dijo
Courtland con voz ronca—. No existen los swibbles. Es demasiado
pronto... aún no han sido inventados. ¿Comprende? ¡Vino demasiado pronto!
Los ojos del joven se abrieron
como platos. Aferrando su equipo, reculó dos pasos a trompicones, parpadeó,
abrió su boca e intentó hablar.
—¿Demasiado... pronto?
—Empezaba a comprender. De repente parecía mayor, mucho más viejo—. Ya me
extrañaba. Todos los edificios intactos... el mobiliario arcaico. ¡La máquina
de transmisión debe estar fuera de fase! —La furia le inundó—. Ese servicio instantáneo...
Sabía que los envíos deberían haber seguido con el viejo sistema mecánico. Les
dije que hiciesen test más potentes. Señor, nos va a costar un ojo de la cara;
me sorprendería que siquiera consiguiésemos arreglar este desaguisado.
Agachándose con furia, metió
precipitadamente su equipo en el maletín. Con un solo movimiento lo cerró y le
echó llave, se enderezó y saludó respetuosamente a Courtland.
—Buenas tardes —dijo con
frialdad. Y se desvaneció.
El círculo de observadores se
quedó sin nada que observar. El técnico de reparación de swibbles se
había marchado por donde había venido.
Después de un tiempo, Pesbroke
se giró y señaló al hombre que estaba en la cocina.
—Puede perfectamente apagar la
grabadora —murmuró lóbregamente—. No hay nada más que grabar.
—Buen Dios —dijo Hurley,
temblando—. Un mundo dominado por máquinas.
Fay tiritó.
—No puedo creer que aquel
hombrecito tuviese tanto poder; pensaba que era sólo un operario inexperto.
—Estaba por completo al mando
—dijo Courtland amargamente.
El silencio les rodeó.
Uno de los niños bostezó
somnolientamente. Fay se volvió de improviso hacia ellos y los llevó
eficientemente de vuelta al cuarto.
—Es hora de que vosotros dos
estéis en la cama —ordenó con falsa jovialidad.
Protestando de mala gana, los dos
niños desaparecieron y la puerta se cerró. Poco a poco la sala de estar cobró
vida. El hombre de la grabadora comenzó a rebobinar la cinta. La taquígrafa
judicial recogió temblorosamente sus notas y guardó sus lápices. Hurley
encendió un puro y se quedó de pie echando bocanadas caprichosamente, con el
rostro lóbrego y sombrío.
—Supongo —dijo finalmente
Courtland— que todos lo habremos dado por bueno, que hemos asumido que no es
una broma.
—Bien —señaló Pesbroke—, él se
desvaneció. Eso debería ser prueba suficiente. Y todos los trastos que sacó de
ese maletín...
—Será dentro de nueve años
—dijo pensativamente Parkinson, el electricista—. Wright ya debe haber nacido.
Busquémosle y clavémosle un cuchillo.
—Ingeniero de la Armada
—asintió MacDowell—. R.J. Wright. Debe ser posible localizarlo.
Quizás podamos evitar que suceda.
—¿Cuánto tiempo creen que la
gente como él podrá mantener bajo control a los swibbles? —preguntó
Anderson.
Courtland se encogió de hombros
con cansancio.
—Ni idea. Quizás años... puede
que un siglo. Pero más tarde o más pronto sucederá algo, algo que no se
esperan. Y entonces toda esa maquinaria depredadora acabará con todos nosotros.
Fay se estremeció intensamente.
—Suena horrible; me alegro de
que no vaya a suceder por el momento.
—Tú y el técnico de
reparaciones —dijo Courtland amargamente—. Mientras no os afecte a vosotros...
Los nervios a flor de piel de
Fay terminaron por estallar.
—Lo discutiremos más tarde
—sonrió nerviosamente a Pesbroke—. ¿Más café? Traeré más —girando sobre sus talones,
salió apresuradamente de la sala de estar y entró en la cocina.
Mientras llenaba la cafetera de
agua, el timbre de la puerta sonó quedamente.
Todo el mundo en el cuarto se
estremeció. Se miraron entre ellos, mudos y horrorizados.
—Ha vuelto —dijo Hurley con voz
poco clara.
—Quizás no sea él —sugirió
Anderson sin mucha convicción—. Quizás son la gente de la cámara, por fin.
Pero ninguno de ellos fue hasta
la puerta. Después de un lapso, el timbre volvió a sonar, durante más tiempo y
más insistentemente.
—Tenemos que atenderlo —dijo
petrificado Pesbroke.
—No seré yo —dijo
temblorosamente la taquígrafa judicial.
—Este no es mi apartamento
—apuntó MacDowell.
Courtland se acercó a la puerta
tenso. Incluso antes de agarrar el tirador, sabía de qué se trataba. Enviado
usando la transmisión instantánea reparada. Algo para llevar al personal y los
técnicos de reparaciones directamente a sus destinos. Para que el control de
los swibbles pudiese ser absoluto y perfecto, para que nada saliese mal.
Pero algo había salido mal. El
control se había jugado una mala pasada a sí mismo. Había funcionado cabeza
abajo, completamente sin control. Autoderrotándose, haciéndose inefectivo: era
demasiado perfecto. Aferrando el tirador, abrió la puerta.
En el vestíbulo había cuatro
hombres. Llevaban uniformes grises y gorras. El primero de ellos se quitó la
gorra, miró una hoja de papel impreso y señaló educadamente con la cabeza a
Courtland.
—Buenas tardes, señor —dijo
alegremente. Era un hombre fornido, ancho de hombros, con una mata de poblado
pelo castaño sobre su frente reluciente de sudor—. Nosotros... uh... estamos un
poco perdidos, me temo. Nos ha llevado un rato llegar hasta aquí.
Mirando al interior del
apartamento, ajustó su pesado cinturón de cuero, metió su hoja de instrucciones
en su bolsillo y frotó sus grandes y competentes manos una contra la otra.
—Está abajo, en el maletero
—anunció, dirigiéndose a Courtland y el resto de la gente de la sala de estar—.
Díganme dónde lo quieren y lo subiremos. Necesitamos un sitio bien amplio,
aquella pared de allí junto a la ventana podría valer.
Dándose la vuelta, él y sus
hombres se dirigieron con bríos hacia el ascensor de servicio.
—Estos swibbles último
modelo ocupan un montón de espacio.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario