Yo te
he querido como nunca.
Eras
azul como noche que acaba,
eras la
impenetrable caparazón del galápago
que se
oculta bajo la roca de la amorosa llegada de la luz.
Eras la
sombra torpe
que
cuaja entre los dedos cuando en tierra dormimos solitarios.
De nada
serviría besar tu oscura encrucijada de sangre alterna,
donde
de pronto el pulso navegaba
y de
pronto faltaba como un mar que desprecia a la arena.
La
sequedad viviente de unos ojos marchitos,
de los
que yo veía a través de las lágrimas,
era una
caricia para herir las pupilas,
sin que
siquiera el párpado se cerrase en defensa.
Cuán
amorosa forma
la del
suelo las noches del verano
cuando
echado en la tierra se acaricia este mundo que rueda,
la
sequedad obscura,
la
sordera profunda,
la
cerrazón a todo,
que
transcurre como lo más ajeno a un sollozo.
Tú,
pobre hombre que duermes
sin
notar esa luna trunca
que
gemebunda apenas si te roza;
tú, que
viajas postrero
con la
corteza seca que rueda entre tus brazos,
no
beses el silencio sin falla por donde nunca
a la
sangre se espía,
por
donde será inútil la busca del calor
que por
los labios se bebe
y hace
fulgir el cuerpo como con una luz azul si la noche es de plomo.
No, no
busques esa gota pequeñita,
ese
mundo reducido o sangre mínima,
esa
lágrima que ha latido
y en la
que apoyar la mejilla descansa.
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