Harry acababa
de abandonar la carga de camiones, se había largado porque no podía aguantar
más, y ahora iba bajando por la calle Alameda hacia el bar
Pedro's para tomarse una taza de
café de a níquel. Era de madrugada pero él recordaba que solían abrirlo a las
cinco de la mañana. Te podías sentar en Pedro's un par de horas por un níquel. Podías pensar
un rato. Podías hacer memoria de las cosas que habías hecho mal, o las que
habías hecho bien.
Estaba abierto. La chica
mexicana que le sirvió el café le miró como si fuera un ser humano. Los pobres
sabían de la vida. Una buena chica. Bueno, una chica bastante agradable. Todas
ellas significaban problemas. Cualquier cosa significaba problemas. Recordaba
una frase que había oído en alguna parte: La Definición de la Vida es Problemas.
Harry se
sentó en una de les desvencijadas mesas. El café era bueno. Treinta y ocho años
y estaba acabado. Miró fijamente el café y recordó las cosas que había hecho
mal —o bien—. Simplemente se había cansado del juego idiota de los seguros, de
las pequeñas oficinas y altos compartimientos de cristal, de los clientes;
simplemente se había cansado de estar engañando a su esposa, de que ella le
engañara a él, de apretujar secretarias en los ascensores y pasillos; se había
cansado de las fiestas de Navidad y las fiestas de Año Nuevo y de los
cumpleaños, y pagos de plazos de coches nuevos, y pagos de muebles, y luz, y
gas, y agua —todo el condenado tinglado de necesidades.
Se había cansado y lo
había abandonado, eso era todo. El divorcio llegó lo suficientemente pronto y
la bebida llegó lo suficientemente pronto y, de repente, se vio fuera. No tenía
nada, y descubrió que tampoco era muy bonito no tener nada. Era otro tipo de carga
insoportable. Si por lo menos hubiera otros caminos más agradables. Parecía
como si sólo hubiese dos elecciones: vivir dentro de la carrera de atropellos o
ser un marginado hundido.
Mientras Harry
levantaba la mirada, un
hombre se sentó enfrente de él, también con una taza de café. Aparentaba tener
alrededor de cuarenta años. Iba vestido tan pobremente como Harry.
Lió un cigarrillo, y
mientras lo encendía miró a Harry.
—¿Cómo va?
—Esa es una buena
pregunta —dijo Harry.
—Sí, ya lo creo que sí.
Allí sentados bebieron su
café.
—Un hombre se pregunta
cómo ha podido caer aquí.
—Sí, dijo Harry.
—Por si interesa, mi
nombre es William.
—Yo me llamo Harry.
—A mí me puedes llamar
Bill.
—Gracias.
—Tienes una cara como si
hubieses llegado al final de algo.
—Sólo pasa que estoy
cansado de estar marginado y de estar pasado. Estoy hecho una mierda.
—¿Quieres volver a la
sociedad, Harry?
—No, no es eso. Pero me
gustaría salirme de todo esto.
—Está el suicidio.
—Lo sé.
—Escucha —dijo Bill— lo
que necesitamos es un poco de pasta fácil para tener un respiro.
—Sí, claro. ¿Pero cómo?
—Bueno, tiene sus
riesgos.
—¿Como qué?
—Yo solía hacer robos en
casas. No está mal. Ahora podría tener
un buen compañero.
—De acuerdo, estoy
dispuesto a intentar lo que sea. Estoy ya enfermo de judías aguadas, rosquillas
de una semana, el albergue de la Misión, las lecturas de la biblia, los ronquidos...
—Nuestro principal
problema es cómo llegar a donde podamos actuar.
—Yo tengo un par de
pavos.
—Está bien, nos
encontraremos a medianoche. ¿Tienes un lápiz?
—No.
—Espera, pediré uno
prestado.
Bill volvió con un trozo
de lápiz. Cogió una servilleta y escribió en ella.
—Coges el autobús de Beverly
Hills y le dices al conductor
que te deje aquí ¿ves? Entonces caminas dos manzanas hada el norte. Yo estaré esperando.
¿Lo harás?
—Estaré allí.
—¿Tienes mujer, tío?
—preguntó Bill.
—La tuve —contestó Harry.
***
Hacía frío aquella noche.
Harry bajó del autobús y subió
las dos manzanas hacia el norte. Estaba oscuro, muy oscuro. Bill estaba allí
fumando un cigarrillo liado. No estaba muy a la vista, estaba apoyado en un
gran arbusto.
—Hola, Bill.
—Hola, Harry.
¿Estás listo a empezar tu
nueva y lucrativa carrera?
—Estoy listo.
—Muy bien. He estado
echando una ojeada por estos lugares. Creo que he elegido un buen sitio.
Aislado. Huele a dinero. ¿Estás asustado?
—No. No estoy asustado.
—Perfecto. Ten sangre
fría y sígueme.
Harry siguió
a Bill por la acera a lo largo de una manzana y media, entonces Bill se metió
entre dos arbustos que daban a un gran jardín con césped. Caminaron
sigilosamente hacia la parte trasera de la casa, un gran chalet de dos pisos.
Bill se paró en una ventana. Entreabrió la persiana con su cuchillo, entonces
escucharon inmóviles. No se oía ni una mosca. Bill desmontó la persiana y la
quitó. Empezó a trabajar en la ventana. Estuvo manipulando en la ventana por
largo rato y Harry empezó
a pensar: Dios, estoy con un aficionado. Estoy con una especie de loco.
Entonces se abrió por fin la ventana y Bill subió por ella. Harry
pudo ver su culo colarse
dentro bamboleando. Esto es ridículo, pensó.
¿Hacen esto los hombres?
—Vamos, entra —le dijo
Bill en voz baja.
Harry trepó
hasta dentro. Olía de verdad a dinero, y a barniz de muebles.
—Cristo, Bill. Ahora sí
que estoy asustado. Esto no tiene sentido.
—No hables tan alto. Tú
quieres librarte de esas judías aguadas, ¿no?
—Sí.
—Bueno, entonces sé un
hombre.
Harry se
quedó quieto mientras Bill abría lentamente cajones y metía cosas en sus
bolsillos. Parecía que estaban en un comedor. Bill se estaba llenando los bolsillos
de cucharas, cuchillos y tenedores.
¿Cómo vamos a sacar algo
con eso?, pensó Harry.
Bill siguió metiéndose
los cubiertos de plata en los bolsillos de su abrigo. Entonces se le cayó un
cuchillo. El suelo era duro, sin alfombra, y el sonido se produjo fuerte y
claro.
—¿Quién anda ahí?
Bill y Harry
no contestaron.
—¡Dije que quién anda
ahí!
—¿Qué pasa, Seymour?
—dijo una voz femenina.
—Me ha parecido oír algo.
Algo me ha despertado.
—¡Oh, duérmete!
—No. He oído algo.
Harry escuchó
el sonido de una cama y a continuación los pasos de un hombre. El hombre entró
por la puerta del comedor y se encontró con ellos. Iba con un pijama, era un hombre joven, de unos 26 o 27 años,
con el pelo largo y una perilla.
—Muy bien, vosotros,
capullos, ¿qué estáis haciendo en mi casa?
Bill se volvió hacia Harry.
—Entra en el dormitorio.
Seguro que hay un teléfono allí. Asegúrate de que ella no lo utilice. Yo me
ocupo de éste.
Harry se
fue hacia el dormitorio, vio la puerta, entró, vio a una chica rubia de unos 23
años, con el pelo largo y suelto, con un camisón de fantasía, sus pechos
transparentándose a través de él. Había un teléfono en la mesita de noche y
ella no estaba utilizándolo. Se llevó asustada el dorso de la mano a la boca.
Estaba erguida en la cama.
—No grite —dijo Harry— o la mato.
Se quedó allí de pie
mirándola, pensando en su propia mujer, pero nunca en la vida había tenido una
mujer como aquélla. Harry empezó
a sudar, sentía vértigo, se miraban fijamente el uno al otro.
Harry se
sentó en la cama.
—¡Dejad tranquila a mi
mujer, si no os mataré! —dijo el joven. Bill acababa de entrar con él. Lo
llevaba agarrado por el cuello con su cuchillo apoyado en medio de la espalda.
—Nadie va a hacer daño a
tu mujer, tío. Sólo dinos dónde tienes tu apestoso dinero y nos iremos.
—Te he dicho que todo el
que tengo está en mi cartera.
Bill apretó su brazo
contra el cuello y clavó el cuchillo un poco más. El joven hizo una mueca de
dolor.
—Las joyas —dijo Bill—,
llévame a donde estén las joyas.
—Están arriba...
—Muy bien. ¡Llévame allí!
Harry vio
cómo Bill se lo llevaba fuera. Harry siguió
mirando fijamente a la chica y entonces ella le miró. Unos ojos azules, con las
pupilas dilatadas de terror.
—No grite —le dijo— o la
mato. ¡Así que pórtese bien o la mato!
Ella estaba paralizada,
sus labios empezaron a temblar. Eran del más puro rosa pálido, y entonces, la
boca de Harry se
pegó a la
suya. Estaba bebido y su boca sucia, rancia; la de ella era blanda, fresca,
delicada, temblorosa. El la cogió de la cabeza con sus manos, apartó la suya
hacia atrás y la miró a los ojos.
—Tú, puta —dijo—. ¡Tú,
maldita puta!
La besó de nuevo, más
fuerte. Cayeron juntos en la cama, bajo el peso de Harry.
El se estaba quitando los
zapatos, manteniéndola sujeta debajo suyo. Empezó a quitarle las bragas,
bajándoselas a lo largo de las piernas, todo el tiempo sujetándola y besándola.
—Tú, puta, condenada
puta...
—¡Oh NO! ¡Cristo, NO!
¡Mi mujer NO, cabrones!
Harry no los había oído entrar. El joven dio un grito. Luego Harry
oyó un gorgoteo sordo. Se
incorporó y miró a su alrededor. El joven estaba en el suelo con la garganta
cortada; la sangre surgía rítmicamente a borbotones que iban encharcando el
suelo.
—¡Lo has matado! —dijo Harry.
—Estaba gritando.
—No tenías por qué
matarlo.
—No tenías por qué violar
a su mujer.
—Yo no la he violado y tú
lo has matado.
Entonces ella empezó a
gritar. Harry le
tapó la boca con su mano.
—¿Qué vamos a hacer?
—preguntó.
—Vamos a matarla también.
Es un testigo.
—Yo no puedo matarla
—dijo Harry.
—Yo la mataré —dijo Bill.
—Pero no deberíamos
desperdiciarla así.
—Bueno, pues ve y tómala.
—Ponle algo en la boca.
—Ya me ocupo de eso —dijo
Bill. Cogió un pañuelo de la cómoda y lo introdujo en la boca de la chica.
Luego rasgó la funda de la almohada en tiras y la amordazó.
—Vamos, tío, empieza.
La chica no se resistió.
Parecía encontrarse en estado de coma.
Cuando Harry
acabó, Bill se montó
encima de ella y la poseyó también. Harry miró. Esto era. Era así allí y en el resto del
mundo. Cuando un ejército conquistador entraba en las ciudades, poseían a las
mujeres. Ellos eran el ejército conquistador.
Bill acabó y se levantó.
—Mierda, esto sí que
estuvo bien.
—Escucha, Bill, vamos a
dejarla viva.
—Hablará. Es un testigo.
—Si le perdonamos la
vida, no hablará. Esa será nuestra condición.
—Hablará. Conozco la
naturaleza humana. Más tarde hablará.
—¿Para qué va a decir
nada a gente que hace lo mismo que nosotros? Y en caso de que hablara ¿por qué
no va a hacerlo, después de lo que hemos hecho?
—Eso es lo que quiero
decir —dijo Bill—. ¿Para qué dejarla viva?
—Vamos a preguntarle.
Vamos a hablar con ella. Vamos a preguntarle qué piensa.
—Yo sé lo que
piensa. La voy a matar.
—Por favor, no lo hagas,
Bill. Vamos a mostrar un poco de decencia.
—¿Mostrar un poco de
decencia? ¿Ahora? Es demasiado tarde. Si hubieses sido lo suficientemente
hombre como para haberte guardado tu estúpida polla lejos de ella...
—No la mates, Bill, no
puedo... soportarlo...
—Vuélvete de espaldas.
—Bill, por favor...
—¡Te digo que te vuelvas
de espaldas, imbécil!
Harry se
dio la vuelta. No pareció que hubiera el menor sonido. Los minutos pasaron.
—¿Bill, lo has hecho?
—Lo he hecho. Date la
vuelta y mira.
—No quiero mirar.
Vámonos. Vámonos de aquí.
Salieron por la misma
ventana que habían entrado. La noche estaba más fría que nunca. Bajaron por la
parte oscura de la casa y salieron a la calle a través del seto.
—¿Bill?
—¿Sí?
—Ahora me siento bien,
como si no hubiese pasado nunca.
—Pero pasó.
Fueron caminando hacia la
parada del autobús. Los servicios nocturnos pasaban muy de tarde en tarde,
probablemente tendrían que esperar cerca de una hora. Llegaron a la parada y se
examinaron mutuamente en busca de manchas de sangre y, extrañamente, no
encontraron ninguna. Liaron dos cigarrillos y se pusieron a fumar.
Entonces Bill, de repente,
escupió su pitillo.
—Maldita sea. Maldita
suerte la nuestra.
—¿Qué pasa, Bill?
—¡Nos olvidamos de coger
su cartera!
—Oh, mierda —dijo Harry.
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