lunes, julio 11, 2011

AXOLOTL por JULIO CORTAZAR



Hubo un tiempo en que yo pensaba mucho en los axolotl. Iba a
verlos al acuario del Jardin des Plantes y me quedaba horas
mirándolos, observando su inmovilidad, sus oscuros movimientos.
Ahora soy un axolotl.
El azar me llevó hacia ellos una mañana de primavera en que
París abrió su cola de pavorreal después de la lenta invernada. Bajé
por el bulevar de Port-Royal, tomé St. Marcel y L´Hospital, vi los
verdes entre tanto gris y me acordé de los leones. Era amigo de los
leones y las panteras, pero nunca había entrado en el húmedo y
oscuro edificio de los acuarios. Dejé mi bicicleta contra las rejas y me
fui a ver los tulipanes. Los leones estaban feos y tristes y mi pantera
dormía. Opté por los acuarios, soslayé peces vulgares hasta dar
inesperadamente con los axolotl. Me quedé una hora mirándolos y
salí, incapaz de otra cosa.
En la biblioteca Sainte-Geneviève consulté un diccionario y
supe que los axolotl son formas larvales, provistas de branquias, de
una especie de batracios del género amblistoma. Que eran mexicanos
lo sabía ya por ellos mismos, por sus pequeños rostros rosados
aztecas y el cartel en lo alto del acuario. Leí que se han encontrado
ejemplares en África capaces de vivir en tierra durante los períodos
de sequía, y que continúan su vida en el agua al llegar la estación de
lluvias. Encontré su nombre español, ajolote, la mención de que son
comestibles y que su aceite se usaba (se diría que no se usa más)
como el de hígado de bacalao.
No quise consultar obras especializadas, pero volví al día
siguiente al Jardin des Plantes. Empecé a ir a todas las mañanas, a
veces de mañana y de tarde. El guardián de los acuarios sonreía
perplejo al recibir el billete. Me apoyaba en la barra de hierro que
bordea los acuarios y me ponía a mirarlos. No hay nada de extraño
en esto, porque desde el primer momento comprendí que estábamos
vinculados, que algo infinitamente perdido y distante seguía sin
embargo uniéndonos. Me había bastado detenerme aquella mañana
ante el cristal donde unas burbujas corrían en el agua. Los axolotl se
amontonaban en el mezquino y angosto (sólo yo puedo saber cuán
angosto y mezquino) piso de piedra y musgo del acuario. Había
nueve ejemplares, y la mayoría apoyaba la cabeza sobre el cristal,
mirando con sus ojos de oro a los que se acercaban. Turbado, casi
avergonzado, sentí como una impudicia asomarme a esas figuras
silenciosas e inmóviles aglomeradas en el fondo del acuario. Aislé
mentalmente una, situada a la derecha y algo separada de las otras,
para estudiarla mejor. Vi un cuerpecito rosado y como translúcido
(pensé en las estatuillas chinas de cristal lechoso), semejante a un
pequeño lagarto de quince centímetros, terminado en una cola de pez
de una delicadeza extraordinaria, la parte más sensible de nuestro
cuerpo. Por el lomo le corría una aleta transparente que se fusionaba
con la cola, pero lo que más me obsesionó fueron las patas, de una
finura sutilísima, acabadas en menudos dedos, en uñas
minuciosamente humanas. Y entonces descubrí sus ojos, su cara. Un
rostro inexpresivo, sin otro rasgo que los ojos, dos orificios como
cabezas de alfiler, enteramente de un oro transparente, carentes de
toda vida pero mirando, dejándose penetrar por mi mirada que
parecía pasar a través del punto áureo y perderse en un diáfano
misterio interior. Un delgadísimo halo negro rodeaba el ojo y lo
inscribía en la carne rosa, en la piedra rosa de la cabeza vagamente
triangular pero con lados curvos e irregulares, que le daban una total
semejanza con una estatuilla corroída por el tiempo. La boca estaba
disimulada por el plano triangular de la cara, sólo de perfil se
adivinaba su tamaño considerable; de frente una fina hendidura
rasgaba apenas la piedra sin vida. A ambos lados de la cabeza, donde
hubieran debido estar las orejas, le crecían tres ramitas rojas como de
coral, una excrecencia vegetal, las branquias, supongo. Y era lo único
vivo en él, cada diez o quince segundos las ramitas se enderezaban
rígidamente y volvían a bajarse. A veces una pata se movía apenas,
yo veía los diminutos dedos posándose con suavidad en el musgo. Es
que no nos gusta movernos mucho, y el acuario es tan mezquino;
apenas avanzamos un poco nos damos con la cola o la cabeza de
otro de nosotros; surgen dificultades, peleas, fatiga. El tiempo se
siente menos si nos estamos quietos.
Fue su quietud lo que me hizo inclinarme fascinado la primera
vez que vi a los axolotl. Oscuramente me pareció comprender su
voluntad secreta, abolir el espacio y el tiempo con una inmovilidad
indiferente. Después supe mejor, la contracción de las branquias, el
tanteo de las finas patas en las piedras, la repentina natación (algunos
de ellos nadan con la simple ondulación del cuerpo) me probó que
eran capaces de evadirse de ese sopor mineral en que pasaban horas
enteras. Sus ojos, sobre todo, me obsesionaban. Al lado de ellos, en
los restantes acuarios, diversos peces me mostraban la simple
estupidez de sus hermosos ojos semejantes a los nuestros. Los ojos
de los axolotl me decían de la presencia de una vida diferente, de otra
manera de mirar. Pegando mi cara al vidrio (a veces el guardián
tosía, inquieto) buscaba ver mejor los diminutos puntos áureos, esa
entrada al mundo infinitamente lento y remoto de las criaturas
rosadas. Era inútil golpear con el dedo en el cristal, delante de sus
caras; jamás se advertía la menor reacción. Los ojos de oro seguían
ardiendo con su dulce, terrible luz; seguían mirándome, desde una
profundidad insondable que me daba vértigo.
Y sin embargo estaban cerca. Lo supe antes de esto, antes de
ser un axolotl. Lo supe el día en que me acerqué a ellos por primera
vez. Los rasgos antropomórficos de un mono revelan, al revés de lo
que cree la mayoría, la distancia que va de ellos a nosotros. La
absoluta falta de semejanza de los axolotl con el ser humano me
probó que mi reconocimiento era válido, que no me apoyaba en
analogías fáciles. Sólo las manecitas... Pero una lagartija tiene manos
así, y en nada se nos parece. Yo creo que era la cabeza de los
axolotl, esa forma triangular rosada con los ojillos de oro. Eso miraba
y sabía. Eso reclamaba. No eran animales.
Parecía fácil, casi obvio, caer en la mitología. Empecé viendo
en los axolotl una metamorfosis que no conseguía anular una
misteriosa humanidad. Los imaginé conscientemente, esclavos de su
cuerpo, infinitamente condenados a un silencio abisal, a una reflexión
desesperada. Su mirada ciega, el diminuto disco de oro inexpresivo y
sin embargo terriblemente lúcido, me penetraba como un mensaje:
"Sálvanos, sálvanos." Me sorprendía musitando palabras de
consuelo, transmitiendo pueriles esperanzas. Ellos seguían
mirándome, inmóviles; de pronto las ramillas rosadas de las branquias
se enderezaban. En ese instante yo sentía como un dolor sordo; tal
vez me veían, captaban mi esfuerzo por penetrar en lo impenetrable
de sus vidas. No eran seres humanos, pero en ningún animal había
encontrado una relación tan profunda conmigo. Los axolotl eran
como testigos de algo, y a veces como horribles jueces. Me sentía
innoble frente a ellos; había una pureza tan espantosa en esos ojos
transparentes. Eran larvas, pero larva quiere decir también máscara y
también fantasmas. Detrás de esas caras aztecas, inexpresivas y sin
embargo de una crueldad implacable ¿qué imagen esperaba su hora?
Les temía. Creo que de no haber sentido la proximidad de otros
visitantes y del guardián, no me hubiese atrevido a quedarme solo
con ellos. "Usted se los come con los ojos". me decía riendo el
guardián., que debía suponerme un poco desequilibrado. No se daba
cuenta de lo que eran ellos los que me devoraban lentamente por los
ojos, en un canibalismo de oro. Lejos del acuario no hacía más que
pensar en ellos, era como si me influyeran a distancia. Llegué a ir
todos los días, y de noche los imaginaba inmóviles en la oscuridad,
adelantando lentamente una mano que de pronto encontraba la de
otro. Acaso sus ojos veían en plena noche, y el día continuaba para
ellos indefinidamente. Los ojos de un axolotl no tienen párpados.
Ahora sé que no hubo nada de extraño, que eso tenía que
ocurrir. Cada mañana, al inclinarme sobre el acuario, el
reconocimiento era mayor. Sufrían, cada fibra de mi cuerpo
alcanzaba ese sufrimiento amordazado, esa tortura rígida en el fondo
del agua. Espiaban algo, un remoto señorío aniquilado, un tiempo de
libertad en que el mundo había sido de los axolotl. No era posible que
una expresión tan terrible, que alcanzaba a vencer la inexpresividad
forzada de sus rostros de piedra, no portara un mensaje de dolor, la
prueba de que esa condena eterna, de ese infierno líquido que
padecían. Inútilmente quería probarme que mi propia sensibilidad
proyectaba en los axolotl una conciencia inexistente. Ellos y yo
sabíamos. Por eso no hubo nada de extraño en lo que ocurrió. Mi
cara estaba pegada al vidrio del acuario, mis ojos trataban una vez
más de penetrar el misterio de esos ojos de oro sin iris y sin pupila.
Veía de muy cerca la cara de un axolotl inmóvil junto al vidrio. Sin
transición, sin sorpresa, vi mi cara contra el vidrio, la vi fuera del
acuario, la vi del otro lado del vidrio. Entonces mi cara se apartó y yo
comprendí.
Sólo una cosa era extraña; seguir pensando como antes, saber.
Darme cuenta de eso fue en el primer momento como el horror del
enterrado vivo que despierta a su destino. Afuera, mi cara volvía a
acercarse al vidrio, veía mi boca de labios apretados por el esfuerzo
de comprender a los axolotl. Yo era un axolotl y sabía ahora
instantáneamente que ninguna comprensión era posible. Él estaba
fuera del acuario, su pensamiento era un pensamiento fuera del
acuario.
Conociéndolo, siendo él mismo, yo era un axolotl y estaba en mi
mundo. El horror venía - lo supe en ese momento - de creerme
prisionero en un cuerpo de axolotl, transmigrado a él con mi
pensamiento de hombre, enterrado vivo en un axolotl, condenado a
moverme lúcidamente entre criaturas insensibles. Pero aquello cesó
cuando una para vino a rozarme la cara, cuando moviéndome apenas
a un lado vi a un axolotl junto a mí que me miraba, y supe que
también él sabía, sin comunicación posible pero tan claramente. O yo
estaba también en él, o todos nosotros pensábamos como un hombre,
incapaces de expresión, limitados al resplandor dorado de nuestros
ojos que miraban la cara del hombre pegada al acuario.
Él volvió muchas veces, pero viene menos ahora. Pasa semanas
sin asomarse. Ayer lo vi, me miró largo rato y se fue bruscamente.
Me pareció que no se interesaba tanto por nosotros, que obedecía a
una costumbre. Como lo único que hago es pensar, pude pensar
mucho en él. Se me ocurre que al principio continuamos
comunicados, que él se sentía más que nunca unido al misterio que lo
obsesionaba. Pero los puentes están cortados entre él y yo, porque lo
que era su obsesión es ahora un axolotl, ajeno a su vida de hombre.
Creo que al principio yo era capaz de volver en cierto modo a él - ah,
sólo en cierto modo - y mantener alerta su deseo de conocernos
mejor. Ahora soy definitivamente un axolotl, y si pienso como un
hombre es sólo porque todo axolotl piensa como un hombre dentro
de su imagen de piedra rosa. Me parece que de todo esto alcancé a
comunicarle algo en los primeros días, cuando yo era todavía él. Y
en esta soledad final, a la que él ya no vuelve, me consuela pensar
que acaso va a escribir sobre nosotros, creyendo imaginar un cuento
va a escribir todo esto sobre los axolotl.

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