domingo, julio 31, 2011

MATEMATICA DEL ESPIRITU (Fragmentos. De "Jesucristo", 1933) por PABLO DE ROKHA





Miraba y la mirada miraba, y la mirada sola, temblando, pura, atravesaba la sustancia del corazón y, aunque era parecido a una finura esencial y absoluta, a una delgadez de hilo, tenía la energía colorada de las cuchillas y, como era fuerte y dulce y grande, ofendía, y como era fuerte y dulce y grande, daba ganas de asesinarlo, como a las manzanas, o a guatita de mujeres adolescentes.
Parecía forjado de espumas y era forjado de espadas, parecía un vaso de nieblas, un nido de formas distraídas, parecía lo indeterminado, y era la voluntad del universo, desesperándose.
Andando en penumbra, telaraña del infinito, agonía del infinito, cuerpo muerto, ardiendo, pujando, hirviendo, cuerpo muerto, florecía helados espantos amargos, soles de hombres absolutos, piedra vieja, piedra nueva, piedra siniestra y azul natural de entraña, lo negro, lo rojo, lo blanco, que desplaza gritos de aves mundiales.
Acaparaba todo lo extraño y lo problemático, lo inconcluso y lo excesivo, lo huidero y lo infinito, lo que está afuera y lo que está adentro de adentro de adentro, y era querido y explicable como animales.
El monumento, el rascacielo de la voluntad, arrastrándolo, llenándose de árboles poderosos, acumulados, flameado, tronado de banderas enlutadas y absolutas, el eje de su actitud, como un gran álamo amarillo, y aquella tal alma peluda, aquella tal alma confusa, ejecutada en excremento de diamantes universales, multiplicando todas las cosas, en ese enorme aumento.
Sí.
Aquellos ojos del color del color, a una altura azul, llenos de viento con agua de fuego de tiempo de sueño sin espacio, siempre en aquel presente de la cara, aquellos ojos o aquellos cabellos de amapola olvidada, grandemente liberales, olorosos a verdad vegetal, coronando esa figura nueva, de platino a la luz de la luna, gota de silencio, parada entre montañas de miel, con tantos pájaros, que la totalidad se sumerge en el canto de los pájaros de los pájaros de los pájaros, y emerge un sonido de banderas.
Y cuando hablaba todas las fórmulas gritaban la cabeza con ojos.
Tendida, bocarriba, encima de Jerusalem, llenaba su figura leguas de leguas, llenaba su figura, tendida, bocarriba, encima de Jerusalem, territorio de poesía, el crepúsculo la proyectaba, la agrandaba, la iba echando sobre la enormidad urbana, semejante a una violeta o a una gran tempestad de dulzura.
¿Traía un Dios asesinado adentro? Traía un Dios asesinado adentro; sin embargo, pastaba en su corazón el ganado estelar, y la geometría del Sinaí, tronchando golondrinas rurales, triangulada y arbitraria, lamía su evangelio.
Lo mismo que a los emperadores adolescentes, su condición nuevecita de madrugada con gallos blancos, su juventud de sandía o de comida sin atardeceres, campesina, su actitud de fruta gorda, le iba creciendo, terrible, en su vestido de manzana, solemne, gigante, con gestos acerbos de culebra preñada, que va a parir un día lluvioso, zarzamora dolorosa del espíritu, y, él andaba muy serio entre sus palomas, invitando desterrados a la fiesta de su asesinato.
Esa gran higuera de fuego, organizada en lo íntimo, y aquel viejo viento nuevo, que canta del otro lado de la vida, del otro lado del otro lado de la vida, del otro lado del otro lado del otro lado de la vida, y aquella palanca inmensa, que inclina el mundo hacia un costado...
El quería huir y no podía huir, quería huir de su destino, sacarse del pecho, quitarse del alma aquella condición egregia, aquella bandera, aquella marea del predestinado, su gran locura triste, y el alegre adolescente lloraba en él, por las naranjas y las castañas y las manzanas y las botellitas olorosas del olivo, y por aquellos pechos y aquellos vinos y aquellos sexos de niña tan fina, que parecen aceitunas, aquellos sexos que no habrían de emborracharle nunca, nunca, nunca, y por aquella mujer clara y alta, aunque muy pequeña, que no conoció jamás, nunca, nunca, y por aquellos días y por aquellas noches, en que debió haber estado tendido, de costado, pegado a la tierra, de costado, escuchando el rumor colosal de adentro.

Estaba muy preocupado de ese diamante amarillo, que se aloja en las entrañas, y va creciendo, como espejo al sol, o como un gran caballo en las llamas, y refleja y proyecta todos los incendios, y arde y cunde y duele y se triza, en sollozos de piedra, estando situado en la inmovilidad cardinal de lo abstracto.
No es que la lágrima sea de condición afligida y dolorosa, no, la lágrima, como el rocío, es, seguramente, un mundo de agua, pero es la flor de los lamentos, toda la flor de los lamentos; él era toda la alegría de la tristeza, aquella gran alegría de la tristeza, aquella gran situación blanca de ser lo negro, absolutamente negro, aquella gran situación blanca de ser lo blanco, absolutamente blanco, aquella gran situación blanca de ser lo rojo, absolutamente rojo, porque él era alegre como hecho, no como significado, como hecho, no como significado del hecho, y, así, la muerte es alegre, con su organización helada; de él nacía la tristeza.
No hacía cantos, su acto era su canto, su acto era el canto de su canto, su acto era el canto del canto de su canto, porque no hacía cantos, vivir era cantar, hacer era cantar, y justificarse.
Afirmaría, que era de piedra y no era duro, no, no era duro; avanzaba la arista inmensa hacia afuera y, antes de hacerse efectiva, la había precedido la otra, y la otra de la otra, y la otra de la otra, de la otra, la simultaneidad sucesiva de ese terrible espíritu en oleaje, ardiente de presente y olvidado, como la antigua cuna del mar; no era hachazo, era esa gran magnolia de puñados que se abren; y así como la rebelión oceánica, acaricia el barco en la mano negra de la tormenta, él acariciaba las almas humanas, en su tal tempestad de sueños.
Dicen que anhelaba la eternidad, que la buscaba, que la llamaba y la llevaba adentro, como quien persigue la distancia que contiene.
Hombre sin sombra, cristalino, traspasado de luz; he ahí, el hombre sin sombra, el único del único hombre sin sombra, la voluntad de cristal, perforada de universo, e inmensamente existente, inminente y evidente, como aquello que desplaza el volumen del volumen del volumen, y, es la cantidad, y no es nada, y es nada, y no es nada, sino lo que es indispensable; era la inmensa casa de vidrio de los iluminados, el estilo de agua de humo de agua, tan flúido, que no se opone, que no está situado, y está situado porque es la situación misma de adentro y de afuera, la personalidad ubicua.

Afirman que amaba y es locura, no amaba; el amor no partía de él hacía un objeto, fin o destino, no partía ni venía; estaba.
Por eso no buscaba el hijo, su hijo, no buscaba el hijo, ni la materia, ni la palabra, ni la figura del hijo, ni tenía padre ni tenía madre, y comenzaba, agonizando, en él, muriendo en él, y estaba cortado y pegado y tronchado y clavado al mundo, de tal manera, que no podía querer sus objetos, sino su sentido, su volumen, su designio.
Y, he ahí, por qué, entonces, no murió por él ni por el hombre, ni por el hijo del hombre; murió por el engrandecimiento de lo heroico; murió así, porque es menester que mueran así, los hombres-campanas, los hombres-colinas, los hombres-murallas de la existencia.



¿Qué sentido tienen los espantosos vendedores de calcetines de meretrices? ¿Y las grandes madres que paren cien asnos de oro, y lla¬man Homero al más boticario o al más sacerdote o al más peluquero? ¿Qué sentido tiene el onanista de pies enormes, y el juez cornudo y el rey obeso? ¿Y la cortesana embarazada por una gran águila, y el sodomita del pene demente y gran defecadera, y el héroe, dirigiendo los mataderos, de los aventureros y los sepultureros, y el sabio con ombligo y zapatos, que le reducen la conciencia? ¿Qué sentido tienen los grandes poetas, acariciándose las tripas, maduras de podredumbre? El tenía significado. ¿Qué sentido tienen los pálidos capitanes de multitudes, y aquel corazón de material inmundo, que les hicieron los pueblos, como un hijo a una culebra? El tenía significado. ¿Qué sentido tiene el hombre lleno de nada, que ilumina las alcantarillas, llorando, y la ramera enamorada, que malpare sangre de ciudades, debajo del alma, y administra un cementerio de dioses, y contiene luz y produce sol, en aquella gran tierra de penas? El tenía significado, y era el hombre lleno de nada y la ramera enamorada, que malpare sangre de ciudades.
No arrojaba el corazón hacia el destino, arrojaba el destino del corazón hacia el destino, apenas, y no como quien arroja pan a los perros, no, lo iba torciendo hacia lo derecho, lo iba volviendo hacia lo derecho, como quien se distrae, estupefacto, cansado, y tenía la energía multiplicada de lo espantoso.

Actitud de material exacto, por ejemplo, teta de niña virgen, vidrio fino, álgebra de automóvil de carrera, sexo de diosa, anteojo de telescopio poderoso, vocabulario de poeta, ojo de artista pintor, ojo y vino de artista pintor; así; él estaba hecho de valores encadenados, de orden puro, de orden duro y terrible, como las matemáticas o la dentadura del asesino; la caridad era en él la abundancia, la excesiva riqueza, no el sucio y negro bienestar del predicador de enfermedades en la montaña, sin embargo, la caridad le disminuía el estilo, le desordenaba el estilo, le desconstruía el estilo, era su crimen, su único crimen, el crimen de la humanidad; actitud de material estricto, actitud de material antiguo, atravesada de ratones enloquecidos.
Unía la sonrisa de la guillotina, al canto del campo con establos, al platicar ancho de la manzana, que es muy importante y deliciosa, como el vientre de la primera novia o la pantorrilla de la colegiala.
Adentro del corazón del corazón, guardaba el hoyito de la pulida mujer aquella, y su flor abierta en racimos, algo bastante alto, con relación al mar, algo con pájaros, algo con tanto encanto blanco, que pareciese una gran fortuna del mundo, y el sentido de todo lo rojo, violeta de la otra paloma, recuerdo del recuerdo del recuerdo del re-cuerdo del recuerdo, que trae el hombre, entonces.
Parado en lo alto de aquella vieja higuera, la más hermosa rosa, cantaba sola.



Delante de la toga romana, era el humilde y el terrible individuo elemental, el campesino que no conoce, que no define, el campesino que no requiere la jerarquía, porque el agua es hermosa y el cielo es hermoso, y ambos son buenos amigos.
Más poderoso aún, mucho más poderoso que el poderoso, más poderoso aún, es quien no ha menester del poder; no lo aprecia, no lo desprecia, lo ignora completamente; como el escorpión, como la oveja, como la paloma, como el dictador, bondadoso y asesino, asesino y bondadoso, desconoce que desconoce que desconoce, y es tan bueno, porque es tan malo.
Jesucristo, el impostor, es decir, el hombre que inventa su alcurnia, creándola, y establece una gran mentira, que es verdad, porque

es la mentira de la verdad, la mentira de la mentira de la verdad, la mentira de la mentira de la mentira de la verdad, y otras canciones.
Nunca lo amaron, ¡nunca!, nunca lo amaron; era muy fuerte, y atraía, como atrae el espanto y el abismo y la pupila del espanto y la pupila del abismo, y el vértigo del rodaje innumerable, o un sol con los ojos vaciados; se ama lo que se domina o se supera, se ama aquello que necesita ser amado, y él era alegre, como excremento de mujer enamorada; no lo amaron, porque no lo conocieron, no lo amaron, lo siguieron, y creyeron que lo siguieron, creyeron que lo siguieron que lo siguieron, creyeron que lo siguieron que lo siguieron que lo siguieron, libremente, como si existiese la libertad para el esclavo; no lo amaron nunca, nunca, no lo amaron nunca; no fue lo suficientemente miserable, lo suficientemente despreciable, como para ser amado.
Grandes águilas, grandes páginas de fuego y piedra, y piedra y fuego, llanto y fuego, y sueño y fuego, y barro y fuego, y un hombre enfermo, que corrige la salud del mundo.
Afirmo que era bello y tierno, como una hermosa pierna de mujer, que una gran paloma cuidaba su nido de serpientes, y que un sol oscuro, daba la más inmensa luz abrumadora, adentro de su alegría campesina, como los ciegos producen la mirada ajena; afirmo que estaba encarcelado en la libertad del mundo; afirmo que realizaba su retrato contra las cosas, contra todas las cosas, contra todas las cosas contra todas las cosas, y era el instinto de la materia; afirmo que, sin moverse y sin mirarse, existía; afirmo que era un macho de metal claro y amartillado de cuchilla, fino y duro.



¿Quería el poder? Quería el poder. No quería el poder. Combatía su voluntad con su voluntad, y su voluntad era la emanación, la ordenación de aquella gran pelea; queriendo no querer, así, no querer, quería, como nunca se haya querido; triste de tristes, trágico, su amargura no emanaba del suceso o del tiempo o del objeto, no suponía la contingencia, brotaba y bramaba en el ademán psicológico, torbellino infinito, cataclismo infinito, acción-dolor-terror-clamor, que propende hacia la hechura definitiva, su vértice y su límite; porque elmar no persigue el oleaje, y la autoridad soberbia del oleaje, no persigue nada, se persigue, no persigue nada, existe y manda; ¿quería el poder?, tenía el poder, vivía el poder, y el poder era su calvario, así como la luz es la cruz de la estrella, y el tormento y el destino de la estrella, y la escuela de la estrella, la enfermedad de la salud íntegra, cósmica, multiplicada, ardiente de verdades agonizantes; poderoso es quien supera el poder, no quien anhela el poder; él no blandía la espada, esclavo de la espada, no blandía la espada, era la espada, y el significado de la espada.
Persigue el hombre su destino, quema la vida persiguiéndolo, quema la vida el servidor de su esperanza, el servidor de su estatura, el servidor de su alegría; él no seguía su destino, no, él no seguía su destino; como un gran perro, en la tarde soberbia y sangrienta, su destino lo seguía a él, sí, su destino lo seguía a él, y él era superior a su destino y al destino de su destino y al destino de su destino de su destino.
Manea de miedo y de hierro, y una gran bandera enarbolada en un mástil pálido, oceánico, trágico, en un cerebro, en un instinto, manzana de oro, palabra de barro, de sangre, de llanto; así era bueno, horrorosamente bueno; porque ser bueno es contener lo bueno y lo contrario de lo bueno, y lo contrario de lo contrario de lo bueno y lo contrario de lo contrario de lo contrario de lo bueno y lo bueno bueno; aquella enorme iglesia, en donde relucen los demonios su diamante negro; la caridad del buey rumiante, olorosa a trigo y estrellas, el mar huracanado y terrible, como el corazón del hombre, coronado de lágrimas de niños muertos, la paloma, asesinando la hormiga, entre las violetas, y, adentro de la teoría sacrosanta, y pavorosa, Jesucristo; porque, es menester sumar a Satanás con Dios, y no ser la suma, ni la suma de la suma, ni la suma de la suma de la suma, sino la séptima suma: el hombre; acumulaba la totalidad, lo uno eterno, en el acto.
Vestido de llamas, sobresaliendo entre sus llamas, era la llama vestida de llamas, sí, la llama vestida de llamas, el incendio de incendio del incendio del incendio del incendio, núcleo del fuego del fuego.
El sacerdote, el juez, el comediante, el pastor nacional, bestia de tribu, aquél que ordena y cree que domina, exponen su gesto en su rostro, su doctrina y la oscura dinámica de su doctrina, en su actitud, y, persiguen su actitud, como un perro un hueso, caras de drama, viven peleándose, porque viven defendiéndose, y no alcanzaron la inmovilidad del movimiento absoluto, la tercera relación, la tercera situación, que permanece, alegremente, dominando la periferia de la rueda lanzada sobre sí misma; Jesucristo tenía la sonrisa de la espuma, en la catarata precipitada; el valiente no hace el valiente, no redunda, no fracasa en actitud facial, no vive, afuera, la incógnita psíquica, no, la resuelve, la reduce a una infinitud lograda, realizada, alegre, como todo lo definitivo; por eso la más feroz cuchilla es fina como el pétalo, como el átomo, como una idea y una luz y una infancia de mujer; no se parecen los asnos rotundos al águila, que sonríe, terriblemente, comiendo culebras fatales y heliotropos, y una sonrisa, eternamente, una sonrisa, es una batalla ganada.
Afirmaríamos que la verdad nacía y crecía en Jesucristo, y es mentira; él era el funcionamiento de la verdad; la verdad era su ecuación, su actitud, su devenir matemático, la verdad era la hechura de su espíritu, la verdad, toda la verdad existía, porque existía su sistema psicológico; no habría podido dejar de ser la verdad, no habría podido; he ahí, entonces, la más gran tristeza, la más gran desgracia, lo divino, es decir, un incendio inacabable de la materia; ser la verdad, no es poseer la verdad, ser la verdad es verificarla, sustantivarla; Jesucristo era la verdad, ¿era limitado en lo ilimitado?, era limitado en lo ilimitado de lo ilimitado de lo ilimitado; ser, es límite; y existir, dolor de las murallas ilimitadas; pequeño de grandeza.
Era un hombre, era un hombre alto y ancho e imponente, como un toro, y, parecía fino, transparente, puro, porque el espíritu no tiene tamaño; buen comedor, buen bebedor, alegre y enamorado, buen vividor, amaba los lagares y las mujeres, con amor velludo y rotundo, y, no vivía para los lagares y las mujeres, vivía para ese sol abstracto, para esa luz química y metafísica, que corresponde a esa esencia de infinito, que emerge, soberbiamente, de los lagares y las mujeres, como la voz de Dios, entre los pueblos; asoleado tenía el cuero del cuerpo, como grano de avena, porque los vientos salados del océano, lo habían columpiado y azotado con sus grandes látigos, y el aire terrible de las montañas, lo había acuchillado, y, era transparente y cristalino, porque la divinidad le ardía, traspasándolo; las prostitutas y los vagabundos, lo entendieron, y lo entendieron el humilde y el agreste y el errante y el pisoteado, porque él hablaba lo categórico humano a lo categórico humano, y el hombre es hombre hombre, y la mujer

mujer, en la unidad innata y en la unidad recuperada, en la experiencia tremenda del barro, sangre de la tierra, sangre de la vida; Jesucristo era lo que no se mide, era lo que no se vende, era lo que no se sabe, el ser cósmico, y eso buscaba, el ser cósmico, detrás de la presencia aventurera.
Su actitud, no venía, completamente, de su garganta o de sus entrañas, como el Dios de los océanos, no, venía de los trigales y los panales y los rosales y los viñedos galileos, venía de la esmeralda sonora del Tiberíades, venía de los caminos enarbolados de dulces sicómoros tristes, y un sol cuadrado.



Desgarrada sombra proletaria, su actitud empujaba multitudes
de muchedumbres, contra la propiedad y la propiedad de la propiedad
y la propiedad de la propiedad de la propiedad, mordiendo el
animal de la riqueza, el alacrán de la riqueza, hundido en los corazones
podridos; azotaba al publicano, al hipócrita, al fariseo, amasado
con barro sagrado, y, una gran lengua eterna, como un cogote degollado,
ladraba y bramaba hacia el Imperio, enorme, pariendo los
cimientos venideros, la profecía infinita de la rebelión, negra, turbia,
pujante, torva, arrasada de canciones enlutadas, el latigazo de la justicia definitiva, el puñetazo del herido y del maldito; era el odio, sí
era el odio, que ama llorando, y aquel rempujón, que emerge desde
la sombra, como una gran patada, quien gemía; entonces, aullaba la
revolución proletaria, y un alarido de mujer caliente, debajo de los
machos humanos, se retorcía a las columnas del cielo, en oleajes vis-
cosos de yedra de sombra; "clase contra clase"

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