sábado, noviembre 09, 2013

COMUNICACIÓN SIN PALABRAS por EDUARDO ANGUITA


Hay hombres que fanatizan grupos y multitudes sólo con su presencia. No necesitan ni hablar. Una mirada “fuerte”, una voluntad “especial” puede operar milagros. Esta clase de taumaturgia ha costado, no pocas veces en la historia de las naciones, millones de vidas. Los periodistas desaprensivos hablan de “carisma”. En sentido estricto, un líder de fuerte emotividad no es, obviamente que no es, un portador de poderes donados por la divinidad: no puede llamársele carismàtico. Su acción eficaz sobre los otros no requiere apelar a tan alta fuente. Hay en ellos, eso sí, una energía extrarracional que obra desde estratos anímicos y psíquicos que se muestra capaz de provocar en los demás la renunciación volitiva. He leído que en el fenómeno del hipnotismo, el hipnotizado tiene mayor importancia que el hipnotizador: de su buena voluntad depende primordialmente que se establezca el vínculo. De la conquista de México por los españoles se ha dicho que medió una circunstancia particular para facilitar la victoria de los invasores. Y es que los mexicanos, con Moctezuma a la cabeza, querían ser conquistados. El pájaro fascinado por la serpiente se introyecta la voluntad de su enemigo, al punto que no puede hacer nada contra la consumación del holocausto. Pero ¿qué cualidades posee el hipnotizador, el conquistador (histórico o erótico) o la serpiente, para lograr que su víctima renuncie a la propia voluntad y, consecuentemente en ciertos casos violentos, a la propia vida? En todo fenómeno de hipnotización es indispensable que un individuo o una multitud dé margen a la complicidad emotiva. La extra o supra o infra razón ha sido tema de filósofos, psicólogos y escritores. Para Thomas Mann fue una constante en toda su obra. En La Montaña Mágica, Settembrini y Naphta adhieren y obedecen, respectivamente, a la Razón y a la Fe, aunque ésta sea en sus formas místicas inferiores y hasta infernales. En Doktor Faustus, razón libre y fe religiosa protagonizan también una lucha de siglos; exterioriza- ción, por lo demás, de la propia personalidad de Thomas Mann, en quien el racionalismo humanista y la fe católica se disputaban el alma del autor, paralelamente a como ha sucedido —y éste es el argumento central de su novela— en la historia de Occidente. Lo demoníaco vitaliza extraordinariamente la aparentemente serena conciencia de los personajes de sus obras, perturba su sana razón e insinúa el pecado en el corazón mismo de la Virtud y la Belleza.
A mitad de la novela La Montaña Mágica entra un personaje ejemplar y fácil de entender: el holandés Myntheer Peeperkorn. “Que su persona causase, sin embargo, en nuestro héroe (Hans Castorp) un estado de turbación extrema es cosa que se comprenderá cuando se lea la continuación". La continuación es larga para ser referida. Bástenos decir que Hans Castorp era un joven que creía en la razón y en su vehículo claro y diamantino, la palabra; de modo que no podía por menos de confundirse ante aquel hombre mundano que dominaba sin necesidad de abrir la boca, o, mejor dicho, abriéndola para no decir cosa coherente. “Señoras y señores: Bien. Todo va bien... ¡Archivado! Tengan ustedes, sin embargo, a bien considerar y no perder de vista ni un solo momento que... Pero sobre este asunto, mutis. Lo que me incumbe manifestar es, al menos eso: ante todo y en primer lugar, que tenemos el deber, que lo más inviolable... lo repito, y recalco esta expresión... que la exigencia más inviolable que aquí se plantea... No, no, señoras y señores. ¡No es así! No es así...
¡qué error sería, por parte de ustedes, pensar que yo... ! ¡Archivado, señoras y señores! Perfectamente clasificado. ¡Sé que estamos de acuerdo sobre todo eso; por lo tanto a los hechos!”. Para llevar las cosas a su más elocuente extremo novelesco, Thomas Mann transporta a sus personajes, con el holandés a la cabeza, a un picnic junto a una cascada. Peeperkorn habla y dirige el acto en medio del estruendo ensordecedor de las aguas. Nadie oye nada de lo que dice.
Y es allí donde ese hombre dotado de "personalidad” se impone con irrefutable evidencia.
Chaplin, en “El Gran Dictador”, sabedor del poder de las vagas emotividades con que ciertos líderes manejan a sus pueblos, espeta un discurso en “camelo”, con tan riquísimas inflexiones afectivas que nos hace fácilmente partidarios y partícipes de su cólera, su ternura, su decisión y su pensamiento. Sin palabras significantes, concita, sin embargo, la complicidad y la adhesión incondicional de quienes le escuchan. Las ideas sobran, o, más exactamente, se adivinan. Ya estaban dispuestas a coincidir con las del líder. Pero, ¿qué ideas? Cualesquiera. Como la música, que, en opinión de Settembrini, es “políticamente sospechosa”, esa índole de “comunicación irracional” conduce a cual¬quier parte. Pero todos juntos, eso es lo importante: la comunión afectiva de la masa “como un solo hombre”; la fusión del individuo en la marea indistinta de la multitud; la pérdida del Yo personal en el ídolo que es Todos y Nadie.
Semejante, y después que Mann y Chaplin (tal vez ignorando al primero), Cantinflas creó burlescamente un personaje arquetípico con una clase de lenguaje preverbal y modestamente simpatètico; carente, ex profeso, de ideas. Sin embargo, el siguiente pasaje contiene conceptos casi filosóficos.
“¡Para qué hacemos si ya somos!... ¿Qué es lo que somos? ¡Ahí está el detalle! Cuando sepamos lo que tenemos, podremos saber lo que somos. Cuanto tienes, cuanto vales. Fueron las últimas palabras de alguien que al morir no tenía nada. No tenía ni la menor idea. Lo que es mucho no tener. Pues cuando se tiene alguna idea de las cosas, pues, hombre, no es que uno sea, pero por lo menos ya no lo es tanto... que es a lo menos a que uno puede aspirar. ¿O no?”... El interlocutor queda prendado.
En esos pocos y triviales ejemplos advertimos los rasgos de algunos y otros modos semejantes de comunicación y de hechizo. En grados diversos, en cuanto a hondura e importancia, se observan los pro y los contra. El asunto (lo que sea) es equívoco. El propósito, indeterminado. El resultado, imprevisible. Tal clase de experiencias, en su más alta expresión, sería como un esbozo de la entrega amorosa e incondicional entre prójimo y prójimo, entre hombre y
mujer, entre maestro y discípulo, entre líder y masa, entre ídolo e idólatras, entre creatura y Creador. En el éxtasis místico, el acto es trascendental. Amada y Amado terminan, como lo escribió San Juan de la Cruz, en aquel “un no sé qué que quedan balbuciendo". Religiosa o psicológica, de buena o mala entraña, la experiencia proyecta su secreto común: a espaldas de la razón y de las palabras se comulga con algo vago y potente como la vida, manifestada desde la simpleza inocua de un Cantinflas hasta la embriagadora pasión trágica de un Hitler, y, en el plano más sublime, expresada en la música celestial de la experiencia mística de un Plotino.

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