sábado, noviembre 16, 2013

LA GALLINA DEGOLLADA por HORACIO QUIROGA


Todo el día, sentados en el patio, en un banco estaban
los cuatro hijos idiotas delmatrimonioManzini-
Ferraz. Tenían la lengua entre los labios, los ojos
estúpidos, y volvían la cabeza con toda la boca
abierta.
El patio era de tierra, cerrado al oeste por un cerco de
ladrillos. El banco quedaba paralelo a él, a cinco metros,
y allí se mantenían inmóviles, fijos los ojos en
los ladrillos. Como el sol se ocultaba tras el cerro al
declinar, los idiotas tenían fiesta. La luz enceguecedora
llamaba su atención al principio; poco a poco
sus ojos se animaban; se reían al fin estrepitosamente,
congestionados por la misma hilaridad ansiosa,
mirando el sol con alegría bestial, como si
fuera comida.
Otras veces, alineados en el banco, zumbaban
horas enteras imitando al tranvía eléctrico. Los ruidos
fuertes sacudían asimismo su inercia, y corrían entonces
alrededor del patio,mordiéndose la lengua y mugiendo.
Pero casi siempre estaban apagados en su
sombrío letargo de idiotismo, y pasaban todo el día
sentados en su banco, con las piernas colgantes y
quietas, empapando de glutinosa saliva el pantalón.
El mayor tenía doce años y el menor ocho. En
todo su aspecto sucio y desvalido se notaba la falta
absoluta de un poco de cuidado maternal.
Esos cuatro idiotas, sin embargo, habían sido un
día el encanto de sus padres.A los tres meses de casados,
Manzzini y Berta orientaron su estrecho amor
de marido y mujer y mujer y marido hacia un porvenir
mucha más vital: un hijo. ¿Qué mayor dicha parados
enamorados que esa honrada consagración de
un cariño, libertado ya del vil egoísmo de un mutuo
amor sin fin ninguno y, lo que es peor para el amor
mismo, sin esperanzas posibles de renovación?
Así lo sintieron Manzini y Berta, y cuando el hijo
llegó, a los catorce meses de matrimonio, creyeron
cumplir su felicidad. Pero en el vigésimo mes sacudiéronlo
una noche convulsiones terribles y a la mañana
siguiente no conocía más a sus padres. El
médico lo examinó con atención profesional que estaba
visiblemente buscando la causa del mal en las
enfermedades de los padres.
Después de algunos días los miembros paralizados
de la criatura recobraron el movimiento; pero la
inteligencia, el alma, aun el instinto, se habían ido
del todo.Había quedado profundamente idiota, baboso,
colgante, muerto para siempre en las rodillas
de su madre.
−¡Hijo, mi hijo querido! −sollozaba ésta sobre
aquella espantosa ruina de su primogénito.
El padre, desconsolado, acompañó al médico
afuera.
−A usted se le puede decir: creo que es un caso
perdido. Podrá mejorar, educarse en todo lo que le
permita su idiotismo, pero no más allá.
−¡Sí! … ¡Sí! … −asentía Mazzini−. Pero dígame:
¿Usted cree que es herencia, que…?
−En cuanto a la herencia paterna, ya le dijo lo que
creía cuando vi a su hijo. Respecto a la madre, hay
allí un pulmón que no sopla bien.No veo nada más,
pero hay un soplo un poco rudo. Hágala examinar
detenidamente.
Con el alma destrozada de remordimiento, Manzini
redobló el amor a su hijo, el pequeño idiota que
pagaba los excesos del abuelo. Tuvo asimismo que
consolar, sostener sin tregua a Berta, herida en lo más
profundo por aquel fracaso de su joven maternidad.
Como es natural, el matrimonio puso todo su amor
en la esperanza de otro hijo. Nació éste, y su salud y
limpidez de risa reencedieron el porvenir extinguido.
Pero a los dieciocho meses las convulsiones del primogénito
se repetían, y al día siguiente el segundo
hijo amanecía idiota.
Esta vez los padres cayeron en honda desesperación.
¡Luego su sangre, su amor estaban malditos!
¡Su amor, sobre todo!Veintiocho años, él, veintidós
ella y toda su apasionada ternura no alcanzaba a
crear un átomo de su vida normal.Ya no pedían más
belleza o inteligencia, como en el primogénito; ¡pero
un hijo, un hijo como todos!
Del nuevo desastre brotaron nuevas llamaradas
de dolorido amor, un loco anhelo de redimir de una
vez para siempre la santidad de su ternura. Sobrevinieron
mellizos, y punto por punto repitiese el proceso
de los dos mayores.
Más por encima de su inmensa amargura quedaba
a Manzini y a Berta gran compasión por sus
cuatro hijos.Hubo que arrancar del limbo de la más
honda animalidad no ya sus almas, sino el instinto
mismo, abolido.No sabían deglutir, cambiar de sitio,
ni aun sentarse. Aprendieron al fin a caminar, pero
chocaban contra todo, por no darse cuanta de los
obstáculos.Cuando los lavaban mugían hasta inyectarse
de sangre el rostro. Animábanse sólo al comer
o cuando veían colores brillantes y oían truenos. Se
reían entonces, echando afuera lengua y ríos de
baba, radiantes de frenesí bestial.Tenían, en cambio,
cierta facultad imitativa; pero no se pudo obtener
nada más.
Con los mellizos pareció haber concluido la aterradora
descendencia. Pero pasados tres años, Manzini
y Berta desearon de nuevo ardientemente otro
hijo, confiando en que el largo tiempo transcurrido
hubiera aplacado la fatalidad.
No satisfacían sus esperanzas.Y en ese ardiente
anhelo que se exasperaba en razón de su infructuosidad,
se agriaron. Hasta ese momento cada cual
había tomado sobre sí la parte que le correspondía
en la miseria de sus hijos; pero la desesperanza de
redención ante las cuatro bestias que habían nacido
de ellos echó fuera esa imperiosa necesidad de culpar
a los otros, que es patrimonio específico de los
corazones inferiores.
Iniciáronse con el cambio de pronombres: tus
hijos.Y como a más del insulto había insidia, la atmósfera
se cargaba.
−Me parece −díjole una noche Manzini, que acababa
de entrar y se lavaba las manos−, que podrías
tener más limpios a los muchachos.
Berta continuó leyendo como si no hubiera oído.
−Es la primera vez −repuso al rato− que te veo inquietarte
por el estado de tus hijos.
Manzini volvió un poco la cara a ella con una sonrisa
forzada.
−De nuestros hijos, me parece…
−Bueno, de nuestros hijos. ¿Te gusta así? −alzó
ella los ojos. Esta vez Manzini se expresó claramente:
−Creo que no vas a decir que yo tengo la culpa,
¿no?
−¡Ah, no! −se sonrío Berta, muy pálida−; pero yo
tampoco, supongo…¡No faltaba más!…−murmuró.
−¿Qué no faltaba más?
−¡Que si alguien tiene la culpa, no soy yo, entiéndelo
bien! Eso es lo que te quería decir.
Su marido la miró un momento, con un brutal
deseo de insultarla.
−¡Dejemos! −articuló al fin, secándose las manos.
−Como quieras, pero si quieres decir…
−¡Berta!
−¡Como quieras!
Este fue el primer choque, y le sacudieron otros:
pero en las inevitables reconciliaciones sus almas se
unían con doble arrebato y ansia por otro hijo.
Nació así una niña,Vivieron dos años con la angustia
a flor del alma, esperando siempre otro desastre.
Nada acaeció, sin embargo, y los padres pusieron
en su hija toda su complacencia, que la pequeña llevaba
a los extremos límites del mimo y la mala
crianza.
Si aun en los últimos tiempo Berta cuidaba siempre
de sus hijos, al nacer Bertita olvidóse casi del
todo de los otros. Su solo recuerdo la horrorizaba
como algo atroz que la hubieran obligado a cometer.
A Manzini, bien que en menor grado, pasábale lo
mismo.No por eso la paz había llegado a sus almas.
La menor indisposición de su hija echaba afuera,
con el terror de perderla, los rencores de su descendencia
podrida. Habían acumulado hiel sobrado
tiempo para que el vaso no quedara distendido, y al
menor contacto el veneno se vertía afuera.Desde el primer
disgusto emponzoñado habíanse perdido el respeto;
y si hay algo a que el hombre se siente
arrastrado con cruel fruición es, cuando ya se comenzó,
a humillar del todo a una persona.Antes se
contenía por la mutua falta de éxito; ahora que éste
había llegado, cada cual, atribuyéndolo a sí mismo,
sentía mayor la infamia de los cuatro engendros que
el otro había le forzado a crear.
Con estos sentimientos, no hubo ya para los cuatro
hijos mayor afecto posible. La sirvienta los vestía,
les daba de comer, los acostaba, con visible brutalidad.
No los lavaba casi nunca. Pasaban casi todo el
día sentados frente al cerco abandonados a toda remota
caricia.
De este modo Beritita cumplió cuatro años, y esa
noche, resultado de las golosinas que sus padres
eran incapaces de negarle, la criatura tuvo algún escalofrío
y fiebre.Y el temor a verla morir o quedarse
idiota tornó a reabrir la eterna llaga.
Hacía tres horas que no hablaban, y el motivo fue,
como casi siempre, los fuertes pasos de Manzini…
−¡Mi Dios! ¿No puedes caminar más despacio?
¿Cuántas veces…?
−Bueno, es que me olvido; ¡se acabó! No lo hago
a propósito.
Ella se sonrió, desdeñosa:
−¡No, no te creo tanto!
−Ni yo jamás te hubiera creído tanto a ti …¡Tisiquilla!
−¡Qué! ¿Qué me dijiste?
−¡Nada!
−¡Sí, te oí algo! Mira, ¡no sé lo que dijiste, pero te
juro que prefiero cualquier cosa a tener un padre
como el que has tenido tú!
Manzini se puso pálido.
−¡Al fin! −murmuró con los dientes apretados−.
¡Al fin, víbora, has dicho lo que querías decir!
−¡Sí, víbora, sí! ¡Pero yo he tenido padres sanos!
¿Oyes? ¡Sanos! ¡Mi padre no ha muerto de delirio!
¡Yo hubiera tenido hijos como los de todo elmundo!
¡Esos son hijos tuyos, los cuatro tuyos!
Manzini explotó a su vez.
−¡Víbora tísica! ¡Eso es lo que te dije, lo que te
quiero decir! ¡Pregúntale, pregúntale al médico
quién tiene la mayor culpa de la meningitis de tus
hijos, mi padre o tu pulmón picado, víbora!
Continuaron cada vez con mayor violencia, hasta
que un gemido de Bertita selló instantáneamente
sus bocas. A la una de la mañana la ligera indigestión
había desaparecido y, como pasa fatalmente con
todos los matrimonios jóvenes que se han amado
intensamente una vez siquiera, la reconciliación
llegó, tanto más efusiva cuanto infames fueron los
agravios.
Amaneció un espléndido día, y mientras Berta se
levantaba escupió sangre. Las emociones y la mala
noche pasada tenían, sin duda, gran culpa. Manzini
la retuvo abrazada largo rato y ella lloró desesperadamente
pero sin que ninguno se atreviera a decir
una palabra.
A las diez decidieron salir, después de almorzar.
Como apenas tenían tiempo. ordenaron a la sirvienta
que matara una gallina.
El día, radiante, había arrancado a los idiotas de su
banco. De modo que mientras la sirvienta degollaba
en la cocina al animal, desangrándolo con parsimonia
(Berta había aprendido de su madre este buen
modo de conservar la frescura de la carne), creyó sentir
algo como respiración tras ella. Volvióse y vio a los
cuatro idiotas, con los hombros pegados uno a otro,
mirando estupefactos la operación. Rojo…rojo…
−¡Señora! Los niños están aquí en la cocina.
Berta llegó.No quería que jamás pisaran allí. ¡Y ni
aun en estas horas de pleno perdón, olvido y felicidad
reconquistada podía evitarse esa horrible visión!
Porque, naturalmente, cuanto más intensos eran los
raptos de amor a su marido e hija,más irritado era su
humor con los monstruos.
−¡Que salgan,María! ¡Échelos! ¡Échelos, le digo!
Las cuatro bestias, sacudidas, brutalmente empujadas,
fueron a dar a su banco.
Después de almorzar salieron todos. La sirvienta
fue a Buenos Aires y el matrimonio a pasear por las
quintas. Al bajar el sol volvieron; pero Berta quiso
saludar un momento a sus vecinas de enfrente. Su
hija escapóse en seguida a casa.
Entretanto los idiotas no se habían movido todo el
día de su banco. El sol había traspuesto ya el cerco,
comenzaba a hundirse, y ellos continuaban mirando
los ladrillos, más inertes que nunca.
De pronto algo se interpuso entre su mirada y el
cerco. Su hermana, cansada de cinco horas paternales,
quería observar por su cuenta. Detenida al pie
del cerco miraba pensativa la cresta. Quería trepar,
eso no ofrecía duda. Al fin decidióse por una silla
desfondada,pero aún no alcanzaba. Recurrió entonces
a un cajón de kerosene, y su instinto topográfico
hízo le colocar vertical el mueble, con el cual triunfó.
Los cuatro idiotas, la mirada indiferente, vieron
cómo su hermana lograba pacientemente dominar
el equilibrio y cómo en puntas de pie apoyaba la garganta
sobre la cresta del cerco, entre sus manos tirantes.
Viéron la mirar a todos lados y buscar apoyo
con el pie para alzarse más.
Pero lamirada de los idiotas se había animado; una
misma luz insistente estaba fija en sus pupilas. No
apartaban los ojos de su hermana mientras una creciente
sensación de gula bestial iba cambiando cada
línea de sus rostros. Lentamente avanzaron al cerco.
La pequeña, que habiendo logrado calzar el pie iba
ya a montar a horcajadas y a caerse, debajo de ella,
los ocho ojos clavados en los suyos le dieron miedo.
−¡Soltáme! ¡Dejáme! −gritó sacudiendo la pierna.
Pero fue atraída.
−¡Mamá! ¡Ay,Mamá! ¡Mamá, papá! −lloró imperiosamente.
Trató aún de sujetarse del borde, pero
sintiose arrancada y cayó.
−¡Mamá! ¡Ay,ma…! −no pudo gritar más.Uno de
ellos le apretó el cuello, apartando los bucles como
si fueran plumas, y los otros la arrastraron de una
sola pierna hasta la cocina, donde esa mañana se
había desangrado la gallina, bien sujeta, arrancándole
la vida segundo por segundo.
Manzini, en la casa de enfrente, creyó oír la voz
de su hija.
−Me parece que llama −le dijo a Berta.
Prestaron oído, inquietos, pero no oyeron nada
más. Con todo, un momento después se despidieron,
y mientras Berta iba a dejar el sombrero,Manzini
avanzó en el patio:
−¡Bertita!
Nadie respondió.
−¡Bertita! −alzó más la voz, ya alterada.
Y el silencio fue tan fúnebre para su corazón siempre
aterrado, que la espalda se le heló del horrible
presentimiento.
−¡Mi hija,mi hija! −corrió ya desesperado hacia el
fondo. Pero al pasar frente a la cocina vio en el piso
un mar de sangre. Empujó violentamente la puerta,
entornada y lanzó un grito de horror.
Berta, que se había lanzado corriendo a su vez al
oír el angustioso llamado del padre, oyó el grito y
respondió con otro. Pero al precipitarse en la cocina,
Manzini, lívido como la muerte, se interpuso, conteniéndola.
−¡No entres! ¡No entres!
Berta alcanzó a ver el piso inundado de sangre.
Sólo pudo echar sus brazos sobre la cabeza y hundirse
a lo largo de él con un ronco suspiro.

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