sábado, noviembre 09, 2013

EL ANTICOMUNISTA por SIMONE DE BEAUVOIR


"Todos los problemas son cuestiones de opinión",
afirma Brice Parain. Es lo que postulan todos
los sistemas anticomunistas. A través de diferencias
secundarias, es notable su convergencia en este
punto.
La realidad material de los hombres, y de su situación,
no cuenta. Lo único que importa son sus
reacciones subjetivas. El socialismo se explica no
por la fuerza de un sistema de producción; sino por
el juego de voluntades cuyos móviles son éticos o
efectivos. La necesidad económica es sólo una abstracción:
la economía, en última instancia, depende
de la psicología. Las clases en general, el proletariado
en particular, se definen como estados de ánimo.
Nietzsche fue el primero que propuso una interpretación
psicologista de la historia y de la sociedad:
"El débil está corroído por el deseo de
venganza, por el resentimiento; el fuerte tiene un
patrón agresivo".
Esta noción de resentimiento ha tenido una extraordinaria
fortuna entre los pensadores de derecha.
Max Scheler la utilizó no para atacar al
cristianismo, que es, a su juicio, una doctrina de
amor positiva, sino para frustrar toda ética socialista:
el socialismo expresa necesariamente un resentimiento
contra Dios y contra todo lo que hay de
divino en el hombre.
Con algún matiz, Scheler adopta la sentencia de
Walter Rathenau: "La idea de justicia reposa sobre
la envidia". Consciente de su bajeza, el "proletariado
moral" desea reducir a su nivel a aquellos que le son
superiores. La impugnación del derecho de propiedad,
particularmente, "se funda en la envidia de las
clases obreras hacia las clases que no obtienen su
riqueza de su propio trabajo". La idea revolucionaria
se reduce a "la sublevación de los esclavos animados
de resentimiento".
Esta psicología podía parecer algo sumaria. Para
prestarle alguna profundidad, se ha recurrido al psicoanálisis.
Max Eastman, en La Science de la Révolution,
interpreta la mentalidad obrera a partir de
Freud. Henry de Man, cuyo libro Audelá du marxisme
alcanzó en Francia un éxito considerable hacia
1928, prefiere a Adler: psicoanalizando al
proletariado, diagnostica un complejo de inferioridad
muy pronunciado.
Lo que engendra el espíritu de la lucha de clases
es un instinto profundo: la autovaluación. El obrero
se defiende de un sentimiento de deficiencia por
medio de "reacciones compensadoras". La actitud
revolucionaria es una de esas reacciones. En no pocos
estudios posteriores, el complejo de inferioridad
se presenta como la consecuencia de un fenómeno
afectivo más general: la frustración. El sentimiento
de frustración provoca en los trabajadores cierto
desaliento, neurosis que se sublima en la actitud revolucionaria.
En suma, toda la desgracia del proletariado proviene
de que se cree proletario. Esta conclusión
coincide con la afirmación de Oswald Spengler:
"Económicamente, la clase obrera no existe" Toynbee
desarrolla la misma tesis. "El proletariado,
efectivamente, es un estado de ánimo antes que la
consecuencia de condiciones exteriores... (Es) un
elemento en el cual un grupo social que está en el
interior de una sociedad determinada, no forma
parte de ella verdaderamente... Lo que realmente
distingue al proletariado no es la pobreza, ni el nacimiento
humilde, sino la conciencia y el resentimiento
de estar desheredado". Jules Monnerot, en
La Guerre en question, se apodera casi literalmente
de esta definición. Según él, la palabra proletario
designa "aquellos que, en el campo de poder y de
acción de una civilización, se sienten desheredados".
Un lector ingenuo se siente tentado de hacer
una pregunta. ¿Por qué se sienten desheredados?
Monnerot, en Sociologie du Communisme esboza
una respuesta. Desarrolla indefinidamente la idea de
que la lucha de clases se reduce a un conjunto de
reacciones psíquicas cuyo origen es el resentimiento.
El marxismo está constituido por "una mezcla explosiva:
la dialéctica y el resentimiento..." El resentimiento
que en sí moviliza a la dialéctica, coincide
con el resentimiento de una categoría social cuyo
nacimiento es espantoso, y cuyo resentimiento es,
históricamente, forzoso.
"Ha sido necesario que un resentimiento universal,
servido por una enorme fuerza de penetración
intelectual y de síntesis, interpretase un
resentimiento histórico, para que naciese esta doctrina
de la revolución".
Monnerot conviene, pues, en que el resentimiento
del proletariado es "históricamente necesidad".
Esta concesión, si la tomamos en serio, basta
para arruinar todas sus teorías. Sólo hay necesidad
donde está la realidad. Si admitimos que ésta impone
al proletariado una toma de conciencia revolucionaria,
entonces todo el psicologismo se
derrumba, y nos volvemos a encontrar con el esquema
marxista.
Para agravar la confusión, Monnerot agrega una
nota: "Estamos de acuerdo con Hegel sobre la función
del mal como motor histórico". Esta asociación
pone en evidencia su mala fe. El mal es una
realidad objetiva, y ver en él un motor histórico es
definir la Historia como un proceso objetivamente
fundado. En cambio, al asimilar la idea de mal a la
de resentimiento, Monnerot la psicologiza, En realidad,
en todo el resto de la obra, se silencia cuidadosamente
la necesidad histórica. No se hace más
que rendir cuentas de "la mezcla explosiva" del resentimiento,
por medio de factores radicalmente
exteriores a la situación vivida.
¿Cuáles? Bueno, ante todo la acción de los agitadores,
es decir, de los comunistas. El partido comunista,
al que Monnerot bautiza la Causa
(L'Entreprise), se dedica a explotar y organizar el
descontento difuso. "La Causa utiliza, aviva, trata de
llevar al grado decisivo de virulencia activa los resentimientos
de las clases, las masas y los individuos,
y consiste precisamente en organizar desde el
exterior a los descontentos de diversa índole."
Naturalmente, estas actividades no se explican
tampoco por una finalidad objetiva. El Parido, radicalmente
extraño al proletariado, no persigue fin
alguno que pueda afectar a éste; actúa sobre él desde
afuera, en forma mecánica y absurda. Por ejemplo,
si "trabaja las masas coloniales", no es porque
toma a pechos su deseo de emancipación; es para
"agravar y encontrar todas las contradicciones del
mundo capitalista"
Sea. Pero, ¿por qué esa política? Aquí Monnerot
pide prestada su respuesta a Burnham. James Burnham
aprendió de los "maquiavelistas", y enseñó
luego a los admirados pensadores de derecha, esta
verdad profunda: jefes, estados, partidos, no persiguen
nunca, en el poder, otra cosa que al poder. Si
un hombre de acción expone una finalidad objetiva,
como el bien común o la libertad, es sólo para mistificar
a su gente, y es un inocente el que le cree. En
verdad, el único sujeto de la ciencia política es "la
lucha por el poder en sus diversas formas confesadas
o disimuladas". Este postulado permite a Burnham
definir al comunismo como "una
conspiración mundial tendiente a la conquista de un
monopolio del poder, en la época declinante del
capitalismo". Y Monerot identifica también la Causa
con una sociedad secreta que sólo quiere reinar por
reinar. El nombre mismo con que la bautiza está
escogido para subrayar su carácter privado y egoísta.
El maquiavelismo completa armoniosamente la
psicología del resentimiento. Subjetiva en sus móviles,
la acción revolucionaria lo es también en sus
fines. Hombres movidos por una "voluntad de poderío"
amplifican en quienes se saben impotentes,
sentimientos de inferioridad, de envidia, de odio.
Ya se comprenderá cuán ventajosa es tal interpretación.
En una palabra, todas las desventuras de
los hombres son imaginarias. Basta con aplicarles
remedios ideales. Inútil cambiar el mundo: es suficiente
cambiar la idea que algunos se forman de él.
Nietzsche proponía otorgar a los desheredados una
ilusión de dignidad; De Man sugiere se reduzcan los
complejos de inferioridad que padecen los obreros,
acordándoles ciertas ventajas sociales. La derecha
"esclarecida" reconoce de buena gana que es preciso
integrar moralmente al proletariado en la sociedad.
En suma, se tratará de transformar la mentalidad
de los oprimidos y no la situación que los
oprime. Así procede cínicamente en los Estados
Unidos el Big Business. Se sirve de las Public Relations
para propagar entre los explotados los slogans
que interesan a sus explotadores. Ha ideado la
técnica del Human Engineering, que pretende disimular
la realidad material de la condición obrera,
tras una mistificación moral y afectiva. Por medio
de una educación apropiada, de métodos de mando
cuidadosamente estudiados, se esfuerza por convencer
al proletario que no es un proletario, sino un
ciudadano norteamericano. Y si él rehusa dejarse
manipular, lo considera un anormal, y se ha inventado
para él una terapéutica de "liberación".
Es, evidentemente, un deber de humanidad
combatir a los agitadores interesados en exasperar la
neurosis revolucionaria, y se sobreentiende que la
doctrina invocada para servir sus tenebrosos designios
no puede aspirar a verdad alguna. Nuestros
comunistas no son bastante ingenuos para atribuirle
un contenido en el que se refleje alguna realidad.
Han aprendido de Georges Sorel que el mito es una
fuerza dinámica mensurable no en forma intelectual,
sino por su eficacia. Y saben, por los maquiavelistas,
que las ideas son armas de guerra, con las que se
promueven actitudes afectivas y activas. Ciertos especialistas
alegan conocer y criticar científicamente
el marxismo, pero la mayoría de sus adversarios
desdeña conocerlo. La doctrina de Marx, Engels,
Lenin -confiesa Thierry Maulnier- "es, sin duda, casi
desconocida por aquellos que la combaten, o que
creen hacerlo". Burnham cita con aprobación esta
frase de Pareto: "En cuanto a determinar el valor
social del marxismo, saber si la teoría marxista de la
plusvalía es verdadera o falsa, es casi tan importante
como saber si el bautismo borra el pecado cuando
se trata de determinar el valor social del cristianismo.
No tiene la menor importancia".
El marxismo, como la situación que pretende
interpretar, se explica por consideraciones subjetivas,
casuales. Es una de las formas de ese humanitarismo
moderno que, según Scheler, "sólo es el
efecto de un odio reprimido contra la familia y el
medio". El amor a "todo lo que tiene aspecto humano",
refleja un odio a Dios. Es también "una
protesta contra el amor a la patria".
Más fundamentalmente, es una manera de escapar
a uno mismo, y de satisfacer el odio que uno
siente por sí mismo. De Man profesa una concepción
más benévola del socialismo: el sentido moral
individual sería su verdadero móvil. Por razones
tácticas, el socialismo debe atribuir a su doctrina un
alcance objetivo, pero no es sino una mistificación.
Entre otros, Marx "sólo ha presentado al socialismo
como necesario porque lo consideraba, en razón de
un juicio moral tácitamente supuesto, como deseable".
Hallamos una idea análoga en Spengler: "Los
partidos políticos, hoy como en los tiempos helénicos,
ennoblecieron en cierto modo a ciertos grupos
económicos cuyo nivel de vida querían hacer más
satisfactorio, elevándolos al rango de un orden político,
como hizo Marx con los obreros de la industria".
Más que a una preocupación ética, Monnerot
estima que Marx obedeció a un impulso irracional.
Marx, y después de él los marxistas, se han dejado
impresionar demasiado por el nacimiento y el apogeo
del capitalismo. "El contragolpe de un traumatismo
afectivo determinó la perspectiva que les es
propia". Y, por supuesto, Marx es un hombre del
resentimiento, como aquellos a quienes se dirige, y
que adhieren a su doctrina.
Resentimiento, voluntad ética, traumatismo: en
todo caso, hay en el origen del marxismo un avatar
individual. Según Pareto, es un hecho social que
puede explicarse por leyes sociológicas: en particular,
la ley de las "derivaciones" y la del "residuo",
inventadas por Pareto. Toynbee ve en el marxismo
"la transposición del Apocalipsis judío". Caillois,
una ortodoxia; Aron atribuye su poder explosivo a
la combinación de un tema cristiano con un tema
prometeico y un tema racionalista. Pero, sobre todo,
lo que repiten todas incansablemente es que el marxismo
halaga el instinto religioso de las masas. Es
una religión.
"No hay socialismo sin una religión cualquiera",
escribe de Man. "El impulso psíquico hacia el socialismo
tiene su causa más allá de toda realidad en el
mundo".
"La U. R. S. S. es una superstición", escribe
Aron. Y en Les Guerres en chaine  desarrolla largamente
esta idea tomada de Toynbee: "El marxismo
es una herejía cristiana".
En La Liberté de l'Esprit, junio de 1949,
Stanislas Fumet agradece a Nicolai Berdiaeff por
haberle revelado, hace tiempo, que el marxismo es
una religión. Y concluye, a la manera de Pareto:
"Poco importan sus dogmas; lo que cuenta es el
dominio sobre las almas, mientras haya almas. Es la
operación mágica o táctica, la acción del sacerdote
que subyuga los espíritus para estar él en condiciones
de doblar las voluntades en nombre de una divinidad
cualquiera".
Todo el libro de Monnerot se funda en esa
identificación. El comunismo es "el Islam del siglo
XX". La Causa es "la imagen religiosa de una división
de la humanidad". "La empresa comunista es
una empresa religiosa". " El comunismo se presenta
a la vez como religión secular y como Estado universal.
Religión secular, drena los resentimientos,
organiza y hace eficaces los impulsos que rebelan a
los hombres contra las sociedades en que han nacido,
acelera ese estado de separación de sí mismas, y
de escisión de una parte de sus fuerzas vivas, que
precipita los ritmos de la disolución y de la destrucción."
Conviene citar aún el artículo Fanatisnre des
Marxistes: allí se empeña Thierry Mulnier en transponer
el marxismo en términos religiosos. El Paraíso,
dice, ha sido transportado del cielo al Porvenir;
como la creación histórica ha sido elevada por Marx
a lo absoluto del valor, hallamos en su doctrina una
trascendencia suprahistórica de los valores, y la
promesa de una salvación en otro mundo. Hay,
pues, una religión marxista: "la religión de la humanidad
por conquistar, o de la humanidad por hacer".
El método que consiste en separar al comunismo
de sus bases reales, y en definirlo como una pura
forma, es aún más evidente en otro escrito de
Thierry Maulnier: La Face de Méduse du Communisme.
El autor se pregunta: ¿Por qué toda revolución
implica un terror? Rechaza desdeñosamente
todas las razones objetivas: la idea, por ejemplo, de
que una tentativa de expropiación no puede cumplirse
sin violencia le es totalmente ajena. Según él,
es preciso buscar la explicación del Terror en "las
fuerzas tenebrosas del hombre colectivo". El Terror
es "el fondo mismo del inconsciente colectivo, sobre
el que se edifica el aparato de la justicia revolucionaria".
Si hubo un Terror en 1793, es porque
hacia fines del siglo XVIII, "la gente empezaba a
hastiarse". El Terror nace de una "fascinación trágica
de la muerte" y de la "mala conciencia intelectual
inherente a todo fanatismo". Tiene sus fuentes en el
temor y en la voluntad de poderío. También para
Maulnier "la revolución es la explosión victoriosa
del resentimiento''. Es una cuestión de "brujería social",
y cono tal exige víctimas expiatorias. El Terror
representa "el ritual de conjuración y de
purificación, el aparato litúrgico, el oficio y el Misterio".
"Terminada la fiesta, se instaura el rito. La orgía
del Terror se convierte en la Iglesia del Terror."
Desde luego, esta Iglesia es maquiavelista: trata de
realizar "una confiscación total del individuo en
provecho de la sociedad".
He aquí, pues, que se le han ajustado las cuentas
al marxismo: se reduce a un fenómeno psicosociológico
desvalido de toda significación interna, es
una religión en la que no cuentan Divinidad ni
dogmas, sino sólo el maquiavelismo de los sacerdotes,
y no existe sino como mero instrumento de
la Causa que explota en su beneficio la credulidad
humana.
Queda, sin embargo, un problema que turba
singularmente a los intelectuales de derecha: la
existencia de intelectuales de izquierda. No son
desheredados como los proletarios, no manifiestan
esa voluntad de poderío que anima a los agitadores;
entonces, ¿cómo explicar su aberración? Inútil buscar
más lejos : bastarán algunos reajustes y aún podrá
servir la noción de resentimiento. Decrétese que
los miembros de la Intelligentsia, así hayan nacido
en alguna burguesa familia de Francia, se sienten
exiliados en la sociedad. En todo caso, no ocupan
en ella los primeros puestos, y eso basta para que la
odien y se odien a sí mismos.
El intelectual, dice Aron, detesta a los burgueses.
Aron no imagina ni por un instante que esa
hostilidad pueda ser el reverso de un sentimiento
positivo ante los otros hombres; según él, resulta
evidentemente de un complejo de inferioridad. Los
intelectuales "no pueden llegar a la primera fila sin
eliminar a la categoría social que en Occidente debe
su poder a la fortuna y ésta al azar de los negocios,
de la herencia o de los talentos excepcionales". Por
lo tanto, "se huye hacia la metrópoli roja porque se
detesta la sociedad en que se vive".
Monnerot ha intentado explicaciones un poco
más sutiles, pero sólo consigue fundir la complejidad
a favor de una oscuridad total. Citemos el pasaje
en que alude a la forma en que los comunistas
lograron controlar la bomba atómica: "Usando
métodos psicológicos, especulando con los móviles
religiosos, morales, metafísicos, los comunistas se
atraen a los sabios que permitieron fabricar esas armas.
Trabajan en que se haga moralmente imperativo,
para aquellos cuyos cálculos y descubrimientos
condujeron a las nuevas armas, el entregar sus fórmulas
no directamente a Rusia, y a los soldados rusos,
sino a los servidores, a los emisarios, a los
protagonistas de una concepción del mundo más
justa"
¿Cómo se opera este trabajo? ¿En qué consisten
tales métodos? Monnerot nos lo explica más adelante:
"Los políticos comunistas saben que se sorprende
a cada hombre en la necesidad, la pasión, el
vicio, la debilidad que inspiran sus actos; el punto
débil de cada individuo cuyo concurso conviene
asegurarse, es el punto fuerte de tales grupos".
Suponemos, pues, que un equipo de psicotécnicos
comunistas recorre los Estados Unidos ofreciendo
a los sabios atómicos dinero, honores, mujeres,
drogas, whisky, efebos, según la debilidad de
cada cual. ¿Cómo la explotación de esa debilidad
despierta en el corazón de los sabios el "imperativo
moral"? El proceso sigue siendo misterioso. Para
dilucidar ese misterio, conviene recurrir a una psicología
en profundidad. En el capítulo consagrado a
la "psicología de las religiones seculares", Monnerot
explica que los individuos a quienes aqueja una neurosis
privada encuentran, participando de una neurosis
colectiva, un alivio a sus males. Describe con
prolijidad los delirios de que son víctimas, colectivamente,
los intelectuales comunistas. Pero, una vez
más, ¿cómo se pesca la enfermedad? Y, ¿por qué
Monnerot no la contrae también? En última instancia,
Monnerot recurre a la explicación de Aron: al
intelectual de izquierda lo mueve el resentimiento.
El comunismo "se presenta como una promoción
para quienes creen no tener nada que perder y
todo por ganar en un cambio radical: trátase entonces...
de todos aquellos que sin ser realmente desheredados,
se sienten, sin embargo, al margen (es el
caso particular de los que constituyen la Intelligentsia".
A pesar de la jerga sociológico-psicoanalítica de
que se sirve, Monnerot no ofrece, pues, ninguna
solución precisa al problema: ¿por qué ciertos intelectuales
se ubican a la izquierda? Arthur Koestler
ha buscado las respuestas en la fisiología; según él,
conviene recurrir a "la fatiga de los sinapsis". Esta
fatiga proviene de "un debilitamiento general de las
conexiones entre las células cerebrales por las que
debería pasar la impulsión nerviosa... La violencia
indefinida de la conciencia del sujeto puede producir
esa fatiga". En un número reciente de Preures,
Koestler se ha tomado el trabajo de redactar una
Pequeña Guía de las Neurosis Políticas. Pero, al
fin y al cabo, todas estas explicaciones parecen insuficientes
ala propia gente de derecha. Entonces se
limitan a señalar que la U.R.S.S. y los comunistas
poseen "métodos psíquicos", tanto más temibles
cuanto que son más secretos.
Para explicar la carta que Genevive de Galard, la
famosa enfermera de Dien Bien Pliu, enviara a Ho
Chi Minh, y ciertas declaraciones de la esposa del
general De Castries, jefe de esa guarnición, el diario
Dimanche-Matin mencionaba las técnicas del "lavado
de cerebros". Poseedores de drogas, de filtros,
maleficios y prestigios, el Partido Comunista es un
brujo cuya oscura fascinación sufren pasivamente
las masas y ciertos individuos.

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