sábado, noviembre 09, 2013

SITUACIÓN ACTUAL DEL PENSAMIENTO BURGUES por SIMONE DE BEAUVOIR


Bien sabido es: los burgueses de hoy tienen
miedo. En todos los libros, en todos los artículos,
los discursos que expresan su pensamiento, es este
pánico lo que ante todo salta a los ojos. Según una
fórmula cara a Malraux, "Europa ha dejado de pensarse
en términos de libertad para pensarse en términos
de destino".
Pero el destino de Occidente, como el de todas
las civilizaciones, según Spengler -de quien proviene
esta terminología-, es su muerte. Muerte de Europa.
Declinación de Occidente. Fin de un mundo, fin del
mundo. La burguesía vive a la espera del cataclismo
inminente que la abolirá.
"Entre las ruinas se lloran ya las ruinas futuras",
escribía Alfred Fabre Luce hacia 1945.

"Profusión de desastres inducen hoy al hombre
a preocuparse por su obra, a dudar del valor de la
civilización misma. No sólo se interroga; en el acto
se desespera, se mofa de sí mismo" (Roger Caillois,
en Liberté de l'Esprit, 1949).
"La sociedad necesita superhombres, porque ya
no es capaz de dirigirse, y la civilización de Occidente
está socavada en sus cimientos" (Alexis Carrel:
Réflexions sur la Conduite de la Vie, 1950) .
"Nos encontramos hoy entre un fin y un comienzo.
También nosotros tenemos nuestros terrores.
El proceso en que estamos comprometidos será
largo y terrible" (Jacques Soustelle, en Liberté de
l'Esprit, 1951) .
"Todos conocemos la amenaza que pesa sobre
la civilización occidental en lo que tiene de más precioso:
la libertad del espíritu". (Rémy Roure, en
Preuves, 1951.)
Y así sucesivamente.
El fenómeno no es nuevo por completo. En
todos los tiempos los conservadores previeron con
espanto, en el futuro, la vuelta de las barbaries pretéritas.
"Situarse a la derecha es temer por lo que
existe", escribía con propiedad Jules Romains cuando
aún no compartía ese temor.
En la forma que asume hoy, este "pequeño
miedo del siglo XX", denunciado por Emmanuel
Mounier, empezó a difundirse desde las postrimerías
de la primera guerra mundial. Entonces, el optimismo
de la burguesía se sintió seriamente
quebrantado. En el siglo anterior, la burguesía creía
en el desarrollo armonioso del capitalismo, en la
continuidad del progreso, en su propia perennidad.
Cuando se sentía dispuesta a la justificación, podía
invocar en su provecho el interés general: el avance
de las ciencias, de las técnicas; a partir de las industrias
fundadas sobre el capital aseguraba a la humanidad
futura la abundancia y la felicidad. Sobre
todo, confiaba en el porvenir, sentíase fuerte. No
ignoraba la "amenaza obrera", pero poseía, contra
ella, toda clase de armas. "A la fuerza de las guarniciones
podemos agregar la omnipotencia de las esperanzas
religiosas", escribía Chateaubriand,
contento de su astucia.
A principios del siglo XX, la situación ha cambiado.
AL régimen de la libre competencia ha sucedido
el de los monopolios, y el capitalismo, así
transformado, empezó a tomar conciencia de sus
propias contradicciones. Para colmo, la "amenaza
obrera" se ha agravado considerablemente, las esperanzas
religiosas han perdido su omnipotencia y el
proletariado se ha transformado en una fuerza capaz
de medirse con las guarniciones. La burguesía
empezó a dudar también de las ilusiones que se había
forjado: el progreso de las técnicas y de la industria
ha demostrado ser más amenazante que
auspicioso; y hemos aprendido no a fertilizar la tierra,
sino a devastarla.
Sin duda, los economistas burgueses sostienen
aún que sólo el capitalismo es capaz de lograr la
prosperidad universal, pero por lo menos convienen
en que es preciso atenuar considerablemente sus
formas primitivas. A través de las guerras, las crisis,
se ha descubierto que la evolución del régimen no
se asemeja absolutamente a una nueva edad de oro.
Hasta se ha empezado a sospechar que, en la historia
de la humanidad, podría ser nada más que una
forma perecedera. Y, confundiendo su suerte con la
de todo el planeta, la burguesía ha dado en profetizar
negros apocalipsis, y sus ideólogos tomaron por
su cuenta la visión catastrófica de la historia que
había sugerido Nietzsche.
"Después de la primera guerra mundial -escribe
Jaspers- cayó el crepúsculo sobre todas las civilizaciones.
Presentíase el fin de la humanidad en esa
encrucijada en que vuelven a fundirse, para desaparecer
o para nacer de nuevo, todos los pueblos y
todos los hombres. No era aún el fin, pero en todas
partes se admitía ya ese fin como una posibilidad.
Todos vivíamos esperando, en una angustia espantosa
o en un fatalismo resignado. Reducíamos el
acontecimiento a leyes naturales, históricas o sociológicas,
o bien ofrecíamos una interpretación
metafísica, atribuyéndola a una pérdida de sustancia.
Esas diferencias de atmósfera son particularmente
sensibles en Klages, Spengler o Alfred Weber; pero
ninguno de ellos duda de que la crisis esté allí, y más
grave de lo que nunca ha sido".
También en Francia se levantan voces angustiadas
por esa época. En un ensayo que entonces
aleanzó gran resonancia, Valéry tocaba a muerto:
nuestra civilización acababa de descubrir que era
mortal. Drieu la Rochelle escribe en 1927, en Le
Jeune Européen: "Desaparecen todos los valores de
que nosotros vivíamos". Más aún: "Me esfuerzo por
aproximarme, hasta tocarlos con el dedo, a los caracteres
de mi época, y los encuentro tan abominables
y tan dominadores que el hombre, debilitado,
ya no podrá sustraerse a la fatalidad que enuncian, y
que de ella perecerá". Después de lo cual vaticina
con firmeza la muerte de lo humano.
Pero la burguesía vislumbraba el fin de la humanidad,
es decir, su propia liquidación como clase,
sólo como una "eventualidad". Le quedaba una esperanza:
el fascismo.
La ideología nazi convertía al pesimismo en
voluntad de poderío. Cuando Spengler anunciaba la
declinación de Occidente, daba por hecho que su
libro podría "servir de base a la organización política
de nuestro porvenir". Proponía al hombre de
Occidente la alternativa: "Hacer lo necesario, o nada".
Es decir, que lo exhortaba a aceptar un nuevo
cesarismo.
Drieu sublimaba en el Partido Popular Francés
los sombríos vaticinios de su juventud; saludaba en
el fascismo un moderno Renacimiento. "El totalitarismo
ofrece las posibilidades de una doble restauración
corporal y espiritual al hombre del siglo xx",
escribía en Notes pour comprendre ce siécle. En
1940, felicita a Europa por haber descubierto al fin
"el sentido de lo trágico"; declara que "es preciso
introducir nuevamente lo trágico en el pensamiento
francés"; pero todo lo que quiere decir con ello es,
sencillamente, que Francia debe integrarse en una
Europa nazificada.
Pero ahora, lo que fue necesario ya es cosa hecha,
y en vano. El fascismo ha sido vencido, y esa
derrota pesa terriblemente sobre la burguesía de
hoy. En el "crepúsculo" que baña la civilización, ya
no divisa ninguna lumbre heroica, ningún César.
Nada la defiende ya contra las dudas que la asaltan.
"Dos guerras mundiales se han necesitarlo, y los
campos de concentración, y la bomba atómica, para
minar nuestra buena coicieticia", escribía Jacques
Soustelle en La liberté de l'Esprit. "Hemos empezado
a plantearnos la terrible pregunta: ¿será posible
que nuestra civilización no sea la Civilización?"
La pregunta está hecha. Y un inmenso coro responde:
no lo es. Todos los pueblos que no pertenecen
a Occidente, es decir, que no reconocen la
hegemonía de los Estados Unidos, y además todos
los hombres que en Occidente no son burgueses,
rechazan la civilización del burgués occidental.
Y, lo que es aún más grave, se han dispuesto a
crear otra. Antes de la última guerra, el burgués presentía
que estaba por terminar, pero no sabía qué
nacería luego. Ahora la barbarie tiene un nombre: el
comunismo. Esa es la "cara de la Medusa", como
dice Thierry Maulnier; la Medusa cuya visión hiela la
sangre de los civilizados. Reina ya sobre la quinta
parte del globo: es un cáncer que pronto habrá devorado
la tierra toda. Los únicos remedios que la
derecha concibe son la bomba y la cultura. Uno es
demasiado radical y el otro demasiado poco. En la
cólera y el terror, hace suyas las profecías marxistas:
se siente perdida.
Pensamiento de vencidos, pensamiento vencido.
Para descifrar las ideologías de derecha contemporáneas,
conviene recordar siempre que se
elaboran bajo el signo de la derrota. Desde luego, se
vinculan al pasado por toda clase de caracteres, uno
de los cuales no perdió un ápice de su importancia
desde los tiempos en que Marx lo denunciaba: el
idealismo. Separado, por su trabajo y su género de
vida, de todo contacto con la materia, protegido de
la necesidad, el burgués ignora las resistencias del
mundo real: es idealista con la misma naturalidad
con que respira. Todo lo alienta a desarrollar sistemáticamente
esa tendencia en que se refleja su situación
en forma inmediata: fundamentalmente
interesado en negar la lucha de clases, no puede cegarse
acerca de su existencia, sino rechazando en
bloque la realidad. La sustituye por Ideas, cuya
comprensión define a su antojo, y cuya extensión
limita arbitrariamente. El método, considerado en
su generalidad, es demasiado conocido. Marx, Lenin,
lo atacaron tan brillantemente que no insistieron
más. Nos basta con señalar que todas las
derivaciones del pensamiento burgués importan una
actitud idealista, y todas tienden a confirmarla.
Sobre esta base construíanse antaño hermosos y
arrogantes sistemas. Pero esos tiempos en que
prosperaban un Joseph de Maistre, un Bonald, se
han extinguido. Hasta la de Charles Maurras, a pesar
de su debilidad, es todavía una doctrina positiva, y
hubo que enterrarla. El teórico burgués sabe que el
futuro se le escapa, y ya no trata de construir: se
define a partir del comunismo, contra él, en forma
puramente negativa.
Raymond Aron, por ejemplo, en las últimas líneas
de Le Grand Schisme, no se pregunta en qué
creemos. Pregunta, en cambio: "¿Qué oponer al
comunismo?" Responde: "La afirmación de los valores
cristianos y humanistas". Pero es evidente, para
quien haya leído sus libros, que dichos valores
son el último de sus afanes: sólo le importa la derrota
del comunismo.
Del mismo modo, en esa especie de manifiesto
que inicia el segundo número de Preuves, Denis de
Rougemont empieza por declarar: "Estamos más
bien desvalidos ante la propaganda totalitaria". Y, a
guisa de programa, propone temas de contrapropaganda.
Las cosas han llegado a un punto que, respondiendo
en 1950 a una encuesta sobre la libertad, en
La Liberté de l'Esprit, Léon Werth ha podido declarar:
"En 1950, un régimen de libertad se define por
su contrario, que es el régimen stalinista". Y sus
amigos han alabado calurosamente esta respuesta.
Lo que equivale a confesar que la derecha contemporánea
ya no sabe lo que defiende: se defiende
contra el comunismo, y eso es todo. Y se defiende
sin esperanzas. Aquellos a quienes Paul Nizan llamaba
"los perros guardianes" de la burguesía, hoy
tratan de justificar la supervivencia de una sociedad
cuya próxima muerte anuncian ellos mismos.
No es tarea fácil esa justificación: su fracaso
Histórico descubre a la burguesía las contradicciones
teóricas en que su pensamiento se enreda. Jules
Romains, en artículo publicado en marzo de 1952
por la revista Preuves, expuso patéticamente su
drama ideológico: la burguesía es víctima de los
principios que ella misma había creado para uso interno,
y que están difundiéndose indiscretamente
por toda la tierra. "Todas las civilizaciones se han
constituido hasta el presente, y sobre todo han sobrevivido,
en la medida en que supieron preservar
las diferencias, las conquistas, las desigualdades que
habían acumulado lentamente en su provecho; en la
medida en que podían parecer inicuas y monstruosas
ante la barbarie, el salvajismo, ante los hambrientos
y piojosos que las rodeaban". Pero he aquí
que "la idea de justicia, o más bien la idea de igualdad
de derechos, es copio un fuego en la maleza.
Querríamos detenerlo en alguna zanja, pero salta
por encima. La destrucción de los privilegios, de las
diferencias ventajosas, de las conquistas localizadas,
es una reacción en cadena que sólo terminará el día
en que no le quede nada más por devorar".
Estas frases ingenuas plantean, sin ambages, el
problema que tienen por resolver nuestros modernos
perros guardianes. El Pacto del Atlántico ha
obligado a los burgueses a superar el viejo nacionalismo
y reservar sus zalamerías para lo que ahora
llaman Europa, Occidente, la Civilización. No hay
inconveniente en aceptar todo esto: mientras se
trate de quedarse entre privilegiados, bien se pueden
borrar ciertas fronteras. Pero, justamente, querrían
quedarse "entre nosotros", y he aquí que "la barbarie,
el salvajismo, los hambrientos y piojosos que los
rodean" se agitan, actúan, hablan, amenazan. ¿Cómo
negar, después de eso, que existen?
El señor de Rougemont puede declarar perfectamente
que "Europa es la conciencia del mundo",
pero el burgués de Occidente se ve forzado a admitir
que ya no es la conciencia única, el sujeto absoluto:
hay otros hombres. A estos otros, los
privilegios de los civilizados les parecen inicuos.
¿Cómo disipar esa apariencia? Hasta aquí, gracias a
las zanjas que la burguesía supo crear, conciliaba sin
grandes dificultades la idea de justicia y la realidad
de sus intereses. ¿Y ahora? Ni pensar, por supuesto,
en renunciar a esas desigualdades provechosas.
Entonces, ¿habrá que lanzar por la borda la idea de
justicia? La ideología burguesa tiene ciertas tradiciones,
y el dilema le resulta doloroso.
Toda la dificultad procede del hecho de que la
burguesía piense. La nobleza combatía por sus privilegios,
y poco le importaba legitimarlos. Entonces,
como recuerda con nostalgia Drieu la Rochelle,
"pensar era, en última instancia, dar o recibir estocadas".
Para la burguesía, en cambio, el pensamiento
ha sido un instrumento de liberación, y hoy
se encuentra con que esa ideología, forjada por ella
en tiempos en que era una clase ascendente, estorba.
"Toda nueva clase -escribe Marx- está obligada a
dar a sus ideas la forma de universalidad, representarlas
como las únicas razonables y universalmente
válidas". Su pretensión, añade, es justificada en la
medida en que se subleva, en que actúa revolucionariamente.
Pero la burguesía se ha transformado a su
vez en clase dominante, y en vez de luchar contra
privilegios ajenos, defiende hoy sus propios privilegios
contra el resto de la humanidad. No puede renegar
definitivamente de esa filosofía de las luces
cuya verdad verificó en la Revolución Francesa, pero
es un arma de doble filo, que hoy se vuelve contra
Ella. ¿Cómo justificar universalmente el reclamo
de preferencias ventajosas? Es natural que cada cual
se prefiera, pero es imposible erigir esa preferencia
en un sistema válido para todos.
La burguesía es consciente de esa paradoja, y de
ahí que asuma, ante el pensamiento, una actitud
ambivalente. Marx señala con acierto que hay cierto
antagonismo entre "los miembros activos" de la
clase dominante, y "los ideólogos activos y conceptivos
que tienen la especialidad de forjar las ilusiones
de esa clase sobre sí misma". A estos
especialistas se los mira con desconfianza. En la
derecha, la palabra intelectual cobra fácilmente un
sentido peyorativo. Es verdad que también el proletariado
tiene por sospechosos a los intelectuales,
pero sólo en la medida en que son burgueses; y entre
los burgueses son los intelectuales, justamente,
aquellos a quienes Marx reconoce la capacidad de
elevarse a "la comprensión teórica del movimiento
histórico en su conjunto". Mientras que la burguesía
desconfía del pensamiento mismo. "Todo buen razonamiento
ofende", decía Stendhal.
Todo régimen progresista combate el analfabetismo;
los regímenes reaccionarios, Franco, Salazar,
lo favorecen deliberadamente. Apenas la derecha se
siente fuerte, sustituye el pensamiento por la violencia:
ya lo hemos visto en la Alemania nazi. En Francia,
los camelots du roi y otros fascistas profesaban
(cuando eran más que los otros) que más valía golpear
que argumentar.
"Hoy los hombres ya no tienen espada", suspiraba
el pobre Drieu, y la burguesía se siente mucho
más desarmada que entonces, hace veinte años. Los
norteamericanos, es cierto, tienen la bomba atómica,
y de ella se sirven, justamente, a guisa de pensamiento.
Pero en Francia, en Alemania, las
sublimaciones espirituales son más necesarias que
nunca. La burguesía quiere convencer a los otros, y
convencerse, de que al defender sus intereses particulares
persigue fines universales. La tarea asignada
a esos "ideólogos activos y conceptivos" es inventar
una justicia superior, en nombre de la cual la justicia
se sentirá justificada.
Prácticamente vencido, teóricamente acorralado
en unas contradicciones insuperables, cabe preguntarse
por qué el intelectual occidental se obstina en
defender una civilización condenada, que duda de sí
misma. Si nuestra civilización no es la Civilización,
sino apenas un momento de la historia humana,
¿por qué no trascenderla hacia la totalidad de la
historia y de la humanidad? Mounier señala justamente
en La petite peur du XX siecle que la noción
de Apocalipsis a través de la cual se expresa "la mala
conciencia europea", está falsificada por el miedo.
En realidad, dice, el Apocalipsis no es un canto de
catástrofe, sino "un poema de triunfo, la afirmación
de la victoria final de los justos, y el canto del reino
final de la plenitud''.
En lo que concierne a los "miembros activos"
de la burguesía, la razón de esta falsificación es manifiesta;
el reino final de la justicia y de la plenitud se
les presentaría como un desastre a los privilegiados
que se empecinan en la defensa de sus injustos privilegios.
Pero contra el particularismo de una sociedad
condenada, seria natural que los intelectuales,
como tales devotos de la universalidad, tomen partido
por la humanidad en general. ¿Por qué muchos
de ellos se obstinan en identificar hombre y burgués,
sin dejar de profetizar, temblorosos, el fin del
hombre?.
Tan paradójica es esta actitud, que el mismo
Thierry Maulnier se asombra de ella: en mayo de
1953, en La Table Ronde, pregunta a los burgueses
de Occidente: "En fin de cuentas, ¿qué tenéis para
oponer al comunismo? Hasta ahora luchábamos
contra él en nombre del terror que nos inspiraba. ¿Y
si este terror cesara? Si el comunismo renuncia al
terror, si puede, si se atreve a renunciar al terror,
será necesario que renunciéis a hallar en él mismo
las armas para combatirlo, y que las encontréis en
vosotros... La defensa de Occidente ha sido hasta
ahora negativa. El Occidente no quiere el comunismo;
bien, pero ello no puede hacer las veces, indefinidamente,
de un porvenir que se propone a los
hombres, de un sentido que se otorga a ese porvenir".
Parecería lógico concluir: si las razones de ser
anticomunista sólo se encuentran en el comunismo,
y si, precisamente, ya no existen, habría que renunciar
al anticomunismo. Pero el sentido del artículo
de Maulnier es diferente: lo que él desea es que lo
ayudemos a hallar una justificación positiva a ese
combate. Una vez más, ¿por qué este empecinamiento?
Responder que los intelectuales anticomunistas
son también burgueses, no basta. Muchos de ellos
apenas si aprovechan de algunas ventajas materiales
reservadas a la burguesía, y por otra parte los
"miembros activos" de su clase los mantienen, en
cierto modo, a la distancia. Pero, justamente, al
reaccionar contra esa situación, se han creado intereses
ideológicos que se empeñan, apasionadamente,
en preservar. No pueden situar sino en el cielo la
justicia superior que tienen el encargo de inventar, y
que contradice la justicia terrestre; y allí, en el cielo,
se sitúan a sí mismos. Allí forjan Verdades eternas,
Valores absolutos. Sienten más apego por esas ilusiones
de universalidad que los otros burgueses,
puesto que ellos mismos las han fabricado. Y, por
otra parte, el mundo inteligible es para ellos mismos
un orgulloso refugio contra la mediocridad de su
condición. Gracias a él, escapan a su clase, reinan
idealmente, por encima de todas las clases, sobre la
humanidad entera.
Así se explica que el horror al marxismo sea
mucho más entrañable en los intelectuales que en
los burgueses activos: el marxismo sólo sabe de la
tierra, y los vuelve a sumergir brutalmente entre los
hombres. Desde luego, no revelan la verdadera razón
de su odio; prefieren, incluso, confesar sus pesadillas
más pueriles: "Si el ejército rojo entrase en
Francia, si el P. C. tomase el poder, me deportarían,
me fusilarían". Redactan novelas de anticipación
que no deben leerse de noche, y gimen con Thierry
Maulnier: "El marxismo quiere mi muerte".
En verdad, lo que temen es ser ideológicamente
liquidados; o, más bien, saben que esa liquidación es
un hecho consumado. El marxismo ve en ellos no
unos mediadores sagrados entre las Ideas y los
hombres, sino unos parásitos burgueses, simple
emanación de los poderes capitalistas, un epifenómeno,
una nada. Y eso no es aceptable para quien,
por no encontrar su sitio en este mundo, se ha enajenado
a la eternidad.
Así, aun manteniendo la pretensión universalizadora
de su pensamiento, el ideólogo burgués no
desiste de la voluntad particularista de su clase. No
le queda otra salida que negar la particularidad en el
momento mismo en que la formula. Todo burgués
está prácticamente interesado en disimular la lucha
de clases; el pensador burgués está obligado a ello,
si quiere adherir a su propio pensamiento. Rehusa,
pues, acordar ninguna importancia a las singularidades
empíricas de su situación; y, correlativamente, al
conjunto de las singularidades empíricas que definen
las situaciones concretas. Los factores materiales
sólo tienen un papel secundario en las
sociedades. El pensamiento trasciende esas contingencias.
La humanidad es idealmente homogénea. Y
es el hombre, tal como planea en el cielo inteligible,
el hombre único, indivisible, unánime, acabado, el
que se expresa por la boca del pensador.
Toda la filosofía del hombre elaborada por los
intelectuales burgueses, y en particular su teoría del
conocimiento, tiende, como se verá, a fundamentar
esta pretensión. Pero, dada la actitud negativa que
he señalado, su doctrina positiva cuenta mucho menos
que sus autodefensas. El primero de sus afanes
es desembarazarse del marxismo: sólo podrán tomar
en serio sus ideas si han anulado, primero, el
sistema que las pone en tela de juicio. Su pensamiento
es, ante todo, esencialmente, un contrapensamiento.
La mayor parte de sus escritos están
hechos de ataques contra el comunismo.
Curiosa paradoja: como vive las profecías del
marxismo en el terror, el pensador burgués se empeña
en negar al marxismo todo valor profético, o
siquiera metódico. Elude esta contradicción por
medio de un pesimismo catastrófico que transforma
la necesariedad en accidente. El socialismo triunfará:
por lo menos, su advenimiento no será el remate
de una dialéctica racional, sino un cataclismo desprovisto
de sentido.
De ahí que el intelectual occidental se complazca
en temblar, y convierta el Apocalipsis en un
canto de horror: prefiere condenar la humanidad a
lo absurdo, a la nada, antes que ponerse a sí mismo
en discusión.

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