martes, enero 06, 2015

COMO ME DESHICE DE QUINIENTOS LIBROS por AUGUSTO MONTERROSO



Hace varios años leí un ensayo de no recuerdo qué autor inglés en el que éste
contaba las dificultades que se le presentaron para deshacerse de un paquete de
libros que por ningún motivo quería conservar en su biblioteca. Ahora bien, en el
curso de mi existencia he podido observar que entre los intelectuales es corriente
oír la queja de que los libros terminan de sacarlos de sus casas. Algunos hasta
justifican el tamaño de sus mansiones señoriales con la excusa de que los libros
ya no los dejaban dar un paso en sus antiguos departamentos. Yo no he estado, y
probablemente no lo estaré jamás, en este último extremo; pero nunca hubiera
podido imaginar que algún día me encontraría en el del ensayista inglés, y que
tendría que luchar por desprenderme de quinientos volúmenes.
Trataré de contar mi experiencia. De pasada diré que es probable que esta historia
irrite a muchos. No importa. La verdad es que en determinado momento de su vida
o uno conoce demasiada gente (escritores), o a uno lo conoce demasiada gente
(escritores), o uno se da cuenta de que le ha tocado vivir en una época en que se
editan demasiados libros. Llega el momento en que tus amigos escritores te
regalan tantos libros (aparte de los que generosamente te pasan para leer aún
inéditos) que necesitarías dedicar dedicar todos los días del año para enterarte de
sus interpretaciones del mundo y de la vida. Como si esto fuera poco, el hecho es
que desde veinte años mi afición por la lectura se vino contaminando con el hábito
de comprar libros, hábito que en muchos casos termina por confundirse
tristemente con la primera. Por ese tiempo di en la torpeza de visitar las librerías
de viejo. En la primera página de Moby Dick Ismael observa que cuando Catón se
hastió de vivir se suicidó arrojándose sobre su espada, y que cuando a él le
sucedía hastiarse, sencillamente tomaba un barco. Yo, en cambio, durante años
tomé el camino de las librerías de viejo. Cuando uno empieza a sentir la atracción
de estos establecimientos llenos de polvo y penuria espiritual, el placer que
proporcionan los libros ha empezado a degenerar en la manía de comprarlos, y
ésta a su vez en la vanidad de adquirir algunos raros para asombrar a los amigos
o a los simples conocidos.
¿Cómo tiene lugar este proceso? Un día está uno tranquilo leyendo en su casa
cuando llega un amigo y le dice: ¡Cuántos libros tienes! Eso le suena a uno como
si el amigo le dijera: ¡Qué inteligente eres!, y el mal está hecho. Lo demás ya se
sabe. Se pone uno a contar los libros por cientos, luego por miles, y a sentirse
cada vez más inteligente. Como a medida que pasan los años (a menos que se
sea un verdadero infeliz idealista) uno cuenta con más posibilidades económicas,
uno ha recorrido más librerías y, naturalmente, uno se ha convertido en escritor,
uno posee tal cantidad de libros que ya no sólo eres inteligente: en el fondo eres
un genio. Así es la vanidad ésta de poseer muchos libros.
En tal situación, el otro día me armé de valor y edidí quedarme únicamente con
aquellos libros que de veras me interesaran, hubiera leído, o fuera realmente a
leer. Mientras consume su cuota de vida, ¿cuántas verdades elude el ser
humano? Entre éstas, ¿no es la de su cobardía una de las más constantes? ¿A
cuántos sofismas audes diariamente para ocultarte que eres un cobarde? Yo soy
un cobarde. De los varios miles de libros que poseo por inercia, apenas me atreví
a eliminar unos quinientos, y eso con dolor, no por lo que representaran
espiritualmente para mí, sino por el coeficiente de menor prestigio que los diez
metros menos de estanterías llenas irían a significar.
Día y noche mis ojos recorrieron una y otra vez (como decían los clásicos) las
vastas hileras, discriminando hasta el cansancio (como decimos los modernos).
¡Qué increíble cantidad de poesía, qué cantidad de novelas, cuántas soluciones
sociológicas para los males del mundo! Se supone que la poesía se escribe para
enriquecer el espíritu; que las novelas han sido concebidas, cuando menos, para
la distracción ; y aún, con optimismo, que las soluciones sociológicas se
encaminan a solucionar algo. Viéndolo con calma, me di cuenta de que ne su
mayor parte la primera, o sea la poesía, era capaz de empobrecer el espíritu más
rico, las segundas de aburrir al más alegre y las terceras de embrollar al más
lúcido. Y no obstante, qué consideraciones hice para descartar cualquier volúmen,
por insignificante que pareciera. Si un cura y un barbero me hubieran ayudado sin
yo saberlo, ¿habrían dejado en mis estantes más de cien? Cuando en 1955 visité
a Pablo Neruda en su casa de Santiago me sorprendió ver que escasamente
poseía treinta o cuarenta libros, entre novelas policiales y traducciones de sus
propias obras a diversos idiomas. Acababa de donar a la Universidad una cantidad
enorme de verdaderos tesoros bibliográficos. El poeta se dio ese gusto en vida;
único estado, viéndolo bien, en el que uno se lo puede dar.
No haré aquí el censo de los libros que estaba dispuesto a desprenderme; pero
entre ellos había de todo, más o menos así: política (en el mal sentido de la
palabra, toda vez que no tiene otro), unos 50; sociología y economía, alrededor de
49; geografía general e historia general, 3; geografía e historias patrias, 48;
literatura mundial, 14; literatura hispanoamericana, 86; estudios norteamericanos
sobre literatura latinoamericana, 37; astronomía, 1; teorías del ritmo (para que la
señora no se embarace), 6; métodos para descubrir manantiales, 1; biografías de
cantantes de ópera, 1; géneros indefinidos (tipo Yo escogí la libertad , 14; erotismo,
½ (conservé las ilustraciones del único que tenía); métodos para adelgazar, 1;
métodos para dejar de beber, 19; psicología y psicoanálisis, 27; gramáticas, 5;
métodos para hablar inglés en diez días, 1; métodos para hablar francés en diez
días, 1; métodos para hablar italiano en diez días, 1; estudios sobre cine, 8;
etcétera.
Pero esto constituía nada más el principio. Pronto descubrí que eran pocas las
personas que querían aceptar la mayor parte de los libros que yo había comprado
cuidadosamente a través de los años perdiendo tiempo y dinero. Si bien esto me
reconcilió algo con el género humano al descubrir que el mero afán de acumular
no era una aberración tan generalizada, me causó las molestias consiguientes, por
cuanto una vez decidido a ello, deshacerme de esos libros se convirtió en una
necesidad espiritual apremiante. Un incendio como el de la Biblioteca de
Alejandría, al que están dedicados estos recuerdos, es el camino más llano, pero
resulta ridículo y hasta mal visto quemar quinientos libros en el patio de la casa
(suponiendo que la casa lo tuviera). Y se acepta que la Inquisición quemara gente,
pero la mayoría se indigna de que quemara libros. Ciertas personas aficionadas a
estas cosas me sugirieron donar todos esos volúmenes a tales o cuales
bibliotecas públicas; pero una solución tan fácil le restaba espíritu aventurero al
asunto y la idea me aburría un poco, además de que estaba convencido de que en
las bibliotecas públicas serían tan inútiles como en mi casa o en cualquier otro
sitio. Tirarlos uno por uno a la basura no era digno de mí, de los libros, ni del
basurero. La única solución eran mis amigos. Pero mis amigos políticos o
sociologos poseían ya los libros correspondientes a sus especialidades, o eran
enemigos de ellos en gran cantidad de casos; los poetas no querían contaminarse
con nada de contemporáneos suyos a quienes conocieran personalmente; y el
libro sobre erotismo era una carga para cualquiera, aún despojado de sus
ilustraciones francesas.
Sin embargo, no quiero hacer de estos recuerdos una historia de falsas aventuras
supuestamente divertidas. Lo cierto es que de alguna manera he ido encontrando
espíritus afines al mío que han aceptado llevarse a sus casas esos fetiches, a
ocupar un lugar que restará espacio y oxígeno a los niños, pero que darán a los
padres la sensación de ser más sabios e incluso la más falaz e inútil de ser los
depositarios de un saber que en todo caso no es sino un repetido testimonio de la
ignorancia o la ingenuidad humanas.
Mi optimismo me llevó a suponer que al terminar estas líneas, comenzadas hace
quince días, en alguna forma justificaría cabalmente su título; si el número de
quinientos que aparece en él es sustituido por el de veinte (que empieza a
acortarse debido a una que otra devolución por correo), ese título estaría más
apegado a la verdad.

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