Yo no lo sabía, pero estaba
escribiendo una novela literalmente barata. En la primavera de 1950, escribir y
terminar el primer borrador de El bombero, que más tarde sería Fahrenheit
451, me costó nueve dólares y ochenta centavos, en monedas de diez.
Desde 1941 hasta entonces, la mayor
parte de mis relatos los había escrito en los garajes de la casa, bien en
Venice, California (donde vivíamos porque éramos pobres, no porque estuviera de
moda), o detrás de la casa con terreno donde mi mujer Marguerite y yo criamos
nuestra familia. Las que me llevaron al garaje fueron mis amorosas hijas, que
insistían en acercarse a la ventana del fondo y cantar y golpetear el vidrio.
Papá tenía que elegir entre terminar un cuento o jugar con las niñas. Como yo
elegía jugar, por supuesto, los ingresos familiares quedaban en peligro. Había
que encontrar un despacho. No nos alcanzaba el dinero.
Por fin localicé el lugar ideal, la
sala de mecanografía del sótano de la biblioteca de la Universidad de
California, en Los Ángeles. Allí, en ordenadas hileras, había una docena o más
de viejas Remington o Underwood que se alquilaban a diez centavos la media
hora. Uno insertaba la moneda, el reloj soltaba su tictac loco y uno se ponía a
escribir como un salvaje para terminar antes de que se agotara el tiempo. De
modo que fui empujado dos veces: por las niñas a abandonar la casa y por un
reloj de máquina de escribir a volverme un maníaco de las teclas. Sin duda el
tiempo era dinero. Terminé la primera versión en apenas nueve días.
Con 25.000 palabras, era la mitad de
la novela en que llegaría a convertirse.
Entre la inversión de centavos y la
demencia cuando se atascaba la máquina (¡porque allí se me iba mi precioso
tiempo!) y el vértigo de folios en el artefacto, yo andaba por los pasillos,
entre los estantes, perdido de amor, tocando libros, sacando volúmenes,
volviendo páginas, devolviendo volúmenes a su sitio, ahogado en las buenas
materias que son la esencia de la biblioteca. ¡Qué lugar, ¿no creen?, para
escribir una novela sobre la quema de libros en el Futuro!
Hasta aquí el pasado. ¿Qué hay de Fahrenheit
451 en este día y esta época? ¿He cambiado de idea sobre mucho de lo que me
decía cuando era un escritor más joven? Sólo si cambiar significa que mi amor
por las bibliotecas se ha vuelto más amplio y profundo, en cuyo caso la
respuesta es un sí que rebota en las pilas de libros y sacude el talco de las
mejillas de la bibliotecaria. Desde que escribí ese libro, he tejido más
cuentos, novelas, ensayos y poemas sobre escritores que cualquier otro escritor
que se me ocurra en la historia de la literatura. He escrito poemas sobre
Melville, Melville y Emily Dickinson, Emily Dickinson y Charles Dickens,
Hawthorne, Poe, Edgar Rice Burroughs, y por el camino he comparado a Julio
Verne y su Capitán Loco con Melville y su marino igualmente obsesionado. He
garabateado poemas sobre bibliotecarios, atravesado en trenes nocturnos los
páramos continentales con mis autores favoritos, toda la noche en vela
parloteando y bebiendo, bebiendo y charlando.
A Melville le previne, en un poema,
que se mantuviera lejos de tierra (¡nunca fue material suyo!), y transformé a
Bernard Shaw en robot, y lo estibé cómodamente en un cohete y lo desperté en el
largo viaje a Alfa Centauro para que su lengua, como una flauta, derramara sus
Prefacios en mi deleitado oído. He escrito una historia de Máquina del Tiempo
retrocediendo con ella en un zumbido para sentarme junto a los lechos de muerte
de Wilde, Melville y Poe y contarles mi amor y entibiarles los huesos en las
últimas horas... Pero basta ya. Como podéis ver, tratándose de libros,
escritores y los grandes silos donde se almacenan los ingenios, soy la locura enloquecida.
Hace poco, con la sala del Studio
Theatre de Los Ángeles a mano, saqué de las sombras a los personajes de F.
451. ¿Qué hay de nuevo, les dije a Montag, Clarisse, Faber, Beatty, desde
que nos conocimos en 1953?
Yo pregunté. Ellos contestaron.
Escribieron escenas nuevas, revelaron
partes raras de sus almas y sueños aún no descubiertos. El producto fue una
obra en dos actos, bien escenificada, y en general bien recibida.
El que de más lejos vino entre
bastidores fue Beatty, cuando oyó que le preguntaba: ¿Cómo empezó todo? ¿Por
qué decidiste hacerte jefe de bomberos, quemador de libros? La sorprendente
respuesta surgió en una escena en que Beatty lleva al protagonista Guy Montag a
su casa, un apartamento. Al entrar, Montag descubre atónito que en las paredes
hay alineados miles y miles de libros, ¡toda una biblioteca oculta! Se vuelve
hacia el superior y exclama:
—¡Pero tú eres el incinerador jefe!
¡En tu casa no puede haber libros!
A lo cual el jefe, con una sonrisita
seca, replica: —El delito no es tener libros, Montag, ¡es leerlos! Sí,
de acuerdo. Yo tengo libros. ¡Pero no los leo!
Aturdido, Montag aguarda la
explicación de Beatty.
—¿No ves la belleza, Montag? Yo no leo
nunca. Ni un libro, ni un capítulo, ni una página, ni un párrafo. Pero sé jugar
con la ironía, ¿no es cierto? Tener miles de libros y no abrirlos nunca, darle
al montón la espalda y decir: No. Es como tener una casa llena de hermosas
mujeres y sonreír y no tocar... ni una sola. De modo que ya ves, no soy ningún
delincuente. Si alguna vez me pillas leyendo, sí, ¡entrégame! Pero este
lugar es tan puro como el dormitorio de una muchacha virgen en una lechosa
noche de verano. Estos libros mueren en los estantes. ¿Por qué? Porque lo digo
yo. Ni mi mano ni mis ojos ni mi lengua les dan alimento o esperanza. No valen
más que el polvo.
Montag protesta: —No entiendo cómo no
te sientes...
—¿Tentado? —exclama el jefe de
bomberos—. Oh, eso fue hace mucho. La manzana fue comida y ya no existe. La
serpiente ha vuelto al árbol. El jardín es hierbajos y moho.
—En un tiempo... —Montag titubea y
luego sigue:— En un tiempo tú debes haber querido mucho los libros.
—¡Touché! —responde el jefe—.
Por debajo del cinturón. En la mandíbula. Con el corazón partido. Las tripas
abiertas. Oh, Montag,
mírame. El hombre que amaba los libros; no, el muchacho
disparatado, demente por ellos, que se trepaba a las pilas como un enloquecido
chimpancé.
»Me los comía como si fueran ensalada;
los libros eran para mí el sandwich del almuerzo, la merienda, la cena y el
bocado de medianoche. ¡Arrancaba las páginas, me las comía con sal, las
ensopaba con deleite, mordisqueaba las costuras, pasaba capítulos con la
lengua! Docenas, cientos, billones de libros. Llevé tantos a casa que anduve
años jorobado. Filosofía, historia del arte, política, ciencias sociales;
nombra el poema, el ensayo, la obra de teatro que quieras: me los comí todos. Y
después... después... —la voz del jefe de bomberos se apaga.
Montag lo apremia: —¿Y después?
—Bueno, me sucedió la vida —El jefe
cierra los ojos para recordar—. La vida. Lo de costumbre. Lo mismo. El amor que
no marcha del todo, el sueño que se vuelve agrio, el sexo que se hace pedazos,
las muertes demasiado rápidas de amigos que no lo merecen, el asesinato de uno,
la locura de otro, la lenta muerte de una madre, el suicidio brusco de un
padre... una estampida de elefantes enfurecidos, un ataque total de la
enfermedad. Y por ninguna parte, ninguna, el libro justo en el momento justo
para rellenar la grieta de la presa que se viene abajo y contener la inundación,
o recibir una metáfora, perder o encontrar un símil. Hacia el final de los
treinta años, al borde ya de los treinta y uno, recogí mis pedazos, cada hueso
roto, cada centímetro de carne escoriada, magullada o herida. Me miré en el
espejo y perdido bajo el asustado rostro de un joven vi un viejo, vi odio por
todo, por cualquier cosa, nombra la que sea y la maldeciré, y abrí las páginas
de los magníficos libros de mi biblioteca y ¿qué encontré? ¿Qué, qué?
Montag se aventura: —¿Páginas vacías?
—¡Premio! ¡Sí, en blanco! Bah, estaban
las palabras, de acuerdo, pero me resbalaban por los ojos como aceite caliente,
sin ningún significado. Sin ofrecer ayuda, ni consuelo, ni paz, ni abrigo, ni
amor verdadero, ni cama ni luz.
Montag recuerda: —Hace treinta años...
Las quemas finales de bibliotecas...
—Acertado —Beatty asiente—. Y como no
tenía trabajo, y era un romántico fracasado, o lo que fuese, me presenté para
la primera clase de bomberos. Primero en subir los escalones, primero en entrar
en la biblioteca, primero en ese horno, el corazón ardiente de sus compatriotas
siempre en llamas, ¡rocíenme con kerosene, pásenme la antorcha!
»Fin de la conferencia. Por esa
puerta, Montag. ¡Largo!
Montag se va, con más curiosidad que
nunca por los libros, ya en camino de ser un proscrito, cerca ya de que lo
persiga y casi destruya el Sabueso Mecánico, mi clon robótico de la gran bestia
de los Baskerville creada por Conan Doyle.
En mi obra, el jefe de bomberos ultima
al viejo Faber, ese profesor no del todo residente que le habla a Montag a
través de la larga noche (por el radio-caracol). ¿Cómo? Beatty sospecha que
mediante ese artefacto están adoctrinando a Montag, se lo arranca del oído y le
grita al remoto maestro:
—¡Ya vamos por ti! ¡Estamos a la
puerta! ¡Subimos la escalera! ¡Te tenemos!
Lo que aterroriza tanto a Faber que el
corazón lo destruye.
Buen material, todo esto. Últimamente
me ha tentado.
Ha sido una lucha no meterlo en la
novela.
Por último, me han escrito muchos
lectores protestando por la desaparición de Clarisse, preguntándose qué le
pasó.
La misma curiosidad tenía François
Truffaut, y en su versión cinematográfica rescató a Clarisse del olvido y la
unió al Pueblo de los Libros, que vagan por el bosque recitando sus memorizadas
letanías. Yo también tenía necesidad de salvarla, pues al fin y al cabo esa
muchacha, aunque bordeara un parloteo embobado, era responsable en muchos
sentidos de que Montag empezara a preguntarse por los libros y lo que había en
ellos. Por eso en la obra Clarisse se adelanta a darle la bienvenida, poniendo
un final algo más feliz a un asunto en esencia más bien lúgubre.
La novela, sin embargo, conserva su
primera identidad. No soy partidario de alterar el material de un escritor
joven, sobre todo cuando ese escritor joven fui yo. Montag, Beatty, Faber,
Clarisse, todos se muestran, se mueven, entran y salen igual que cuando los
escribí hace treinta y dos años, a diez centavos la media hora, en el sótano de
la biblioteca de la UCLA. No he cambiado un solo pensamiento, ni una palabra.
Un descubrimiento final. Escribo todas
mis novelas y cuentos, como han visto, en un chorro de pasión deliciosa.
Sólo hace poco, echando una mirada a
la novela, me di cuenta de que Montag tiene el nombre de una fábrica de papel.
¡Y Faber, claro, es el fabricante de lápices! Qué taimado mi inconsciente,
llamarlos así.
¡Y no habérmelo dicho!
1982
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