jueves, julio 07, 2016

1969 por JUAN VILLORO


Los granaderos no quisieron presentar examen para entrar a la preparatoria. Ellos usaron su propio método: el bazukazo que convirtió la puerta colonial en una nube de aserrín.
La policía justificó el ataque con razones estratégicas: la Prepa 1 era un “foco de sedición”; los estudiantes, en vez de ideales académicos, acariciaban ametralladoras soviéticas.
En 1968 los periodistas, transformados en inmunólogos, describían la revuelta estudiantil como un virus que atacaba el rosado y saludable cuerpo social. ¿De dónde salió aquel microbio?, ¿dónde estaban los antídotos, dónde los glóbulos blancos? Alguien hizo comparaciones con la Europa del siglo XIV devastada por la peste, la Muerte Negra, el enemigo invisible. Entonces se había recurrido a un dramático conjuro: quemar brujas. Las mujeres ardieron en llamas ejemplares. Y la peste siguió su danza macabra. La puerta de la preparatoria explotó en una galaxia de astillas. Y la epidemia siguió creciendo.
Tomás era un alumno irregular; confiaba en el recurso del acordeón y en que Carolina Fuentes le soplara los datos cruciales en los exámenes. Ese día sólo fue a la preparatoria para conectar mariguana. La transacción se llevó a cabo en los baños. El material estaba tan bueno que dos toques bastaron para oír que los orines crepitaban como fulminantes. Salió al patio y sus pupilas vacilaron frente a los murales; nunca había visto nada tan psicodélico: una selva colorida que de pronto tembló con gritos y explosiones. Tomás vio con retardada precisión las macanas que destrozaban quijadas y costillas. También él fue jaloneado. Cayó al piso, recibió una patada, perdió la mariguana.
Después lo pusieron contra la pared, con los pantalones en los tobillos y las manos en alto. De reojo, alcanzó a distinguir el brillo asesino que se aproximaba, las tijeras que entraban en su pelo y subían hasta la coronilla con su atroz siseo, destruyendo una cabellera legendaria, años y años de champú de jojoba y de ce-pillarse cada vez que un avión surcaba el cielo.
En la preparatoria los granaderos se encontraron con los inquietantes paisajes en las paredes. Aparte de los murales, todo estaba en paz.
Tomás pasó tres días en los separos policiacos. Al salir no dudó en unirse a la manifestación silenciosa. Ahí se encontró al Champiñón, un amigo al que daba por perdido en la sierra de Oaxaca. El Champiñón le habló en voz baja de las montañas de luz y los acanti-lados de aire. Al cabo de un kilómetro sus murmullos eran tan insoportables que Tomás le dijo que sí, que se iría con él a Huautla.
Mantuvo su promesa por una sencilla razón: el miedo. La represión se volvía cada vez más brutal y una bayoneta podía hacer que sus entrañas corrieran la misma suerte que su pelo. Además se quería enfrentar con los dioses dorados de Grateful Dead, Jefferson Airplane y Quicksilver Messenger Service, abrir de sopetón las puertas del paraíso, conocer la meseta donde el aire sopla en cuatro direcciones y el desfiladero donde la lluvia asciende al cielo.
Estuvo en Huautla hasta fin de año. El Champiñón hizo honor a su apodo y le preparó mezclas de hongos alucinantes, derrumbes y pajaritos que al principio Tomás rociaba con miel. Después aprendió a disfrutar del jugo ácido que le teñía la lengua de azul. En un instante privilegiado todo se trastocaba y confundía: Tomás escuchaba la tierra húmeda, olía las nervaduras rojizas en las hojas de los árboles, palpaba el cielo amplio después de las lluvias. Oía colores que eran voces que paladeaba.
El instante de percepciones múltiples se prolongó hasta el 31 de diciembre, cuando una gringa que había llegado a la sierra siguiendo a unos desertores de la guerra de Vietnam les leyó el tarot en spanglish. Lo único que sacaron en claro era que la onda se estaba poniendo gruesa, karma del más espeso, y que lo más sensato era regresar al altiplano.
Su pecosa Casandra les predijo que en la ciudad reunirían energías dispersas. Y en efecto, a las pocas semanas se encontraron con otros amigos que también habían estado fuera: Fede venía de una comuna en California, Ariel de un kibutz y Juan de un campamento boy scout en Camomila. El movimiento estudiantil había sido liquidado. Tomás y sus amigos no podían pensar en volver a clases como si nada hubiera sucedido.
Los toques circularon hasta que el plan estuvo listo: Fede conseguiría que su tío les prestara una granja en la Huasteca veracruzana; convencerían a sus amigas más liberadas de que los acompañaran. Esto último no fue tan fácil. Sara, la novia de Ariel, tenía unos papás que difícilmente la dejarían irse con una pandilla de goys. Maricruz y Yolanda, las novias de Juan y Fede, detestaban a Érika, que no era novia de nadie, se apuntó para ir y estaba buenísima. Tomás y el Champiñón buscaban mujeres de emergencia. Finalmente, en una fiesta en un frontón de San Ángel, conocieron a las gemelas Martínez, que olían a incienso de zarzamora y sólo se distinguían por el tatuaje que Gloria (minuto y medio mayor que Glenora) tenía en el antebrazo: un monograma en escritura celta.
La granja resultó ser una cabaña con techo de paja que se inundaba cada vez que el río Panuco crecía. El Champiñón ideó un ritual antilluvia y Juan los puso a trabajar en un dique. Los lugareños miraban con desconfianza a esos vecinos de zapatos tenis que pintaban de colores los troncos de los árboles.
La coexistencia entre seis mujeres y cinco hombres no fue fácil, sobre todo porque la que sobraba era Érika y todos querían con ella. Pero el trópico y las exigencias de cinco galanes le hicieron mal. Al cabo de unas semanas era una belleza deshidratada. Las gemelas Martínez, en cambio, florecieron como orquídeas de invernadero. Tostadas, alegres, tibiecitas, Gloria y Glenora se convirtieron en objetos de codicia.
Tomás se había impuesto un código alivianado que consistía, principalmente, en no segregar a Sara. Todas las religiones partían de un mismo punto de energía. Había que derrumbar barreras. Así, Tomás pasó los cuatro lados de Blonde on Blonde elogiando judíos. Aunque él pensaba en Einstein y en Bob Dylan (né Zimmerman), Sara se sintió poderosamente aludida: canceló los elogios de Tomás besándolo enfrente de todo mundo. Ariel los insultó y ya estaba a punto de lanzarse sobre Tomás cuando el Champiñón puso All You Need is Love a todo volumen. Las bocinas se cuartearon a los pocos segundos. Nadie criticó al Champiñón: su intención había sido yin, y Juan trató, infructuosamente, de reparar el resultado yang. Sin tocadiscos, la Huasteca les pareció una región de verdura insoportable.
Después del pleito con Sara y Tomás, Ariel se dedicó a trabajar con frenesí. Se asignaba tareas dignas de un cebú tabasqueño. Juan y Fede lo ayudaban ocasionalmente; el Champiñón pasaba el día bajo una palma, abrumado por problemas trascendentales; las gemelas se asoleaban desnudas y nadie pretendía que hicieran otra cosa; Yolanda se encariñó con una cabra y se dedicaba a darle besitos en la trompa; Tomás y Sara hacían excursiones de las que regresaban tan contentos que no les importaba haber sido devorados por los mosquitos; Maricruz intrigaba de tiempo completo.
Los esfuerzos de Ariel no bastaron para producir una buena cosecha. La situación se volvió crítica: no tenían tocadiscos ni comida. Y pronto sucedió algo peor: un grupo de campesinos traspasó el letrero escrito por Tomás: “Aquí empieza la quinta dimensión”. Ariel habló con ellos y se enteró de que la quinta dimensión estaba en terrenos ejidales. Los campesinos llevaban machetes y azadones para recuperar sus tierras, pero no encontraron resistencia.
Los comuneros regresaron a la ciudad en el primer Flecha Verde. Por la ventana trasera recogieron una última imagen del trópico: niños desnudos en medio de la carretera, cáscaras de mameyes, una nube de polvo rosado.
Al llegar a su casa, Tomás se puso al corriente de las noticias. Su hermano menor había colgado en la pared fotos de los astronautas saltando en la superficie lunar y de la primera huella de Neil Armstrong (que informaba a las inteligencias extraterrestres que los humanos calzaban del 36). Las novedades locales eran menos espectaculares: un metro anaranjado recorría la ciudad y todos los números telefónicos empezaban con 5.
Después de tanto tiempo de vivir juntos acabaron creyendo las intrigas de Maricruz. Tomás ya sólo veía a Sara.
La siguiente reunión del grupo fue por demás trágica: el Champiñón quiso volar en pleno viaje de LSD y se tiró a la avenida Revolución desde un doceavo piso. Se encontraron en Gayosso.
Tomás, Juan y Fede se encerraron en los baños de la funeraria para darse un toque. Fede les contó que su tío había recuperado la granja en la Huasteca.
—El ejército hizo mierda a los campesinos.
Tomás recordó el asalto a la preparatoria. Tiró la colilla en el excusado. Jaló. Esperó unos segundos, y volvió a jalar, con mayor urgencia. La colilla siguió girando en espiral.
Al finalizar el año seguía decidido a no estudiar. Era incapaz de regresar a un mundo de nubarrones algebraicos. Hacía mucho que sus papas no le daban dinero, así es que o conseguía trabajo o jamás salvaría la distancia que lo separaba del último disco de Captain Beefheart. Después de tratar a tantos desertores norteamericanos en la sierra tenía un mediano conocimiento del inglés. Sara lo escuchaba imitar la voz grave de Frank Zappa hasta que le encontró futuro profesional: un trabajo de recepcionista en el hotel María Isabel.
Tomás aceptó aquel modesto acto de justicia: de la comunicación trascendental pasó a las llamadas telefónicas. Se sonrió al recordar aquel letrero: “Aquí empieza la quinta dimensión”. Después marcó un número de teléfono: 5...

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