A Antonio Machado
Ha dejado de llover y sale la luna.
No sé nada de ondas
de radio. Pero supongo que se transmiten mejor
después de haber llovido,
con el aire húmedo.
En cualquier caso, ahora puedo coger
Ottawa, si quiero, o Toronto.
Últimamente, por la noche,
me sorprendo a mí mismo interesado en la política canadiense
y en sus problemas internos. Es verdad.
Antes solía buscar sus emisoras de música.
Me sentaba aquí en el sillón y escuchaba,
sin hacer nada ni pensar en nada.
No tengo tele y ya no leo
los periódicos. De noche pongo la radio.
Cuando llegué a este lugar estaba intentando alejarme de todo.
Especialmente de la literatura, de cómo te atrapa y sus
consecuencias.
Un deseo en el alma de no pensar.
De quedarme quieto. Y a la vez
un deseo de ser estricto, sí, y riguroso.
Pero el alma también puede ser una afable hija de puta,
no siempre es de fiar.
Y no lo tuve en cuenta.
Le hice caso cuando me dijo: Mejor cantar a lo que se ha ido
y no volverá que a lo que sigue ahí
con nosotros y seguirá ahí mañana. O no.
Y si no, da igual.
Tampoco importa mucho, dijo, si un hombre no le canta a nada.
Esa es la voz que escuché.
¿Es posible que alguien piense así?
¿Da todo igual, realmente?
¡Qué absurdo!
Pero pensaba estas estupideces de noche cuando me sentaba en el
sillón y escuchaba la radio.
Entonces, Machado, ¡tu poesía!
Era un poco como el hombre maduro que se enamora de nuevo.
Una cosa digna de atención; desconcertante, también.
Se me ocurren tonterías como colgar tu retrato de la pared.
Y llevarme tu libro a la cama conmigo, dormirme con él a
mano.
Una noche pasó un tren por mis sueños y me despertó.
Lo primero que pensé, con el corazón acelerado
allí en el dormitorio a oscuras, fue esto:
No pasa nada, Machado está aquí.
Y me volví a dormir.
Hoy me llevé tu libro cuando fui a dar
un paseo. “Presta atención”, dijiste,
cuando alguien se preguntó qué hacer con su vida.
Así que miré alrededor y tomé nota de todo.
Luego me senté con el libro al sol, en mi sitio junto al río,
desde donde puedo ver las montañas.
Cerré los ojos y me puse a escuchar el sonido del agua.
Luego los abrí y empecé a leer “Abel Martín”.
Esta mañana pensé mucho en ti, Machado.
Espero, incluso a pesar de lo que sé de la muerte,
que hayas recibido el mensaje que te envié.
Pero da igual si no es así. Que duermas bien.
Descansa. Antes o después espero que nos encontremos.
Entonces podré decirte estas cosas personalmente.
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