Quien se interesa
por el desfile de las ideas y las creencias irreductibles debería detenerse en
el espectáculo que ofrecen los primeros siglos de nuestra era: hallaría en
ellos el modelo mismo de todas las formas de conflicto que se encuentran, en
una forma atenuada, en cualquier momento de la historia. Se comprende: es la
época en que más se ha odiado. El mérito corresponde a los cristianos,
febriles, intratables, expertos de inmediato en el arte de detestar, mientras
que los paganos no sabían manejar ya más que el desprecio. La agresividad es un rasgo común a hombres y a dioses nuevos.
Si un monstruo de
amenidad, que ignorase la aspereza, quisiera empero aprenderla, o saber por lo
menos lo que vale, lo más simple sería que leyese a algunos autores
eclesiásticos, comenzando por Tertuliano, el más brillante de todos, y
acabando, pongamos, por San Gregorio
Nacianzeno, bilioso y, sin embargo, insípido, y cuyo discurso contra Juliano el
Apóstata le da a uno ganas de convertirse de inmediato al paganismo.
Ninguna cualidad se le reconoce allí al emperador; con una satisfacción no
disimulada se refuta su muerte heroica en la guerra contra los persas, en la
que habría sido muerto por «un bárbaro que cumplía el oficio de bufón y que
seguía al ejército para hacer olvidar a los soldados las fatigas de la guerra
con sus salidas y agudezas». Ninguna elegancia, ninguna preocupación por
parecer digno de tal adversario. Lo que es imperdonable en el caso del santo es
que había conocido a Juliano en Atenas, cuando, siendo jóvenes, frecuentaban
las escuelas filosóficas.
Nada más odioso
que el tono de los que defienden una causa, aparentemente comprometida, pero
triunfante de hecho, que no pueden contener su alegría ante la idea de su
triunfo ni impedirse convertir sus mismos espantos en otras tantas amenazas.
Cuando Tertuliano, sardónico y tembloroso, describe el Juicio Final, el
mayor de los espectáculos, como él lo llama, imagina la risa que le dará
contemplar tantos monarcas y dioses «lanzando espantosos gemidos en lo más
profundo del abismo...». Esta insistencia en recordar a los paganos que estaban
perdidos, junto con sus ídolos, daba motivos para exasperarse a los espíritus
más moderados. Serie de libelos
camuflados de tratados, la apologética cristiana representa el sumum del género
bilioso.
Sólo se puede
respirar a la sombra de divinidades gastadas. Cuanto más se persuade uno de
ello, más se repite uno con terror que si se hubiera vivido en el momento en
que el cristianismo ascendía, quizá hubiese sufrido uno su fascinación. El
comienzo de una religión (como los comienzos de cualquier cosa) son siempre
sospechosos. Sólo ellos, empero, poseen alguna realidad, sólo ellos son verdaderos;
verdaderos y abominables. No se asiste impunemente a la instauración de un
dios, sea cual sea y surja donde surja. Este inconveniente no es reciente:
Prometeo lo señalaba ya, él, que era víctima de Zeus y de la nueva pandilla del
Olimpo.
Mucho más que la
perspectiva de la salvación, era el furor contra el mundo antiguo lo que
arrastraba a los cristianos en un mismo ímpetu de destrucción. Como en su mayor
parte venían de fuera, se explica su desenfreno contra Roma. Pero ¿en qué clase
de frenesí podía participar el indígena, cuando se convertía? Peor provisto que
los otros, no disponía más que de un solo recurso: odiarse a sí mismo. Sin esta
desviación del odio, insólita en un comienzo, contagiosa después, el
cristianismo se hubiera quedado en una simple secta, limitada a una clientela
extranjera, la única capaz, a decir verdad, de cambiar los antiguos dioses por
un cadáver clavado. Que el que quiera saber cómo habría reaccionado frente a la
mudanza de Constantino, se ponga en el lugar de un defensor de la tradición, de
un pagano orgulloso de serlo: ¿cómo consentir la cruz, cómo tolerar que en los
estandartes romanos figure el símbolo de una muerte deshonrosa? Sin embargo, se
resignaron y esta resignación, que pronto iba a hacerse general, nos es difícil
imaginar el conjunto de derrotas interiores de las que es resultado. Si, en el
orden moral, se la puede concebir como la culminación de una crisis y
concederle de este modo el estatuto o la excusa de una conversión, aparece como
una traición en cuanto no se la mira más que desde el ángulo político.
Abandonar a los dioses que hicieron a Roma era abandonar a la misma Roma, para
aliarse a esa «nueva raza de hombres nacidos ayer, sin patria ni tradiciones,
conjurados contra todas las instituciones religiosas y civiles, perseguidos por
la justicia, universalmente marcados por la infamia, pero gloriándose de la
execración común». La diatriba de Celso
es del 178. Con casi dos siglos de intervalo, Juliano debía escribir por su parte: «Si se ha visto bajo el reinado de
Tiberio o de Claudio a un solo espíritu distinguido convertirse al
cristianismo, consideradme como el mayor de los impostores.»
La «nueva raza de
hombres» iba a tener que trajinar mucho antes de conquistar a los refinados.
¿Cómo fiarse de esos desconocidos, venidos de los bajos fondos, y todos cuyos
gestos invitaban al desprecio? Precisamente eso: ¿por qué medio aceptar el dios
de los que se desprecia y que para colmo era de fabricación reciente? Sólo la
antigüedad garantizaba la validez de los dioses, se les toleraba a todos, a
condición de que no fuesen de fecha reciente. Lo que se encontraba de
particularmente fastidioso en este caso era la absoluta novedad del Hijo: un
contemporáneo, un arribista... Era él, personaje repelente, que ningún sabio
había previsto ni prefigurado, el que más «chocaba». Su aparición fue un
escándalo al que se tardó cuatro siglos en habituarse. Como el Padre, un viejo
conocido, estaba admitido, los cristianos, por razones tácticas, se
replegaron sobre él y de él se reclamaron: ¿acaso los libros que le celebraban,
y de los que los Evangelios perpetuaban el espíritu, no eran, según Tertuliano,
anteriores en varios siglos a los templos, a los oráculos y a los dioses
paganos? El apologista, ya lanzado, llega a sostener que Moisés precede en
varios milenios a la ruina de Troya. Tales divagaciones estaban destinadas a
combatir el efecto que podían suscitar observaciones como ésta de Celso:
«Después de todo, los judíos, hace ya muchos siglos, se han constituido en un
cuerpo de nación, han establecido leyes a su usanza, que guardan todavía hoy.
La religión que observan, valga lo que valga y se diga lo que se quiera, es la
religión de sus mayores. Permaneciendo fieles a ella, no hacen nada que no
hagan también los otros hombres que guardan cada uno las costumbres de su
país.»
Ceder al
prejuicio de la antigüedad, era reconocer implícitamente como los únicos
legítimos a los dioses indígenas. Los cristianos estaban gustosamente
dispuestos por cálculo a inclinarse ante ese prejuicio como tal, pero no podían
sin destruirse ir más lejos y adoptarlo íntegramente, con todas sus
consecuencias. Para un Orígenes, los dioses étnicos eran ídolos, supervivencias
del politeísmo; San Pablo los había rebajado ya al rango de demonios. El
judaísmo los tenía a todos por mentirosos, salvo uno, el suyo. «Su único error ‑dijo Juliano de los judíos‑
es que al buscar satisfacer a su dios, no sirven al mismo tiempo a los otros.»
Sin embargo, les alaba por su repugnancia a seguir la moda en materia de
religión. «Huyo de la innovación en todas
las cosas y particularmente en lo tocante a los dioses», confesión que le
ha desacreditado y de la que se valen para tildarle de «reaccionario». Pero
¿qué progreso, cabe preguntarse, representa el cristianismo respecto al paganismo?
No hay «salto cualitativo» de un dios a otro, ni de una civilización a otra.
Como tampoco de un lenguaje a otro lenguaje. ¿Quién osaría proclamar la
superioridad de los escritores cristianos sobre los paganos? Incluso de los profetas, aunque de otro aliento
y otro estilo que los Padres de la Iglesia, todo un San Jerónimo nos confía la
aversión que sentía a leerlos, tras haber vuelto de nuevo a Cicerón o Plauto.
El «progreso» en aquella época se encarnaba en aquellos padres ilegibles:
¿acaso apartarse de ellos era pasarse a la «reacción»? Juliano tenía toda la razón del mundo en preferir a Homero, Tucídides o
Platón. El edicto por el que prohibía a los profesores cristianos explicar
a los autores griegos ha sido vivamente criticado, no sólo por sus adversarios,
sino también por sus admiradores de todas las épocas. Sin querer justificarle,
no puede uno por menos de comprenderle. Tenía a fanáticos frente a él; para
hacerse respetar le hacía falta de vez en cuando exagerar como ellos,
propinarles alguna locura, sin la cual le habrían desdeñado y tomado por un
aficionado. Exigió, pues a esos «enseñantes» imitar a los escritores que
explicaban y compartir sus opiniones sobre los dioses. «Pero si creen que esos
autores se han equivocado en el punto más importante, ¡que se vayan a las
iglesias de los galileos a comentar a Mateo y Lucas!»
A ojos de los antiguos, cuantos más dioses
se reconocen, mejor se sirve a la Divinidad, de la que no son más que aspectos,
rostros. Querer limitar su número era una impiedad; suprimirlos todos en
provecho de uno solo, un crimen. Es de ese crimen del que se hicieron culpables
los cristianos. No cabía ya contra ellos la ironía: el mal que propagaban había
ganado demasiado terreno. De la imposibilidad de tratarlos con desenvoltura provenía
toda la acritud de Juliano.
El politeísmo
corresponde mejor a la diversidad de nuestras tendencias y de nuestros
impulsos, a los que ofrece la posibilidad de ejercerse, de manifestarse, cada
una de ellas libre para tender, según su naturaleza, hacia el dios que le
conviene en ese momento. Pero ¿qué emprender con un solo dios?, ¿cómo
afrontarle, cómo utilizarle? Estando él presente, se vive siempre bajo presión.
El monoteísmo comprime nuestra
sensibilidad: nos ahonda estrujándonos; sistema de represiones que nos
confiere una dimensión interior en detrimento de la expansión de nuestras
fuerzas, constituye una barrera, detiene nuestro desarrollo, nos estropea.
Eramos con certeza más normales con varios dioses que lo somos con uno
solo. Si la salud es un criterio, ¡qué retroceso supone el monoteísmo!
Bajo el régimen
de varios dioses, el fervor se reparte; cuando se dirige a uno solo, se
concentra y exaspera, y acaba por convertirse en agresividad, en fe. La energía
no está ya dispersa, se dirige toda en una misma dirección. Lo que era notable
en el paganismo es que no se hacía una distinción radical entre creer y no
creer, entre tener o no tener fe. La fe, por otro lado, es una invención
cristiana; supone un mismo desequilibrio en el hombre y en Dios, arrastrado por
un diálogo tan dramático como delirante. De aquí el carácter demencial de la
nueva religión. La antigua, mucho más humana, te dejaba la facultad de elegir
el dios que quisieras; como no te imponía ninguno, era a ti a quien tocaba
inclinarse por éste o por aquél. Cuanto más caprichoso se era, más necesidad se
tenía de cambiar, de pasar de uno a otro, estando bien seguro de hallar el
medio de amarlos a todos en el curso de una existencia. Eran por añadidura
modestos, no exigían más que el respeto: se les saludaba, pero no se
arrodillaba uno ante ellos. Convenían idealmente a aquel cuyas contradicciones
no estaban resueltas ni podían estarlo, al espíritu zarandeado e inapacible:
¡qué suerte tenía, en su zozobra itinerante, al poder probarlos todos y
estar casi seguro de dar con ése precisamente que más necesitaba en lo
inmediato! Tras el triunfo del cristianismo, la libertad de evolucionar entre
ellos y elegir uno a su gusto, se hizo inconcebible. Su cohabitación, su
admirable promiscuidad había acabado. Tal esteta, fatigado del paganismo, pero
todavía no asqueado, ¿se hubiera adherido a la nueva religión si hubiera
adivinado que iba a extenderse durante tantos siglos?, ¿hubiera trocado la
fantasía propia del régimen de los ídolos intercambiables por un culto cuyo
dios debía gozar de una longevidad tan aterradora?
Aparentemente, el
hombre se ha proporcionado dioses por necesidad de estar protegido,
resguardado; en realidad, por avidez de sufrir. Mientras creía que había
multitud de ellos se concedió cierta libertad de juego, alguna escapatoria;
limitándose después a uno solo, se infligió un suplemento de coerciones y
torturas. No es más que un animal que se odia y se ama hasta el vicio, que
podía ofrecerse el lujo de un avasallamiento tan pesado. ¡Qué crueldad con
nosotros mismos ligarnos al Gran Espectro y unir nuestra suerte a la suya! El
dios único torna irrespirable la vida.
El cristianismo
se ha servido del rigor jurídico de los romanos y de la acrobacia filosófica de
los griegos, no para liberar al espíritu, sino para encadenarlo. Al encadenarlo
le ha obligado a ahondarse, a bajar a sí mismo. Los dogmas le aprisionan, le
fijan límites exteriores que no debe rebasar a ningún precio; al mismo tiempo,
le dejan libre para que recorra su universo privado, para explorar sus propios
vértigos, y, a fin de escapar de la tiranía de las certezas doctrinales, para
buscar el ser ‑o su equivalente negativo‑ en el punto extremo de toda
sensación. Aventura del espíritu amarrado, el éxtasis es necesariamente más frecuente
en una religión autoritaria que en una religión liberal; es porque, en tal
caso, es un salto hacia la intimidad, un recurrir a las profundidades, la
huida hacia uno mismo.
No habiendo
tenido, durante tan largo tiempo, otro refugio que Dios, nos hemos sumergido
tan hondo en él como en nosotros mismos (este buceo representa la única hazaña
real que hemos llevado a cabo en los últimos dos mil años), hemos sondeado sus
abismos y los nuestros, derruyendo sus secretos uno a uno, tras extenuar y
comprometer sus substancias por la doble agresión del saber y de la oración.
Los antiguos no fatigaban demasiado a sus dioses: tenían sobrada elegancia para
azuzarles o convertirles en objetos de estudio. Como el paso funesto de la
mitología a la teología no había sido dado todavía, ignoraban esa tensión
perpetua, presente tanto en los acentos de los grandes sinónimos de lo
impracticable, y sentimos que está físicamente cortado el contacto que nos une
a él, el remedio no reside ni en la fe ni en la negación de la fe (expresiones
una y otra de una misma mutilación), sino en el diletantismo pagano, o más
exactamente en la idea que nos hacemos de él.
El más grave de
los inconvenientes que encuentra el cristiano es no poder servir conscientemente
más que a un solo dios, aunque tenga la opción, en la práctica, de enfeudarse a
muchos (¡el culto de los santos!). Enfeudamiento saludable que ha permitido al
politeísmo prolongarse pese a todo indirectamente. Sin lo cual, un cristianismo
demasiado puro no habría dejado de instaurar una esquizofrenia universal.
Cualquier dios, cuando responde a exigencias inmediatas, apremiantes, de
nuestra parte, representa para nosotros un aumento de vitalidad, un «latigazo»;
no sucede lo mismo si nos es impuesto o si no corresponde a ninguna necesidad.
El fallo del paganismo fue haber aceptado y acumulado demasiados: murió de
generosidad y exceso de comprensión, murió de falta de instinto.
Si para
sobreponerse al yo, esa lepra, no apuesta uno más que a las apariencias, es
imposible no deplorar el desvanecimiento de una religión sin dramas, sin crisis
de conciencia, sin incitación al remordimiento, igualmente superficial en sus
principios y en sus prácticas. En la antigüedad, lo profundo era la filosofía y
no la religión; en la edad moderna, sólo el cristianismo fue la causa de la
«profundidad» y los desgarramientos de todas clases que le son inherentes.
Son las épocas
sin una fe precisa (como la época helenista o la nuestra) las que se atarean en
clasificar a los dioses, rehusándose a dividirlos en verdaderos y falsos. La
idea de que puedan equivalerse todos es, por el contrario, inadmisible en los
momentos en que domina el fervor. No podría dirigirse la oración a un dios probablemente
verdadero. No se rebaja a las sutilezas ni tolera la graduación dentro de lo
supremo: incluso cuando duda, lo hace en nombre de la verdad. No se implora
a un matiz. Todo esto sólo es exacto desde la calamidad monoteísta. Para la
piedad pagana, las cosas funcionaban de otra manera. En el Octavius, de
Minucio Félix, el autor, antes de defender la posición cristiana, hace decir a
Cecilio, representante del paganismo: «Queremos adorar a los dioses nacionales:
en Eleusis, a Ceros; en Frigia, a Cibeles; en Epidauro, a Esculapio; en Caldea,
a Belos; en Siria, a Astarté; en Taúride, a Diana; a Mercurio entre los galos y
en Roma a todos esos dioses reunidos.» Y añade, respecto al dios cristiano, el
único que no es aceptado: «¿De dónde viene este dios único, solitario,
abandonado, al que no conoce ninguna nación libre, ningún reino...?»
Según una vieja
prescripción romana, nadie debía adorar particularmente a dioses nuevos o
extranjeros, si no habían sido admitidos por el Estado, más precisamente por el
Senado, el único habilitado para decidir cuáles merecían ser adoptados o
rechazados. El dios cristiano, surgido en la periferia del Imperio, llegado a
Roma por medios inconfesables iba a vengarse contundentemente de haber sido
obligado a entrar en él fraudulentamente.
No se destruye una civilización más que
cuando se destruyen sus dioses. Los cristianos, no atreviéndose a atacar al
Imperio de frente, la tomaron con su religión. No se dejaron perseguir más que
para poder fulminarla mejor, para satisfacer su irreprimible apetito de
execrar. ¡Qué desdichados hubiesen sido si no se les hubiese juzgado dignos de
ser promovidos al rango de víctimas. Todo en el paganismo, hasta la tolerancia,
les exasperaba. Fuertes en sus certezas, no podían comprender que alguien se
resignase, como los paganos, a lo probable, ni que se ejerciese un culto cuyos
sacerdotes, simples magistrados degradados a las pantomimas del ritual, no
impusiesen a nadie la carga de la sinceridad.
Cuando se repite
uno que la vida no es soportable más que si se puede cambiar de dioses y que el
monoteísmo contiene en germen todas las formas de tiranía, deja uno de
apiadarse de la esclavitud antigua. Más valía ser esclavo y poder adorar la
deidad que se quisiera, que ser «libre» y no tener ante sí más que una sola e
idéntica variedad de lo divino. La
libertad es el derecho a la diferencia;
siendo pluralidad, postula la dispersión de lo absoluto, su solventación en un
polvo de verdades, igualmente justificadas y provisionales. Hay en la democracia liberal un politeísmo
subyacente (o inconsciente, si se prefiere); inversamente, todo régimen
autoritario participa de un monoteísmo disfrazado. Curiosos efectos de la
lógica monoteísta: un pagano, en cuanto se hacía cristiano, caía en la
intolerancia. ¡Mejor hundirse con una masa de dioses acomodaticios que
prosperar a la sombra de un déspota! En una época en que, a falta de conflictos
religiosos, asistimos a los conflictos ideológicos, la cuestión que se nos
plantea es la misma que obsesionó a la antigüedad feneciente: «¿Cómo renunciar
a tantos dioses por uno solo?» ‑con el correctivo, empero, de que el sacrificio
que se nos pide se plantea más bajo, al nivel de las opiniones y no ya de los
dioses. En cuanto una divinidad o una
doctrina pretenden la supremacía, la libertad está amenazada. Si se ve en la
tolerancia el valor supremo, todo lo que atente contra ella debe ser
considerado como un crimen, empezando por esas empresas de conversión en las
que la Iglesia permanece inigualada. Y si ha exagerado la gravedad de las
persecuciones de las que fue objeto y aumentado ridículamente el número de los
mártires, es porque, como ha sido una fuerza opresiva durante tanto tiempo,
tenía necesidad de cubrir sus fechorías con nobles pretextos: dejar impunes las
doctrinas perniciosas, ¿no era acaso una traición respecto a aquellos que se
sacrificaron por ella? Así, pues, es por espíritu de fidelidad por lo que
procedía a la aniquilación de los «desviados» y así pudo, tras haber sido perseguida durante cuatro siglos, ser
perseguidora durante catorce. Tal es el secreto, el milagro de su
perennidad. Nunca unos mártires fueron vengados con tanto sistema y
encarnizamiento.
Como el
advenimiento del cristianismo hubiese coincidido con el del Imperio, algunos
Padres (Eusebio, entre otros) sostuvieron que esta coincidencia tenía un
sentido profundo: un Dios, un Emperador. En
realidad, fue la abolición de las barreras nacionales, la posibilidad de
circular a través de un vasto Estado sin fronteras, lo que permitió al
cristianismo infiltrarse y hacer estragos. Sin esta facilidad para
extenderse, se hubiera quedado en ser una simple disidencia en el seno del
judaísmo, en lugar de convertirse en una religión invasora y, lo que es más
enojoso, en una religión de propaganda. Todo le vino bien para reclutar, para
afirmarse y extenderse, hasta esos funerales diurnos, cuyo aparato era una
verdadera ofensa tanto para los paganos como para los dioses olímpicos. Juliano
observa que, según los legisladores de antaño, «en vista de que la vida y la
muerte difieren en todo, los actos relativos a una y otra deben ser cumplidos
separadamente». Los cristianos, en su proselitismo desenfrenado, no estaban
dispuestos a hacer esta disyunción: conocían bien la utilidad del cadáver, el
provecho que se podía sacar de él. El paganismo no ha escamoteado la muerte,
pero se ha guardado mucho de exhibirla. Uno de sus principios fundamentales es
que no se concilia con el pleno día, que es un insulto a la luz; dependía de la
noche y de los dioses infernales. Los galileos lo han llenado todo de
sepulcros, decía Juliano, que nunca llama a Jesús de otro modo que el «muerto».
Para los paganos dignos de ese nombre, la nueva superstición no podía sino
parecer una explotación y un lucimiento de lo macabro. Por esto, debían
deplorar tanto más los progresos que hacía en todos los medios. Lo que Celso no
pudo conocer, pero que Juliano conocía perfectamente, fueron los vacilantes del
cristianismo, los que, incapaces de suscribirlo enteramente, se esforzaban,
empero, en seguirlo, temiendo que, si se apartaban de él, se les excluyese del
«futuro». Sea por oportunismo, sea por miedo a la soledad, querían marchar al
lado de los hombres «nacidos ayer», pero llamados a desempeñar pronto el papel
de amos, de verdugos.
Por legítima que
haya sido su pasión por los dioses difuntos, Juliano no tenía oportunidad alguna
de resucitarlos. En lugar de ocuparse en ella inútilmente, habría hecho mejor
en aliarse por rabia con los maniqueos y zarpar con ellos a la Iglesia. Así,
sacrificando su ideal, hubiera al menos satisfecho su rencor. ¿Qué otra carta
que la de la venganza le quedaba todavía por jugar? Una magnífica carrera de
demoledor se abría ante él y quizá se hubiese adentrado en ella de no haber
estado obnubilado por la nostalgia del Olimpo. No se libran batallas en nombre de una nostalgia. Murió joven, es
cierto: apenas dos años de reinado; si hubiera tenido diez o veinte ante él,
¡qué gran servicio nos habría hecho! Sin duda no hubiese ahogado al
cristianismo, pero le habría obligado a una mayor modestia. Seríamos menos
vulnerables, pues no habríamos vivido como si fuésemos el centro del universo,
como si todo, incluso Dios, girase en torno a nosotros. La Encarnación es el halago más peligroso
del que hemos sido objeto. Nos ha dispensado un estatuto desmesurado,
desproporcionado con lo que somos. Alzando la anécdota humana a la dignidad
de drama cósmico, el cristianismo nos ha engañado sobre nuestra
insignificancia, nos ha precipitado en la ilusión, en ese optimismo mórbido
que, a despecho de la evidencia, confunde andadura con apoteosis. Más
reflexiva, la antigüedad pagana ponía al hombre en su sitio. Cuando Tácito se pregunta si los
acontecimientos son regidos por leyes eternas o si se desarrollan al azar, a
decir verdad no responde, deja la cuestión indecisa, y esta indecisión expresa
bien el sentido general de los antiguos. Más que nadie, el historiador,
confrontado con esa mezcla de constantes y aberraciones de que se compone el
proceso histórico, se ve necesariamente llevado a oscilar entre el determinismo
y la contingencia, las leyes y el capricho, la Física y la Fortuna. No hay desdicha que no podamos referir,
según gustemos, sea a una distracción de la providencia, sea a la indiferencia
del azar, sea finalmente a la inflexibilidad del destino. Esta trinidad, de un
uso tan cómodo para cualquiera, sobre todo para un espíritu desengañado, es lo
más consolador que nos propone la filosofía pagana. Los modernos sienten
repugnancia en recurrir a ella, como les repugna no menos esa idea,
específicamente antigua, según la cual los bienes y los males representan una
suma invariable, que no puede sufrir modificación alguna. Con nuestra obsesión
del progreso y de la regresión, admitimos implícitamente que el mal cambia, sea
que disminuya o que aumente. La identidad del mundo consigo mismo, la idea de
que está condenado a ser lo que es, que el futuro no añadirá nada esencial a
los datos existentes, esta hermosa idea no tiene ya vigencia; es que
precisamente el futuro, objeto de esperanza o de horror, es nuestro
verdadero lugar; vivimos en él, lo es todo para nosotros. La
obsesión por el acontecimiento, que es de esencia cristiana, reduciendo el
tiempo al concepto de lo inminente y de lo posible, nos hace ineptos para
concebir un instante inmutable, que repone en sí mismo, sustraído al azote de
la sucesión. Incluso desprovista del menor contenido, la espera es un vacío que
nos llena, una ansiedad que nos tranquiliza, mientras permanecemos incapaces de
la visión extática. «No hay necesidad de
que Dios corrija su obra» ‑esta opinión de Celso, que es la de toda una
civilización, va contra nuestras inclinaciones, contra nuestros instintos,
contra nuestro ser mismo. No podemos ratificarla más que en un momento
insólito, en un acceso de sabiduría. Va incluso en contra de lo que piensa el
creyente, pues lo que se reprocha a Dios en los medios religiosos más que en
ningún otro sitio es su buena conciencia, su indiferencia a la calidad de su
obra y su negativa a atenuar sus anomalías. Nos hace falta futuro a todo
precio. La creencia en el Juicio Final ha creado las condiciones psicológicas de
la creencia en el sentido de la historia; aún mejor: toda la filosofía
de la historia no es más que un subproducto de la idea del Juicio Final. En
vano nos inclinamos hacia tal o cual teoría cíclica, no se trata por nuestra
parte más que de una adhesión abstracta; nos comportamos de hecho como si la
historia siguiese un desarrollo lineal, como si las diversas civilizaciones que
en ella se suceden no fuesen más que etapas que recorre, para manifestarse y
cumplirse, algún gran designio, cuyo nombre varía según nuestras creencias o
nuestras ideologías.
¿Hay mejor prueba
de la deficiencia de nuestra fe que el que no haya para nosotros ya dioses
falsos? No hay modo de entender cómo, para un creyente, el dios al que reza y
otro dios completamente diferente pueden ser igualmente legítimos. La fe es
exclusión, desafío. Porque no puede ya detestar a las otras religiones, porque
las comprende, es por lo que el cristianismo está acabado; la vitalidad
de la que procede la intolerancia le falta cada vez más. Ahora bien, la
intolerancia era su razón de ser. Para su desdicha, ha dejado de ser
monstruoso. Tal como el politeísmo declinante, está aquejado y paralizado por
una excesiva amplitud de miras. Su dios no tiene más prestigio para nosotros
del que tenía Júpiter para los paganos despechados.
¿A qué se reduce todo el parloteo en torno a
la «muerte de Dios» sino a un certificado de defunción del cristianismo?
Por no atreverse a atacar abiertamente a la religión, la toman con el patrón,
al que se reprocha ser inactual, tímido, moderado. A un dios que ha dilapidado
su capital de crueldad, nadie le teme ni le respeta. Estamos marcados por todos
esos siglos en los que creer en él era temerle, en que nuestro espanto le
imaginaba a la vez compasivo y sin escrúpulos. ¿A quién intimidaría ahora,
cuando los creyentes mismos sienten que está superado, que no se le puede
compaginar con el presente y aún menos con el futuro? Y lo mismo que el
paganismo debió ceder ante el cristianismo, igualmente este último deberá
plegarse ante alguna nueva creencia; desprovisto de agresividad, no constituye
ya un obstáculo a la irrupción de otros dioses; no tienen más que surgir, y
quizá surjan. Sin duda no tendrán los dioses el rostro ni siquiera la máscara;
pero no por ello serán menos temibles.
Para aquel que considera equivalente
libertad y vértigo, una fe, venga de donde venga, y aunque fuese
antirreligiosa, es una traba salutífera, una cadena deseada, soñada, cuya
función será frenar la curiosidad y la fiebre, suspender la angustia de lo indefinido.
Cuando esta fe triunfe y se instale, lo que resulta inmediatamente es una
reducción del número de
problemas que debe uno plantearse, así como una disminución casi trágica de las
opciones. Te quitan el peso de la elección; escogen en vuestro lugar. Los
paganos refinados, que se dejaban tentar por la religión nueva, lo que
esperaban es que justamente se eligiese por ellos, que se les indicase a dónde
ir, para no tener que dudar en el umbral de tantos templos ni vacilar entre
tantos dioses. Por un cansancio y un rechazo de las peregrinaciones del
espíritu, es por lo que se concluye esa efervescencia religiosa sin credo
que caracteriza a toda época alejandrina. Se denuncia la coexistencia de las
verdades porque ya no se satisface uno de lo poco que ofrece cada una; se
aspira a todo, pero a un todo limitado, circunscrito, seguro, tan grande
es el miedo de caer de lo universal en lo incierto, de lo incierto en lo
precario y lo amorfo. Ese derrumbamiento que el paganismo conoció en su época,
el cristianismo está ahora experimentándolo. Decae, se apresura a decaer; esto
es lo que le hace soportable a los incrédulos, cada vez mejor dispuestos a su
respecto. Al paganismo, incluso vencido, todavía le detestaban; los cristianos eran frenéticos que no podían
olvidar, en tanto que en nuestros días todo el mundo ha perdonado al
cristianismo. Ya en el siglo XVIII se habían agotado los argumentos contra
él. Al igual que un veneno que ha perdido sus virtudes, ya no puede salvar ni
condenar a nadie. Pero ha derribado a demasiados dioses como para que pueda en
estricta justicia escapar a la suerte que les ha reservado. La hora de la
revancha ha sonado para ellos. Su alegría debe de ser grande al ver a su peor
enemigo tan bajo como ellos, pues que les acepta a todos sin excepción. En los
tiempos de su triunfo derribó los templos y violó las conciencias por doquiera
que le plugo aparecer. Un dios nuevo, aunque se le hubiese crucificado mil
veces, ignora la piedad, lo tritura todo en su camino, se encarniza en ocupar
el máximo espacio. De este modo nos hace pagar caro el no haberlo reconocido
antes. Mientras era oscuro, podía poseer aún un cierto atractivo: no
develábamos todavía en él los estigmas de la victoria.
Nunca una religión es más «noble» que cuando
llega a tomarse por una superstición y asiste, desapegada, a su propio eclipse.
El cristianismo se ha formado y se ha extendido en el odio de todo lo que no
era él; este odio le ha sostenido durante su carrera; acabada su carrera, su
odio acaba también. Cristo no bajará a los Infiernos; le han vuelto a poner en
la tumba y esta vez se quedará en ella, no volverá a salir probablemente jamás:
ya no hay a quien salvar ni en la superficie ni en las profundidades de
la tierra. Cuando se piensa en los excesos que acompañaron su advenimiento, no
puede uno impedirse evocar la exclamación de Rutilio Namaciano, el último poeta pagano: «¡Pluguiese a los dioses que
Judea no hubiese sido nunca conquistada!»
Puesto que está admitido que los dioses
son indistintamente verdaderos, ¿por qué detenerse a medio camino, por qué no
predicarlos todos? Sería por parte de la Iglesia una realización suprema:
perecería inclinándose ante sus víctimas... Hay signos que anuncian que siente
esta tentación. Así, al modo de los templos antiguos, se sentiría honrada
recogiendo las divinidades, los residuos de todas partes. Pero, una vez más
aún, es preciso que el verdadero dios se oculte para que todos los otros
puedan resurgir.
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