lunes, diciembre 23, 2013

EL INVENTARIO por ELENA PONIATOWSKA


—Esta mesa es Chippendale.
—¡A ver, muchachos, al camión!
Vocea:“¡Una mesa con las patas flojas, una!”
—Un cuadro de la escuela de Greuze.
—¡Una tela grande rayada, una!
—Una consola Louis Philippe.
—Oiga, yo creo que estosmuebles son del tiempo
de don Porfirio, porque mire nomás el polillero.
—Dos vitrinas deWedgewood.
—¿Cómo dice usted?
—Wedgewood…Voy a deletreárselo.
—¡Salen dos vitrinas! ¡Mira ésta no cierra…!
¡Dos sillones con la tapicería percudida, dos!
—No está percudida, así es, estilo Regency.
—Es que nosotros tenemos la obligación de
poner cómo están, si no luego nos reclaman.Y todas
esas mesitas redondas, ¿también nos las llevamos?
—Sí, también son para la bodega.
—Y si no es indiscreción, ¿por qué mejor no las
vende?
—Son de mis tías, son de mi familia, cosas de familia.
¿Cómo las voy a vender? Nosotros no vendemos,
mandamos restaurar.
—Pues también se le van a apolillar. Mire este
cajón, ¡ya está todo agujereado!Y está chistoso el cajoncito.
Mire nomás cuánto tiempo gastaban los antiguos
en estas ocurrencias… Todo de puros
cachitos.
—Unamañana subióAusencia. Se arrodilló junto
a la cama, a la altura demi cabeza sobre la almohada
y desperté con el rostro de la cocinera esperándome,
ese rostro gris, viejo, grueso.
—¡Ya me voy señorita!
—¿Qué te pasa Ausencia?
—Es que me voy antes de que se me haga tarde.
—No entiendo.
—¿No quiere usted revisar lo que me llevo? Allá
abajo está la camioneta.
—Por Dios, Ausencia, ¿qué haces?
—Es que las cosas ya no son como antes… Me
llevo el ajuarcito de bejuco. Ése me lo regaló su
abuelita.
(En la calle estaba la camioneta muy pequeña
con todos los pobres muebles apilados, patas para
arriba. Allí amarraron al perro.)
En el principio fueron losmuebles. Siempre hubo
muebles.
—Oye ¿a quién le tocó el esquinero de marquetería
poblana?
—A tía Pilar, pero en compensación le daremos a
Inés las dos sillas de pera y manzana.
Era bueno hablar de los muebles; parecían confesionarios
en donde nos vaciábamos de piedritas el
alma. Hablar de ellos era ya poseerlos. En el fondo
de cada uno de nosotros había una taza rencorosa,
un plato codiciado deMeissen, un pastorcito de Niderwiller
“que yo quería y estaba en otro lote”. A
pesar de que todos éramos herederos, y herederos
de a poquito, a pesar de que nos espiábamos con envidia,
el aire estaba lleno de residuos que nos unían
y había la posibilidad de que el día menos pensado
nos dijéramos: “Oye, el arbolito chino ¿no me lo
cambiarías por aquella bicoca de Chelsea que tanto
me gusta?...Vale más el arbolito, sales ganando…”
—Una luna sin espejo
—¿Cómo que sin espejo?
—Es que está empañado.
—Así son esas lunas venecianas. No son para
verse. Son de adorno. Son para borrar los recuerdos.
—Como usted mande. ¡Sale una luna rajada,
marco dorado, una!
(Me están despojando de algo. Toda mi vida he
estado prendida en estos muebles. ¡Cómo me
miran! Invadieron mi alma como antes invadieron
la demi abuela y la demis tías, la demis siete tías infinitamente
distraídas y desplazadas, siempre extranjeras,
siempre en las lunas del espejo; y la demis
nueve primas a la deriva…Se están llevando la primera
capa de mi piel, caen las escamas.)
—Por favor, pongan más cuidado…
—Es que el mal ya está en los muebles, señorita,
ya no sanan. No es cosa nuestra.Mire, no podemos
ni tocarlos. Parecen momias y se nos desbaratan en
las manos. ¿Cómo le hacemos, pues?
Ausencia con su suéter y su chal cruzado sobre
los hombros, su chal para taparla del frío de todos
estos años no vividos, el frío de toda esa vida con
nosotros, la nariz amoratada en la mañana fría, las
mejillas azules por ese vello negro, monjil como el
plumón de los pollitos, Ausencia con su boca muy
cerca:
—Me voy para San Martín Texmelucan.Me llevo
a la Dickie, a la Blanquita, al Rigoletto, al Chocolate
y, a mi ajuarcito de bejuco….
Allí está Ausencia implacable, tan implacable
como los muebles.
—Qué quiere usted, así es la vida, las cosas se van
deteriorando; también con los años se va agrietando
el carácter.Véalo todo bien para que luego no diga…
A esa silla le clavaron el brazo; mire qué clavote tan
burdo. Se la fastidiaron de plano. Bueno, no es silla,
es como sillón ¿verdad?Más bien parece mecedora,
¿o será un banquito al que le añadieron el respaldo?
Pero le rompieron el brazo y allí mal que bien se lo
pegaron con resistol. ¿Qué no se dio cuenta? ¿O es
que usted no está al pendiente? Se la voy a embodegar
pero fíjese bien que todo está chimuelo, todo
cojo todo medio dado al cuas.
Ausencia, plomiza, secreta, arrodillada. Otro
mueble viejo que sacamos a empujones.
—Levántate Ausencia, por favor. ¡No te hinques,
Dios mío! (Lo ha hecho a propósito. Esto parece telenovela
con lanzamiento.“¡Por favor no me saquen
de aquí!”Pero ella se va porque ya acabó de estar. Se
me hinca encima para que yo sienta toda la vida el
peso de sus rodillas de mujer que trapea el piso.
Vamos a llorar. Pero no, ella nunca llora. Al contrario,
cuando mi abuelita estaba para morir, subió a
verla una sola vez, plañidera muda, con todo el pelo
gris destrenzado sobre los hombros, porque le dijeron
que ya no había tiempo, que la señora la mandaba
llamar.)
—Ausencia, le encargo a mis perros, a laVioleta,
a la Blanquita, al Seco, a todos mis buenos perros
callejeros, a todosmis pobres animalitos. ¡Que no se
vayan a meter a la basura! ¡Que no les vuelva a dar
roña!
Ausencia asintió con su nariz esponjosa de poros
muy abiertos, con las puntas de sus pies vueltas
hacia dentro y su viejo pelo canoso cayéndole como
cortina sobre la cara y los hombros. No lloró, al
menos no hizo aspavientos como las otras. Maximina
se tiró en la escalera y se acostó a lo largo de
seis peldaños.Moqueaba, sorbía sus lágrimas, volvía
a moquear, empapaba la alfombra con lágrimas que
le salían de todas partes, de quién sabe dónde. Impedía
el paso.Ninguno podía subir a ver a mi abuelita
a su recámara, a ver lo bella que había quedado
acostada sobre su blanca cama. La tíaVeronique no
quiso que la metieran en la caja y la velamos en su
cama toda una noche y media mañana. Hasta abrimos
las cortinas en la madrugada porque a ella le
gusta ver el sabino. Ella sonreía, sus hermosas
manos cruzadas sobre el camisón bordado y amplio
que había sido de sumadre; los que entraban a verla
hacían el mismo comentario:“Parece que está dormida.
¡Qué tranquilidad! ¡Qué paz!”Yo le hablaba
bajito:“Abuelita: ¿corremos a esta visita que no te
cae bien? Es la que te copió tu par de silloncitos Directorio
¿te acuerdas?Tomó lasmedidasmientras le
servías el té y el pastel de mil hojas. Ni te diste
cuenta…Después te dio mucho coraje ver los sillones
en su casa igualitos a los tuyos. Lo contaste durante
más de una semana. ¿La corro abuelita? Trae
su cinta metro…”Maximina se pasó toda la noche
en la escalera zangoloteándose porque Ausencia le
había ordenado:“Hágase a un lado,mujer.Hágase a
un lado que todo esto no es para usted”.
Cuando el censo le preguntaron a Ausencia:
—¿Casada señora?
—¡No he conocido hombre!
Y no quiso contestar ya nada, como la virgen.
Cueva cerrada. Hubo que inventarlo todo, hasta el
nombre de sus padres.
—Abuelita, contéstame, todo ha quedado igual
como tú lo querías.Todo está en su lugar y nosotros
posamos como en una fotografía antigua.Tus retratos
amarillentos deWagner y de Goethe se encuentran
en el librero de siempre.No falta una sola pieza
en los inventarios; ni una cucharita de sal. Los libros
tienen tus flores prendidas; edelweis de los Alpes,
creo.Y hay lavanda entre las sábanas. A cada uno
nos tocaron dos pares, bordadas a mano, con encajes.
Pero como sonmuy antiguas y no resisten las lavadas,
sólo las ponemos cuando nacen niños,
nuestros hijos. Sólo entonces… Miento abuelita,
miento. Las cosas no siguen igual, Ausencia se
fue…Y yo también me estoy yendo, no sé a dónde,
quizá a la tiznada.
Siempre se habló de losmuebles. Eran una constante,
lo son aún, de nuestra conversación, volvían
como la marea a humedecernos los ojos.Todos discurrían
acerca de ellos con ahínco, muebles cuello
de cisne, teteras de plata firmadas por el orfebre escocés
William Aytoun, encajes de Brujas para brujas
desencajadas, encaje de amediometro,“es bonito el
encaje pero no tan ancho”reíaMaximina, porcelanas
de Sajonia y deWorcester, estatuillas de Bow análogas
a las que pueden verse en el “Victoria andAlbert
Museum”, relojes de Audemars Piguet, grabados de
rosas de Redouté, y cuadros, cuadros, cuadros, entre
más negros ymenos se veían decían que eranmejores.
Sucios parecían de Rembrant, túneles de sombra,
etapas superpuestas de oscuridad. Si los
hubiéramos limpiado, en ese momento, aparecería
la firma de la más tenebrosa escuela holandesa del
señorVan Gouda, el de los quesos. Repasábamos los
muebles una vez al día. Nos hacíamos recomendaciones.“
Cierra bien las persianas. Que no les dé el
sol. La penumbra con estas caras de conspiradores,
de ronda nocturna, de callejón del crimen… Quítales
el polvo con el plumero, nada más con el plumero
¿entiendes? Hasta una franela resulta
demasiado tosca. Podría herirlos.“Hablábamos de
los muebles y, hay que reconocerlo, también de la
salud, bastidor de nuestras entretelas: “Estás ojerosa…
Pareces un Greco. ¿Cómo amaneciste?Te veo
mala cara. Estás pálida, chiquita, como una menina
verdaderamente descongraciada. Podrías volver a
acostarte; nada pierdes con pasarte el día en la
cama…¿En qué estás pensando? Siempre pones esa
cara de distracción cuando te estoy hablando. ¡No te
mezcas en la silla! La vas a romper. ¿O de veras
quieres romperla? Tal parece que sí. Los jóvenes de
ahora son tan irrespetuosos. Son unos vándalos.”
Dos sillas, una frente a otra, eran mis preferidas
por su alto respaldo. Me volteaba hacia el bastidor;
hacia el tejido de paja y espiaba a través de los agujeritos.
El cuarto se veía entonces fragmentado, hexágonos
de panal que podía mover a mi antojo. Los
hacía danzar y todo lo descomponía; la cara de mi
abuelita, la consola; nada tenía dueño, nada era de
nadie; todo eramil pedacitos; astillas demuebles, astillas
de luz, astillas de abuelita; astillas de piel blanca.
Las cosas perdían peso; no tenían depositario.
—Detrás de este enrejado se ven puros cristales
rotos… Por la ventana entran unas estrellas que se
equivocaron de puerta… Me gusta que todo se divida
en dos; que haya dos de cada uno, abuelita, que
nada sea único e irremplazable.
La detentadora de los inventarios era la tíaVeronique.
Los revisaba con su lápiz en la mano, corrigiendo
las faltas de ortografía, poniendo crucecitas,
tachando y añadiendo, reconstruyendo en lamemoria
viejos muebles inexistentes. “¿Te acuerdas de
aquel biombo de dieciocho hojas de la época de
Kien-Long”De su boca surgían las palabras como
un collar de perlas amarillas, que se desparramaban
y se iban rodando por todos los rincones y que nosotros
recogíamos con prontitud y reverencia para
que las criadas no fueran a barrerlas por la mañana.
Ella bautizó los muebles, ella los repartió, buena conocedora
podía distinguirlos, estilo por estilo y
época por época.“Esta polilla es del siglo XVII, Renacimiento
en plena decadencia.” Con las palabras
ganó; las domó; sabía ordenarlas, siempre supo ensartarlas
en el hilo lógico e irrompible. Todos callaban
cuando ella hablaba; sus veredictos eran
inapelables. La tíaVeronique expresaba tan bien sus
exigencias, su dominio era tan evidente, que le conferíamos
todos los derechos.
—Sabe usted, todo entra en descomposición,
aunque el proceso sea lento y apenas perceptible.
Estos muebles debió usted lubricarlos; sus cuadros,
también, con aceite Singer, sí, sí, el de las máquinas
de coser. Con eso no se oscurecen. Claro, algunas
amas de casa prefieren limpiarlos con una papa partida
por la mitad y luego, luego la papa se ennegrece
de la pura mugre… Después se fríen a la hora de
comer y quedan muy ricas, ¡papas a la francesa! Hay
que tallar toda la tela hasta el más recóndito rincón.
Entonces surgen detalles que hacen batir palmas. ¿O
es que a usted no le gustan las antigüedades?
Cuando se cuidan las cosas el tiempo no transcurre,
sabe usted. Su abuelita, la señora grande, su tía, ¡ah!,
cómo cuidaban sus cosas. ¡Cómo venían a verme
apenas había alguna congoja en un mueble, apenas
se despostillaba alguna de sus pertenencias!“Maestro,
usted que es un experto…”Ah, cómo amaban
los muebles; a usted ¿no le gustan los muebles?
Y el restaurador se ponía y se quitaba un monóculo
invisible.
—Sí. Pero nos han durado mucho tiempo. Tres
generaciones. Aquí todo dura demasiado. Además,
no puedo estar encerrada con ellos toda la vida.
—Y eso qué tiene. Una cosa es la vida, otra son
los muebles…
—Es que yo no puedo con tantos cachivaches…
En esta casa no pasa nada, nada, ni siquiera un ratón
del comedor a la cocina.
—¡Uy, yo en su lugar qué más quisiera que estar
aquí viendo estas piezas de época! ¿Qué va usted a
hacer afuera? Lo único que va a sacar es que algún
día le den un mal golpe.Y entonces verá el consuelo
que le proporcionan estas sillas, esta cómoda aunque
no tenga jaladeras. Hacen mucha compañía.
Además si tanto le gusta salir ¿por qué no cabalga
en el brazo de este sillón? ¿Acaso no sabe usted que
uno siempre regresa a lo mismo, a lo de antes? ¿No
sabe que uno siempre llama a su mamá a la hora de
la muerte? ¿No sabe usted que los círculos se cierran
en el punto mismo en el que se iniciaron? Se da toda
la vuelta y se regresa al punto de partida. Ojalá y
siempre pueda encontrar a su regreso esta preciosa
mesita, junto a su cama con una taza de infusión
tiempo perdido…
Y el anticuario restaurador se puso por última vez
su monóculo y se me quedó viendo con la ceja levantada
para siempre, como un inmortal, un fatal
agorero.
Cuando acompañé a la tía Veronique a ver al
señor Pinto en su taller oloroso a aguarrás, a todas
las maderas, a todos los bosques del mundo, uní por
primera vez los muebles con los árboles. El señor
Pinto, en su banquito, con sus lentes de arillo redondo,
la vista baja, parecía envuelto en esa emanación
de olores y su cara y sus manos tenían la textura
de sus tablones. Pero él no se daba cuenta. En cambio
la tía Veronique dejaba de dar órdenes, hasta creo
que olvidaba a lo que había ido. Husmeaba agitada
y se escondía tras el rumor del serrucho. Recorría las
esquinas de una mesa despacio, despacito,metía sus
dedos muy finos en algún intersticio y abandonaba
uno de ellos allí con indefinible placer. El dedo y la
hendidura se correspondían suavemente, se sumergían
el uno en el otro, y sin saber cómo ni por qué,
la tía me comunicaba su propia excitación. Percibía
por vez primera algo desconocido y misterioso. La
tía Veronique respiraba fuerte como si su cuerpo rozara
algo vivo y demandante, algo que nunca se iba
a consumir y que subía con ella a medida que su
respiración se hacía más anhelante. Entonces daba indicaciones
con una morbidez vaga, con los ojos saciados
y de ella salía no sé qué, algo que no eran sus
palabras habituales, delatada por sus labios hinchados.
Entonces me di cuenta de que los muebles están
hechos para recibir nuestros cuerpos o para que los
toquemos amorosamente. No en balde tenían regazo,
lomos y brazos acojinados para hacer caballito;
no en balde eran tan anchos los respaldos, tan mullidos
los asientos; no eran muebles vírgenes o primerizos,
al contrario, pesaban sobre la conciencia.
Todos estaban cubiertos de miradas, de comisuras
resbaladizas, de resquicios, de costados esculpidos;
había rincones llenos de una luz secreta y una fuerza
animal surgía inconfundible de la madera.
Los muebles eran la materialización de todos sus
recuerdos:“Este taburetito, sabes, lo tuvimos en el
departamento de la Rue de Presbourg…”Yo no quería
concretar sus memorias ni vivir de esas cosas a
las que se aferraban en su naufragio, los muebles,
como tablas de salvación, tablas de perdición. ¡Que
no me llegaran todos sus recuerdos! ¡Que no me pasaran
su costal de palabras muertas, sus actos fallidos,
sus vidas inconclusas, sus jardines sin gente, sus
ansias, sus agujas sin hilo, sus bordados que llevan
de una pieza a otra, sus letanías inhábiles! Que no
me hicieran voltear las hojas de álbumes de fotos ya
viejas, manchadas de humedad, esas fotos café con
leche de sus tíos y sus tías yodados, tránsfugas, también
añorantes, guardados en formol, enfermos de
esperanza, hambrientos de amor, prensados para
siempre con su amor, amor-olor a ácido fénico. ¡Que
no me hicieran entrar al amo ató matarile rile ro de
los que juegan a no irse!
Más tarde a la tía Veronique le dio por examinarme
genealógicamente:
—Oye y ¿cómo se llamaba la mamá de tu bisabuela
rusa?
—No sé, no sé, no sé. Lo único que sé es que
ellos están muertos y yo estoy viva.
Pero volteaba las hojas de los álbumes porque soy
morbosa yme detenía en algún rostro, y a cada hoja
le dejé algo de mi sangre y ahora la tengo espesa,
llena de barnices corrosivos, de pétalos marchitos,
de remotos abolengos, de cristales apagados, de ancestros
que jamás conocí y llevo a todas partes con
tierna cautela a pesar de mí misma.
Una tarde le dije:“tía…”a la hora del té. Una luz
difusa entraba, se derretía blanda por la recámara.
Era una hora propicia. La tíaVeronique tenía su mirada
perdida, borrosa, como que regresaba de quién
sabe dónde y su voz era la voz de todos los regresos.
—Tía, me quiero casar.
(Le expliqué, insegura y nerviosa. Nunca he tenido
la certeza de nada.)
—Bueno, tú sabrás. Lo único que puedo decirte es
que ese señor no hace juego con nuestros muebles.
—A esta niña le haría bien un viaje a Europa.
(Mi familia ha resuelto siempre los problemas
con viajes a Europa; conocer otro ambiente, ver otras
caras, cambiar de aire, ir a la montaña para la tuberculosis
del espíritu y de la voluntad, oxigenar el
alma, el aire puro de las alturas.)
—Un viaje a Europa, eso es. Le sentaría…
—No quiero. Europa es como un pullman viejo.
—¿Qué dices?
—Sí, un pullman viejo con sus cortinas polvosas,
sus asientos de peluche color vino, sus cordeles raí-
dos, sus flecos desdentados, sus perillas de bronce,
su deshilacherío. Huele feo.
—Podrías ver el cambio de guardia ante el Palacio
de Buckingham. Podrías entrar a Buckingham, dejarle
una tarjeta con la esquina doblada a la Duquesa
Marina de Kent.
—No quiero ver a esos imbéciles de plomo con
sus borregos en la cabeza rellena de tradición. No
quiero ver viejas pelucas rizadas de viejos jueces, la
cara enharinada sobre lamugre.No quiero ver viejas
señoritas con sombreros atravesados con un alfiler
de oreja a oreja para que no se les vuele. ¡No quiero!
Prefiero África.Mil veces África con sus gorilas evangélicos.
Eso es, irme a evangelizar gorilas.
—¡Déjala! Eso no es ella. En realidad, sus amistades
la han trastornado… ¡Ya se le pasará! ¡Ya no regresará!
Ya decía yo que no debía salir tanto de la casa.
Hoy a las diez de la mañana vinieron por los
muebles. Se estacionaron frente a la puerta dos camiones
de mudanza“Madrigal”con sus colchonetas,
sus cuerdas y sus hombres que se tapan la cabeza
con un costal abierto a la mitad, como árabes sin turbante.
Llegaron tarde. Los mexicanos nunca son
puntuales. Yo no sabía que habíamos acumulado
tanto trique pero fueron necesarios dos camiones.
“Rápido muchachos, hay que aprovechar el tiempo”
y en la puerta se paró el señor Madrigal con su tablero
para apoyar el papel en que iba aumentando la
lista y el lápiz para apuntar que se llevaba a la boca
y se la pintaba de violeta.De pronto sentí que estaba
arriesgando mucho más de lo que había supuesto.
Siempre he tenido miedo a equivocarme. Hubiera
querido que se rompiera la realidad pero la realidad
jamás se rompe. Quise gritar:“¡No, no, deténganse,
no se los lleven! ¡No toquen nada!...”De pronto ya
no eran muebles sino seres cálidos y vivientes y
agradecidos y yo los estaba apuñalando por el respaldo.
Los cargadores los vejaban al empujarlos en
esa forma irreverente. Los habían sorprendido de
pronto en las posturas más infortunadas y dislocadas;
los hacían grotescos, los ofendían, los culimpinaban.
Recordé aquel asilo de ancianos: Tepexpan,
en que se sometía a los inválidos a toda clase de vejaciones
a las que no podían oponerse. Se dejaban.
¿Ya qué más daba? Ya ni vergüenza. No podían ni
con su alma.Allá fue a dar el señor Pinto.A los pies
de su cama de fierro pusieron una palquita: “José
Pinto, Ebanista”y de su cuello colgaba la misma etiqueta.
Nunca agradeció nuestras visitas ni levantó
la vista, sus ojos ya velados.Ahí acabó el pobre. Recuerdo
que a su lado un viejecito se tapaba con las
cobijas todo equivocado y dejaba tristemente al descubierto
sus ijares resecos y enjutos. Una enfermera
me explicó enojada.“Lo hace a propósito. A diario
hace lo mismo. Siempre enseñando su carajadita.
Siempre a propósito”.También ahora los muebles lo
hacían a propósito, para mortificarme, como una
forma de protesta, para pegárseme como lapas,
como se le pegaron a mi abuelita, a mis tías.“¡Tontos!
¡Inútiles! Ya perdieron. No quieran asaltarme.
¡Tontos! ¡Ridículos! Éste es sólo un desfallecimiento
pasajero. ¡No protesten contra lo irreversible! Me
dejé impresionar sólo unmomento, siempre he sido
precipitada, nunca prudente.Ahora ustedes se van ¡y
muy bien, idos!”
Los subieron penosamente al camión. Ellos no se
dejaban, todavía se debatieron con sus patas sueltas.
Yo ya no sentí nada. Puse mi nombre con firmeza en
cada uno de los recibos extendidos sobre el tablero.
Después arrancaron como dos paquidermos. ¡Qué
torpes son los camiones de mudanza, Dios mío. En
su interior asomaban los objetos. Les vi la cara, hice
mal (las consecuencias vendrán más tarde), y me
quedé parada en la acera un largo rato, muy largo,
cansada, hueca, completamente vacía.

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