martes, diciembre 24, 2013

MANDRAGORA, POESIA NEGRA por BRAULIO ARENAS



La libertad, siendo nuestro único dominante poético, gravita con feroz censura por encima de nuestros actos, sin interesarse por la comprobación de una conciencia demasiado finalista o excluyente. Quizás nosotros podemos tener la noción del espacio recorrido en una breve certidumbre de la poesía, si cerrando los ojos retrocedemos al mundo regular de las encantaciones alucinantes, para recoger ahí, con miradas ávidas de misterio, las manifestaciones transitivas de su realidad. Y si fuera posible cerrar los ojos, con la misma resolución con que se toma un útil de labranza o un cuaderno, se pisaría la tierra firme por primera vez o se escribiría directamente del natural. Estos ejercicios ópticos, que en cierto modo pueden evitar la pereza o el hambre, sirven para correr por un rayo de luz con afán retrospectivo. Entonces ya no se sabe si se escribe o se mira, dejando a la mano el cuidado de reproducir un informe ajeno pero que nos pertenece. Casi seguramente estos informes pertenecen al género de los traspasos obligatorios, al cambio de una vida por otra. El hombre entonces, o el poeta, se ve en la necesidad de ser dirigido, de ser absorbido, de ser inspirado por un representante suyo que actúa desde su propio interior.
Y es, sin embargo, por intermedio de semejante servidumbre poética que se trata de adivinar, de soñar o de escribir lo que se
ha soñado, lo que se ha adivinado. El hombre, con desesperación, planea su propia fuga y, de semejante tensión de sus sentidos, deliberada o inconscientemente, nace la llama arrebatadora del dictado profètico, es decir, de la poesía. Donde se ve solamente el desborde de la naturaleza interior del hombre o donde se habla de desarraigados internacionales, yo amo a los que el tormento de un enigma obligó a preferir las encantaciones, la poesía o el sobrenatural terror, como medios simples para conseguir arribar a los primeros atisbos de su verdadero ser. Más allá de eso existe el límite infranqueable del silencio y la palabra.
Es para ustedes entonces, verdaderos camaradas situados en el nudo de las antinomias precisas de realidad y poesía, y casi yo puedo agregar que está por ustedes, los que sobreviven, realizada una de las primeras ideas que haya ambicionado, yo, la de desenterrar con el propio esfuerzo, con la propia imaginación, esa ave marina, esa planta nupcial que da la muerte al que se apodere de ella, la fascinante hada de los suburbios, la que canta canciones de infancia a la puerta de los prostíbulos y al pie de las horcas, y que sin embargo sabe, con un gesto, apartar esa mediocre realidad que la rodea, para dar la vida, la poesía, y el amor a los que cojan con verdadera desesperación frenética un útil de labranza o un cuaderno para arrancarla o describirla, y es con ustedes que puedo exhibir y hacer girar —riesgo y fascinación aparte— esa planta nupcial, símbolo eterno de la poesía negra, la planta de la MANDRAGORA.
Arriba de nosotros sólo reluce esa lámpara ferozmente defensiva, cuya eterna coloración obliga a los ojos a contemplar una quimera proporcionada por sus rayos —que para nosotros es de la realidad— una última manifestación de vida —que para nosotros es el primer fulgor—, un fenómeno de orden alucinatorio que no deja en paz ninguna de nuestras pasiones. Es ella la luz sin descanso de la poesía. Yo amo entrar a la zona de semejante paraíso llevado por el imán que se orienta desde mi sueño hasta los centros inexplorados aún de sus capas más profundas. Un determinado sueño no podría sino favorecer las altas conquistas de lo irreal desperdiciadas hasta ahora.
MANDRAGORA se publica en el preciso momento que la frase de Mallarmé alcanza su más refulgente claridad: “Se debe por ejemplo asombrarse que una asociación entre los soñadores, que residan ahí, no exista en toda gran ciudad para subvencionar un periódico que anote los acontecimientos bajo la luz propia al sueño”.
Que el impulso de la sumersión en el hondo sueño sea la voz de partida, la voz de alarma. Ahí nuestra vida se desarrollará en una vuelta a través de una estatua, de un árbol inmenso. Hemos perdido el hilo conductor, el cuerpo auditivo, en la misma puerta de entrada. Sin provisiones, con sed y hambre moral, se recorre el desierto donde los camellos petrificados huelen a la distancia los horizontes sin aduar, sin oasis. Esas figuras privadamente amorosas que nosotros vemos huir a cada corriente del agua, pueden ser reproducidas si nos albergamos provisoriamente en cualquier castillo errante. El sentido físico de la inestabilidad no es por cierto aquel que nos domina cuando intentamos la empresa poética de recoger algunos albores de esa luz irreconocible.
Para referirse a la poesía es necesario que se apodere de nosotros ese furor sagrado inaprehensible por la memoria. Esto es lo que la hace ser dueña de un campo más ilimitado que los de la realidad; (yo confieso que semejante afirmación no contradice la tesis dialéctica que yo defenderé siempre, la que se refiere a la primacía de la materia sobre el pensamiento) y por esa razón coloco en primer término, y como base de su sustento no menos evidente, el sentimiento de vida y muerte, el terror cósmico de la imaginación, el impulso instintivo de cortar los puentes, y la obediencia ciega a la ley del destierro dictada por uno mismo. Y aunque si ni siquiera ella mereciera ser acatada, bien la podemos soportar por ser la única traída desde el país de origen. Es el destierro la no menos frecuente de las agonías, de las contiendas. Y si yo defiendo la validez del terror como sentido poético, es porque él nos permite vivir en pánico, es decir, vivir alertas, vivir despiertos, vivir acechando lo desconocido a cada segundo.
Un aglutinante margen de realidad devora al misterio en lucha constante. He aquí una estrella boreal y un demonio tóxico que tratan de fusionarse, de mirar al pasado y al porvenir con la boca llena de profecías. Es la fábula constante de Tiresias. La poesía es nictálope, ya se recuerda. El placer entra ahí por derecho propio; la menor valla puede aumentar su poder destructor.
La simple noción de semejante realidad hace retroceder al hombre hacia los ocultos sentidos de los fenómenos irreales. Un día, esta perpetua oscilación de los caracteres de la vida habrá de llegar a su punto de máxima ruptura, y se luchará dentro y fuera del organismo humano, como en una suerte de reflejo sobrenatural. Hasta ahora fracasaron ruidosamente las conciliaciones. Se volverá, pues, a elegir los nombres vanamente queridos y aborrecibles de poesía, libertad, unidad y placer, dándoseles otros significados; es decir, una clasificación verdadera. La conciencia no firmará ya nunca esos decretos de su capricho y de su tiranía. Y si aún se tratara de caprichos o movimientos inesperados de la razón, se podría ver ahí una suerte de inesperada renuncia. Pero no siendo el gran juego, para la realidad, otra cosa sino la orden imperativa, la adulteración y la masacre de la imaginación, se habrá de aceptar combatirla incluso con las armas que están a su servicio. Contraviniendo el principio matemático se puede afirmar que la poesía pesa más que la memoria que desaloja.
Pero la irrealidad, la magia, la pureza, el placer, la poesía, el terror, la libertad, la vida y la muerte, deben permanecer como enigmas constantes propuestos a los hombres. Que vuestra mano de media noche tome convulsamente el lápiz veloz y no haya alivio para vuestros sentidos durante esa faena manual de poesía. Que unas alas se arrebaten vuestras espaldas, que unas huellas se apoderen de vuestros pies, y que el fuego incendie la epidermis de azufre del corazón para dejarlo; en una libertad interior. Suponed que todo ha terminado ya, y que en un páramo de hielos se alza de improviso la imagen de vosotros, en toda su desnudez con sus horribles quimeras, con su pasado de ángel y demonio fugaces, con todo el fuego y todos los arco iris en la superficie. Aún en la soledad se temblaría, hombres. Aún en la opinión del hielo se buscaría censuras. Pero el poeta trabaja ahí sitiado por el hielo y el fuego —con sus instintos de especie, con sus visiones sobrenaturales y afrodisíacas. Tantos siglos de trabajo congelado le dieron la orientación y la videncia. Con regularidad caen sobre él las fuerzas desarraigadas del universo, pero él eligió la peor parte. Que vuestro lápiz corra por el pergamino del cerebro —un puño golpea ahí con desesperada mudez. Nada importa que vuestra poesía sea el vocabulario del durmiente. He aquí el terror, la muerte por asfixia, la mujer amarrada a los cuatro horizontes y desgarrada físicamente. He aquí el nombre repentino de POESIA con su fugacidad desgarrante, Ella es NEGRA como la noche, como la memoria, como el placer, como el terror, como la libertad, como la imaginación, como el instinto, como la belleza, como el conocimiento, como el automatismo, como la videncia, como la nostalgia, como la nieve, como la capital, como la unidad, como el árbol, como la vida, como el relámpago.
Esa mujer que se desprende de la poesía, como una pluma del ala de una gaviota, cae al océano con apresurada serenidad, recorre los bajos fondos submarinos en afanoso trajín, y vuelve a la ribera convertida en la estatua de las Alucinaciones.
Busquemos en su aire, en su luz, que el placer propaga como el más absorbente de los cielos, como el imán del terror. La posibilidad de los instintos que brotan puramente de su tierra de orí- gen, se engrandece en esta libertad única. Seguramente la efervescente daga de la irrealidad, que recorre en implacable vigilancia las venas de los hombres, fue orientada a los centros nerviosos para exasperarlos y hacerlos tenderse con miradas y oídos activos, en un trabajo de compensación, donde se'cambia terror con amor, sangre por poesía.
Un semejante grado de voluntad sin voluntad, una resolución franca y feroz, que arrastra todas las leyes convencionales de los hombres y anula estas de la naturaleza, lleva a la poesía negra a su más alto límite, donde lo moral y lo inmoral, el crimen y la vida honesta, son palabras sin ideas, juego eterno, dualismo tenebroso y automatismo sin control. La vida misma se sale de la estatua que le asignaron por residencia, y vuela quemando las fronteras de la razón, en un viaje ciego pero alucinatorio, llevando tras de sí a un muñeco de huesos y carne que nada sabía de la faz esotérica del subconsciente. Es un viaje de encantos que, afortunadamente, dura todavía. Esa guerra civil interior, en la que los vencidos vencen, rechaza los armisticios.
He hablado cinco o seis veces aquí del terror. Si se pretendiera escribir un poema bajo su imperativo, es necesario, durante el transcurso que dure su escritura, tener presente la definición de él: “El terror es el sentimiento instintivo del hombre, que le empuja a buscar, alejándose de toda preocupación inmediata, la raíz genérica de su destino en las fuentes secretas del subconsciente, y encontrar ahí valiéndose del hilo conductor de la poesía, la relación estrecha entre su vida y los fenómenos del sueño, de la videncia, de la locura, etc., que se escapan a un control diario, empleando para ello, y como soluciones POETICAS, todos los recursos que tenga a su alcance, como ser el delirio, el automatismo, el amor, el azar, el crimen, y en general, todos los actos sancionados por la ley, por la medicina y por la religión”.
El terror puede convertirse en un simple hecho anecdótico, más natural que la quema de un árbol por el rayo, si los hombres pretenden erigirle en símbolo de encrucijada diurna. Es preciso resguardarle de esas ficciones que son finalidades demasiado útiles o atrayentes. Se le prefiere cuando dotado de los bebedizos sentidos del subconsciente, de los lapsus, de la maravilla, de la libertad, de la justicia, de la moral, de la subversión, se transforma en el ropaje más sensible, más nervioso, más alucinante, tanto que nos es imposible desvestimos de él, sin ponemos al desnudo completo, sin que haya la menor epidermis por defensa. No es el descanso después de la pelea, como se comprenderá. Antes bien, es preciso paralizar las cascadas para no aprovecharse de la electricidad por segunda vez, sacudir nuestro cuerpo hasta la náusea para que vuelen todos los pájaros anunciadores. ADENTRO SE SANGRA CON TRABAJO, he dicho en otra parte. El hombre, perdido, deslumbrado, desterrado del paraíso (¿de qué paraíso?), proscrito por sus semejantes, llegado al punto de fusión de la muerte y poesía, no repara en medios para seguir adelante. Es la aparición de un espectro en una vía pública. Arriba de nosotros ya no relampaguea esa lámpara ferozmente defensiva de las dudas terrenas. Yo juro que esto se hace por necesidad. Es fácil poner en evidencia los antecedentes de la Poesía Negra, si miramos hacia los fenómenos del SURREALISMO, el único enunciado que haya tenido hasta hoy la fuerza capaz de asimilar todas las manifestaciones del inconsciente y rendir al hombre un servicio liberador.
¿Ese estímulo, ese sonar de llaves, no es lo que me convence ahora que nada me está prohibido, y me permite esperar todo de un mundo de grandes reparaciones?
Del misterio, que es al desorden lo que es el sol a una mancha de tinta, el surrealismo extrae la resolución de las antinomias del sueño y la vida, del terror y el placer. Pues, por mucho que hasta ahora se haya pretendido afianzar un sueño en la vida, dándole patente de transeúnte, siempre su acento será extranjero y su mirada será de recién llegado a una playa desconocida. Todos los bellos intereses de la realidad estarán en peligro —cuando hubiera sido tan simple una coordinación de ellos— y en oposición a los del sueño.
¿Entonces, de dónde proviene esa feroz necesidad de hacer coincidir los pasos de la vida con las huellas de lo que se cree ser, equivocadamente por cierto, una falsa memoria? ¿Quién es el que duda de sus propias armas y da ventajas a las ajenas? Por supuesto que no es el sueño, ni la Poesía Negra, quienes, desinteresadamente, se han prestado para que se los convierta en símbolos, de un símbolo, los que han permitido un empleo deformante. “Aun en sueño yo prefiero caer”, asegura con toda la oportunidad André Bretón.
Sí, caer de un sueño a otro y otro, como por una suerte de caja de repetición, para encontrar en el fondo de ella—envuelta en telas negras y que son sin embargo fosforescentes— una pequeña planta nupcial, MANDRÀGORA mía.





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