A Alberto Pulido Silva
El hombre levanta la vista de los papeles. Lleva tantas horas inmerso en la batalla. Está mareado. Tantos
héroes. Tantos muertos. Tanto tiempo. Tantos años viviendo historias. La espalda le duele, las letras se le mezclan, los nombres se le olvidan. Hay un escudo... El mundo fraguado en una rodela de triple cenefa brillante y reluciente, con una abrazadera de plata. Dos ciudades de hombres dotados de palabras. Él también está dotado de palabras que se le secan en la garganta. Unas bodas. Unos ejércitos. Jóvenes entre viñas de oro sostenidas por varas de plata. Doncellas que danzan. En la orla del sólido escudo, la poderosa corriente del río Océano. ¿Hace cuánto que estuvo frente al mar? La cabeza le zumba como enjambre libador de dulce miel. Quién fuera Aquiles, el de los pies ligeros. El que tiene en su poder la historia.
El hombre escucha el trajín de sus compañeros; el cerrar de los libros; el alinear de los papeles; la prisa. Es hora de irse. De suspender la historia hasta maña-na, de olvidar el brillo de la guerra y volver a esa otra historia, la propia. Se despoja de las fundas negras que protegen las mangas, como quien se despojara de los aparejos bélicos, agotado después de una larga refriega. Sus ojos van desde la madera del piso, hasta la altura del techo. Los techos altos dan una mínima sensación de libertad, no pesa el cielo raso sobre las espaldas. Sólo la fatiga.
El hombre vuelve a sus papeles, mientras Aquiles ha desenvainado la aguda espada, grande, fuerte, que lleva en el costado. Y encogiéndose, se arroja como el águila de alto vuelo y se lanza a la llanura, atravesando las pardas nubes, para arrebatar la tierna corderilla o la tímida liebre. ¿Será que el hombre ha sido una tímida liebre que huye entre los matorrales? Y ahora ni siquiera las piernas tienen el vigor para mover-se con soltura, ni sus ojos tienen ya la claridad para mostrarle el camino.
El hombre limpia su escritorio de todo vestigio que delate la presencia de otros mundos, y se lleva las manos a la cabeza. Mira a su alrededor, todos se dicen esas últimas palabras de despedida. Se ríen. No se atreve a acercarse, los viejos siempre molestan y hoy no está dispuesto a hacer el esfuerzo. Se siente mal.
El hombre se ajusta el saco y estira los pantalones, intentando borrarles los pliegues. Tantas horas frente al escritorio han dejado su huella. Se aclara la garganta y les hace a sus compañeros un ademán de despedida. Aquiles y Héctor dormirán en el campo de batalla. Cuando aparezca la aurora de rosados dedos, el combate va a decidirse. Será hasta entonces que las galeras sigan lanzando el oscuro reflejo de su tinta. Algunos devuelven el ademán y otros siguen absortos en una charla que no interrumpen.
El hombre siente un ligero mareo al ponerse de pie. Es sólo un instante. Escucha las campanas de la catedral. Siente torpeza en las piernas. Tanto tiempo sin moverse. Hora tras hora. Día tras día. Y el trabajo que debe estar listo pronto. Tal vez, piensa, en este mismo cuarto otro hombre también se sintió Aquiles. Entonces quizá no era tan difícil imaginar la batalla; la ciudad, el país, habían estado levantados en armas tantos años; quizá ese otro corrector participó en alguna escaramuza. La Revolución es ahora una palabra ajena, casi olvidada.
El hombre empieza a andar por la calle, a recuperar las fuerzas de ese cuerpo amodorrado. Aquiles el de los pies ligeros. Es un claro atardecer de otoño. Decide cruzar la Alameda para tomar el metro desde allí. No tiene prisa. El aire y el movimiento devolverán a sus piernas un poco de fuerzas. Y luego tanta gente. Tantos rostros desconocidos. No es Aquiles, ni le brotarán alas a sus pies como a Mercurio. Se conforma con poder caminar erguido, sin tropiezos. Las estatuas y la fuente. Los árboles, las ardillas, o ¿eran liebres? ¿Cuántos años queda erguido un ahuehuete? Pero ésa es otra historia, tan lejana como la guerra de Troya. ¿Cómo habrá sido la ciudad que caminara ese otro hombre también hundido en batalla de galeras? Los árboles y los edificios permanecen. A veces.
El hombre decide sentarse un momento en alguna banca. Cuántas vidas se han detenido a recobrar una fracción de sosiego en ese sitio. Cuántas parejas se han declarado su amor, ahora entre impúdicos alardes. Cuántas miradas de soslayo. Cuántos cuerpos fatigados. Cuántas piernas jóvenes mostrándose sin recato. Cuántos deseos tejidos en la trama perpetua de los sueños. Ve a lo lejos a alguien que extiende un enorme corazón. El corazón de Jesús con los brazos abiertos. El ir y venir de tanta gente. De tanta gente que no conoce, que no lo mira. Alguien se ríe con fuerza, como si el mundo le perteneciera. Como si fuera dueño de la historia. El amor de Aquiles detuvo al tiempo.
El hombre vuelve a emprender la marcha; observa las aves que se agitan antes del reposo, que cantan antes del silencio, que se reconocen frente al ocaso. ¿Cuántas generaciones de gorriones habrán revoloteado entre aquellos ojos absortos también en la tinta de esa batalla milenaria y este otro par de ojos que mañana continuará la faena? El tiempo pasa, la historia permanece. La imaginación de los jóvenes se regalará con este libro que pronto tendrán en sus manos, ese libro que él debe revisar tan minuciosamente, como habrá sido revisado el otro, con esa misma historia, hace ya casi setenta años, mientras Vasconcelos iba en busca de su propia Ítaca.
El hombre desciende las escaleras bajo tierra. Vulca-no fraguó en el Hades un maravilloso escudo para Aquiles, que refleja tantas historias. Tantos personajes sujetos en el metal. Otro mundo palpita bajo la superficie. El hombre lo mira transcurrir mientras descien-de. Ese fuerte dolor de cabeza. El desplazamiento de hombres y mujeres. El ruido. El convoy parte en el instante en que el hombre alcanza la plataforma. El lugar se vacía de momento. Tan de momento. En un parpadeo la estación vuelve a colmarse. La gente vuelve a apretujarse. El sitio ocupado tantas veces, como si en verdad, nunca dejara de estarlo, como si la gente permaneciera ahí eternamente. Mira el oleaje humano al tiempo que se le incorpora para tomar el tren que se aproxima. El movimiento de la muche-dumbre lo marea.
El hombre sabe que pronto llegará a casa a olvidar ese dolor de cabeza. Ha tenido la suerte de conseguir un asiento, que no está dispuesto a ceder. Al diablo con la cortesía, viejo resabio del pasado. Cierra los ojos; pero eso acrecienta su malestar. Piensa en las noches que borracho se ha echado sobre la cama, mientras el techo y las paredes de su cuarto se ponen a danzar con desenfreno. Faltan cuatro estaciones hasta la suya: Centro Médico. Terremoto. La ciudad que cambió de rostro. Todos cambiamos de rostro con el tiempo. Pero no con esa horrenda rapidez tan asesina. Deben haber sido menos los guerreros que sucumbieron en Troya. Y sin embargo, aún conmueven sus hazañas; pero conmueven con la lejanía de un lector que las vive al cabo de los siglos. Y sin embargo, la historia está presente, no como la otra, claro, la de su ciudad. Su vista baja por las piernas de la joven sentada frente a él. Qué tiempos, Señor, qué modas. Pero sus ojos siguen clavados en esa carne fresca, dura. Así deben haber sido las piernas de Briseida; por eso la cólera de Aquiles.
El hombre se arrellana en el asiento. Su mano cae sobre la superficie. El tacto parece sorprenderse de la trama de bejuco. El malestar engaña los sentidos. Piensa que no había reparado en la cinta que rodea la frente de la mujer, en la blancura de los guantes que le ocultan las manos. Su vista se dirige a la ventanilla, y ve pasar la calle lentamente. Pero si el metro en esa línea camina por debajo de la tierra. Si va por esos túneles cavados allá abajo. Por ese mundo subterráneo. En su desconcierto presta atención a las voces que murmuran a sus espaldas. Alcanza a escuchar unas cuantas palabras: “El Primavera termina...” No oye más; pero su instinto de corrector lo hace estremecerse ante un error de género tan obvio. Debe llegar pronto a casa, antes de que el dolor de cabeza le tienda más trampas. Debe estar enfermo. Debe tener fiebre. La fiebre altera los pensamientos. Recuerda vagamente que hay una grave epidemia. Quizá se ha contagiado. Entre tantas horas de lectura y tanto malestar, las ideas se le confunden. Sus ojos lo traicionan.
El hombre desciende del tranvía. Alza la vista hasta el letrero de la calle: Calzada de la Piedad. Debe acelerar el paso. Llegar a casa. Camina. Camina. Justo al pasar frente a las rejas escucha el sonido sordo de un campanazo. Toma por la avenida. Observa las figu-ras, el blanco mármol de las construcciones. Debe darse prisa. Sus pasos lo llevan hasta el montón de tierra removida, hasta el hueco recién cavado. Sus ojos quisieran deletrear el nombre de la placa. Debe ser la fiebre, se dice, mientras cae.
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