En 1935, Juan Emar (Alvaro Yáñez Bianchi. 1893-1964) publicó tres libros: Miltín 1934, Ayer y Un Año; a los que la entonces Editorial Ercilla agregó, en 1937, Diez, obra que fue reeditada en 1973 por la Editorial Universitaria, con prólogo de Neruda. Nada especial ocurrió con aquellas ediciones de los años 30. Hasta 1973, Emar fue un desconocido. Contando, por su posición, con innumerables relaciones en Chile y en países extranjeros, anduvo entre la gente vestido de incógnito. No tenía ese carácter un sí es no es desvergonzado que parece indispensable para alcanzar éxito en algún campo, sobre todo en la carrera de las letras. Con la segunda edición de Diez, en 1973, observamos la desproporción que significaba la nombrada internacional del “boom latinoamericano”, mientras Juan Emar quedaba en la sombra dentro de su propia patria. Conformémonos. Juan Emar no sufrió por su anonimato ni tampoco dejó de crear. En 1973 el crítico Ignacio Valente batió palmas por la aparición de Diez en su edición de la Universitaria. No contento con ello, agregó en "El Mercurio” dos certeros y tajantes comentarios. Cosa inusual en un crítico: no temió errar. Su elogio fue sin reserva. A partir de esos artículos, varias casas editoras extranjeras se interesaron por la obra de Juan Emar. Ahora Ediciones Carlos Lobié, acaba de publicar en Buenos Aires la primera de tres panes de todo lo escrito. Son poco más de 300 páginas de la obra completa (que sobrepasará las 5.000 páginas) cuyo título general es Umbral.
Conozco solamente los cuatro primeros libros que mencioné en este artículo. Aquí sólo me cabe limitarme a nombrar las casas editoras que publicaron los libros de Juan Emar: Ercilla y Universitaria, en Chile; Carlos Lohlé, en Argentina. Y nombrar, también, en los que pregonaron sin reservas la magnitud creadora de Juan Emar: Braulio Arenas, Neruda, yo mismo y José Miguel Ibáñez, que no vaciló, en todos sus artículos, en estimarlo genial. “...Su genialidad extraordinaria, que debía haberlo convertido en el gran narrador chileno de este siglo” (...) “No me resisto a hacer ciertas comparaciones” (...) “Ya Neruda fue delante de nosotros, parangonando a nuestro Juan Emar nada menos que con Kafka” (...) “Me animo a forjar otra, en relación a Pirandello” (...) “Cabría también relacionar a Juan Emar con Proust por el tratamiento obsesivo que da al problema del tiempo y de la memoria” (...) “Yaún de Joyce cabría hablar aquí...” (...) “Y tampoco estaría de sobra el nombre de Sartre, por el intento afín de crear una novela metafísica cuyo transcurso narrativo encierra toda una ontología” (...) “Juan Emar es quizá el único narrador chileno de este siglo que puede traducirse, editarse y leerse con verdadero interés fuera de Chile”. Exacto. No hay exageración.
C^on evidente connotación filosófica, los lingüistas modernos asignan al habla una función principalmente comunicativa. Tanto en los libros especializados como en los más elementales empleados en la educación escolar se pesquisa con insistencia ese mecanismo, señalando en todo análisis de textos, al destinador, al destinatario y al mensaje. Nada podría objetarse al esquema, salvo que hay un tipo de lenguaje que reclama para sí un tratamiento mucho más sutil: la poesía.
Mientras los lingüistas clasifican los tres tipos de funciones del idioma: la emotiva, la conativa y la referencial, constituyendo la segunda la paradigmática, a mí me parece que hay que sugerir otra: y que es la perteneciente a la poesía. Para los lingüistas, la función conativa define con mayor propiedad al habla: es aquélla en que un sujeto hablante (el destinador) se comunica con otro, que es el destinatario, y su intención medular, aparte el contenido del mensaje, es principalmente el comunicarse: establecer el vínculo por medio de las palabras. Como variedad —elemental, por cierto— de esta función conativa cita Jakobson a Malinowski, quien observa el hablar de tribus primitivas y el primer “hablar” del niño: que es exclusivamente un intento de “establecer la comunicación: verificar el circuito”. Malinowski califica ese lenguaje como “de función fática” (nótese que no es “fáctica”), y también lo atribuye a los pájaros del tipo “parlanchín”. La verdad es que todo grito o canto de pájaro, sea cual fuere su especie, generalmente es “fático”, y su intencionalidad, si bien es la de establecer la comunicación, también alcanza a tener una significación distintiva; agresiva, encantatoria (a la hembra), etc... Pero por otra parte, existen cantos y gorjeos despojados de todo mensaje, y no involucran ninguna intención de comunicarse: por ejemplo, el canto del ruiseñor: canto que es mucho más variado y hermoso cuando se desenvuelve como juego, al margen de toda intencionalidad de naturaleza vital o biológica y de todo diálogo. Ese canto lúdico no ejecuta ninguna función fática, ni conativa. Es gratuito en cuanto a objetivos utilitarios y es extraordinariamente libre y creador.
La poesía, pues, es un lenguaje —no siempre en todas las obras ni en todos los autores— absolutamente carente de función conativa. Puede darse con función emotiva, o con función referencial, pero la función conativa no es evidente, por mucho que todo tipo de poesía se dirija a otros.
Ahora bien: aunque exenta de intencionalidad comunicativa, nace, eso sí, de la necesidad de un hombre (el poeta), de establecer esta clase de comunicación: entre una masa amorfa de sentimiento y de pensamiento preparlante, que embarga, inicialmente al poeta, y su progresivo constituirse en palabras, y luego, en una entidad lingüística, totalmente autónoma: el poema. El vínculo al que se ve compelído a establecer el poeta es aquel que liga a su conciencia íntima con "la conciencia de su conciencia”, para cuyo efecto las palabras en su selección y organización se convocan y conforman moldeadas por el primer espíritu, eso que tradicionalmente es llamado inspiración.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario