lunes, junio 06, 2011
LAS PIRAMIDES DE EGIPTO por CESAR VALLEJO
París, febrero de 1926
ANDRÉ BRETON cuenta en su Manifiesto del superrealismo, que Philippe Soupault salió una mañana de su casa y se echó a recorrer París, preguntando de puerta en puerta:
—¿Aquí vive el señor Philippe Soupault?
Después de atravesar varias calles, de una casa salieron a responderle:
—Aquí.
Un detective que figura en una novela de Chesterton, empeñado en encontrar el asilo de un criminal, dio con él, guiado y atraído de ciertos detalles raros que ofrecía esa casa en su arquitectura.
Un día que salía yo del Louvre, a un amigo que encontré en la puerta del Museo, y me preguntó a dónde iba, le contesté:
—Al Louvre.
Lo de Bretón, lo de Chesterton y lo mío indican claramente que los lugares no siempre están situados donde los hemos visto, sino que ellos saben andar y burlarse de nuestros ojos. Solemos entonces llegar a ellos, alumbrados por todo lo
que vosotros queráis, menos por la perspectiva inmediata que tenemos a la vista.
Por otro lado, bueno será recordar que Colón, según relata el biógrafo André de Loffechi, obtuvo por primera vez la ubicación geográfica
de América, entrando a su dormitorio, en Génova.
"Si en lugar de entrar a su dormitorio, observa el señor Loffechi, Colón sale al jardín, pongamos por caso, no habría seguramente ubicado en su pensamiento el entrevisto hemisferio..."
Otros grandes descubrimientos, en la historia como en la geografía, obedecen, sin duda, al mismo género de banales peripecias, deserciones absurdas entre la subconsciencia y el dato de la realidad, o casualidad, como queráis llamarlas. De ellas se han servido y se sirven, sin darse cuenta, aun los propios hombres de ciencia positiva, tales como los físicos, químicos, naturalistas. Nadie nos
podrá discutir, por ejemplo, que M. Murquet de Vasselot se valió, acaso sin quererlo, de alguna voltereta en su cama, para descubrir el principio científico según el cual algunos bronces chinos de la época de la dinastía de Dsing, mantienen una coloración azulada al contacto del aire. Oberkampf
también ha debido echar mano a parecida maniobra inconsciente, para descubrir el simbolismo de ciertas telas persas halladas en el curso de una reciente expedición arqueológica.
En el fondo, no se trata de otra cosa que de modos de intuición tan antiguos como el mundo, pues ellos se hallan, en tales o cuales formas y más o menos tácitos o expresos, en la psicología de todas las razas, salvajes o civilizadas. En ciertas
aldeas serranas del Perú, los muchachos en sus juegos suelen decidir de una duda o suscitar un aporte de esta clase de milagros, si así podemos llamarlos diciendo, verbigracia: "El primero que llegue de la calle sabrá dónde está la cometa".
Otras veces, uno de los pequeños exclama, de buenas a primeras, en un grupo que ha lanzado una pelota al techo: "Voy a guardar mi libro y verán que así hago caer la pelota". Traigo estos ejemplos infantiles, porque es entre los niños que tales mé-
todos heroicos de aventura creadora o de descubrimiento, son más frecuentes. Entre los niños y entre los locos. Entre los hombres no, porque los hombres tienen la inclinación a ir sobre seguro, esto es, por las vías inmediatas de la realidad lógi-
camente practicable. Los hombres son muy maliciosos y demasiado prácticos, para fiarse de tales aventuras de intuición de que tratamos.
Los egiptólogos Rowe y Greenless que, bajo la dirección de M. George Reisner, venían realizando importantes exploraciones arqueológicas en las grandes pirámides del Nilo, acaban de descubrir valiéndose, a no dudarse, del procedimiento del detective chestertoniano, una espléndida tumba milenaria, la del faraón Senefrú, que reinó na-
da menos que veinte siglos antes que el zarandeado Tut-Ank-Amón. ¿Quién nos puede discutir que Rowe y Greenless no han actuado de verdaderos
detectives en pos de Senefrú, azogado personaje inasible entre las entretelas múltiples del tiempo y de la fábula? Pues, como hemos dicho ya, los lugares —tumbas o cunas— suelen ambular en el espacio y en el tiempo y burlarse de los ojos del
historiador o del simple mortal. Los lugares son terribles. Saben jugar extraños juegos a escondidas, a tal punto que, como ya dijimos, para dar
con ellos no siempre debe uno guiarse de la perspectiva inmediata y visible, sino hay que saltar abismos inauditos, apelando consciente o subconscientemente truculentas aventuras y a cábalas y odiseas absurdas, como en el caso de Soupault,
como en Colón, como en tantos otros burladores
de la pobre lógica de los hombres.
Lord Carnavon, que descubrió en febrero de 1923, en presencia de la reina de Bélgica y del Príncipe Leopoldo, el tercer hipogeo funerario de Tut-Ank-Amón, padecía, según se ha sabido después de su muerte, de una misteriosa enfermedad
nerviosa. Su compañero de aventura arqueológica, míster Howard Cárter, refiere que el infortunado Lord, estando aún en Londres, antes de su hallazgo faraónico, cada vez que venía a sus narices algún olor a resina, sin saber por qué, se ponía mal
y tenía cavilaciones melancólicas. Entraba entonces a su biblioteca y abría sus volúmenes. Lord Carnavon sufría sin darse cuenta, de "aventura", de aventura de intuición. Hechos posteriores así nos lo demuestran. El propio mister Howard Carter, asistido del profesor Douglas Derry y del doctor Saley Bey Hamdi, al encontrar el otro día el sarcófago de oro macizo en que estaba encerrada
la momia de Tut-Ank-Amón, el héroe entresoñado y buscado por Carnavon, ha constatado que dicha momia se hallaba cubierta de una espesa capa de resina sagrada, que el calor habría derretido. Esta resina despedía un olor a infinito y a camino: el camino de Lord Carnavon hacia la momia remotamente situada en la Leyenda.
Por lo demás, el hallazgo de esta momia ha sido sensacional. Según M. René de Bruyère, él prueba tres cosas: primeramente, que los egipcios poseían un notable sentimiento del retrato, pues la figura grabada en la superficie del primer sarcófago se parece exactamente a la momia; en segundo lugar, el examen medical establece que Tut-Ank-Amón murió de 18 años de edad, sin que se sepa la causa de su muerte; y, en fin, el tercer sarcófago, vaciado en oro de una sola pieza,
vale un millón de francos, sin contar en ellos el valor del cetro, de la máscara, del buitre y la serpiente simbólica y de los miles de piedras preciosas que rodean a tan brillante cadáver.
Tales son a veces los resultados de las locuras colónidas. Otras veces no se va con ellas a ninguna parte.
Mundial, N° 302, Lima, 26 de marzo de 1926.
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