lunes, febrero 21, 2011
El cura de la iglesia de la esquina (fragmento de El Descuartizado) por RODRIGO RAMOS BAÑADOS
Me habían contado que al cura de la iglesia de la esquina de mi casa le gustaba agacharse desnudo y de espalda, ante un grupo de mocetones feligreses entre 15 y 21 años, delgados y duros de pecho. El cura de la iglesia de la esquina de mi casa imaginaba a un grupo de bailarines de ballet haciéndole una coreografía extraña, para después topetarles con su índice el pecho sudado y ya, con el dedo bien posicionado en el algodón áspero, bajarlo por el camino de la felicidad hasta el mástil.
No lo pensé, simplemente lo creí por fe.
Desde el día en que me lo contaron, lo difundí a todos mis conocidos.
Lo imaginaba arrodillado haciendo múltiples felatios, para luego en una habitación oscura castigarse con unos chicotazos en el lomo blanquizco por pervertido, por el pecado de la doble vida, por el pecado de la doble militancia, por el pecado de Marcel.
Comprobé que mis conjeturas sobre el cura sacaban más sonrisas que asombro, aunque yo buscaba esto último, tal vez por ingenuidad.
En el breve tiempo que conocí o compartí –reconozco las diferencias entre ambas palabras- con el cura Roberto, nunca preguntó mi impresión sobre él aunque era claro que yo, al igual que la mayoría del barrio, pensáramos lo mismo. Le hubiera contestado, en todo caso, que tenía la mejor imagen de su persona como representante de Dios en el barrio.
Un día una vecina llegó gritando que el cura había muerto. La cara se me calló. A la media hora reapareció contando que era un suicidio. La cara se me desfiguró. Media hora más tarde volvió diciendo que el cura se mató por amor. Yo no tenía la culpa. Fue en 1986, en esos invierno calurosos de antes.
Recuerdo bien el año, pero no el día. Fue el año de las protestas: los estudiantes de la Universidad del Norte yendo por Angamos con sus insultos y piedras toreando a los milicos que ponían sus mejores caras de perros. Recuerdo el ahogo picante de las lacrimógenas y las tanquetas de los milicos pasando frente a mi casa, frente a la universidad y a dos cuadras de la capilla.
En la entrada de la iglesia había una pequeña gruta donde sobresalía la figurilla de una virgen de yeso. Años después una barra brava decapitó a la virgen provocando la ira de los vecinos. Los diarios titularon como “sacrilegio”. Como esa barra brava, yo tampoco tenía respeto por ese fetiche mal hecho. Había visto vírgenes mejores. Varias veces había meado la gruta junto con un amigo. Lo hacíamos de noche, como a las diez. Disfrutábamos apagando las velas.
Un día el padre nos sorprendió con las pistolas en la mano (tal vez sintió el olor a pico). Quedamos congelados. No teníamos claro si habíamos cometido un delito. En el flashazo se nos aparecieron las caras de los pacos salvajes y de los presos esperando su turno. Se presentó como Roberto. Tenía las manos sudadas. Nos invitó a tomar una bebida.
Había un televisor recién comprado marca Sony y un VHS. Insistió que nos relajáramos mientras iba a la cocina. Nos sentamos en unos sillones –que también estaban nuevos por el plástico que los cubría- sin hacer mucho ruido. Imaginé al equipo de ballet durmiendo en las habitaciones. Eran las diez de la noche y algo.
-Me llamo Mirko-.
También le preguntó el nombre a mi amigo. La Coca Cola tenía poco gas. Era un jarabe malo. Quería saber de nuestros padres. Yo le dije que vivía con mi madre, que iba a la escuela y que me gustaba la película “La Guerra de las Galaxias”. Agarró una servilleta y se secó las manos. Sus dedos eran cortos y arrugados. Mi amigo tenía una familia normal.
-En la escuela me decían “Yedi yoda” porque coleccionaba las figuritas de “La Guerra de las Galaxias”. Era uno de mis varios sobrenombres. Había algunos que no me gustan como jorobado. Era por una mochila que me quedaba mal.
-Te puedo llamar Joaquín, si tu quieres- dijo con tono amigable mientras se arrancaba una uña de su meñique izquierdo.
-Así se llamaba el hermano de mi padre, era un buen hombre, muy religioso. Falleció a los 35 años en un accidente. No tuvo hijos-. Puso su mejor cara bonachona, como para darnos confianza y decirnos que simplemente éramos unos niños haciendo cosas de niños. Cuando nos llamó pensé que era para encerrarnos… se me ocurre que un baño para luego darnos con el chicote.
Me extrañó que a mi amigo no le pusiera un nombre, tal vez no le gustó. Claudio, mi amigo, era más bajo que yo, un poco más gordo y menos nervioso. La atención del cura estaba dirigida hacía mi. Se esmeraba por hacerme sentir especial, que me parecía a su hermano fallecido, que tenía cierto aire a niño europeo. Tengo los ojos claros, pero no era para decirme que podía pasear por las calles de Madrid como cualquier chico español. Ese guevón simplemente me quería cagar.
Etiquetas:
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