jueves, febrero 24, 2011

LA GUERRA Y EL UNIVERSO (FRAGMENTOS) por VLADIMIR MAIAKOVSKI





Es posible
que al tiempo-camaleón no le queden más colores.
Una sacudida más y volverá
a caer rígido y sin aliento.
Quizá la tierra
ebria de humaredas y batallas,
nunca más levante la cabeza.
Quizá... No,
eso no es posible.
Un día u otro el pantano
de los pensamientos
se hará cristalino,
un día u otro verá
el púrpura que brota de los cuerpos.

Y sobre los cabellos erizados de espanto
se retorcerá las manos, gimiendo:
«¡Dios mío
qué he hecho!»
No,
eso no es posible.
Cuídate, pecho,
del alud de desesperanza:
hurga y tantea en la dicha futura.
Mirad
Si queréis:
de mi ojo derecho
hago salir
un ramo de flores.
Pensamientos, multiplicad
esos pájaros barrocos. Cabeza
échate atrás de entusiasmo y orgullo.
Mente mía alegre y juiciosa,
mente constructora, construye ciudades.
En el alba de mis ojos luminosos marcho hacia
todos aquellos cuyos dientes aún rechinan de rabia.
Y tú, tierra, levántate
como millones de Lázaros...
¡Alegría,
alegría!
A través de las humaredas sorprendo
la claridad de los rostros. La primera en levantarse es Galicia,
entreabriendo su ojo machacado. Oculta en los pastos su fango desgarrado.
Descargándose del peso de los cañones,
unos tras otros alzan sus gibas
y lavan en el cielo su blanca cabellera ensangrentad;
los Alpes,
los Balcanes,
el Cáucaso,
los Cárpatos.
Y por encima de ellos, más alto todavía,
están los dos gigantes.
Uno de ellos levanta su cuerpo dorado
e implora:
«¡Acércate,
subo hacia ti desde mi lecho socavado por las bombas

Es el Rhin
que lame con labios empapados
la cabeza del Danubio tajeada por las minas.

Aun en las colinas, que se refugiaron
tras las murallas de China,
aun en las arenas donde Persia se pierde,
cada ciudad
que antes aullaba
al respirar la muerte,
ahora se ilumina.
Murmullos.
La tierra entera
entreabre sus labios negros.
Fuerte, muy fuerte,
como un grito huracanado,
se le oye decir:
«Jurad
que no segaréis más vidas!»
Y los huesos de los enterrados
salen de las tumbas cubiertos de carne.
¿Se ha visto alguna vez que piernas cortadas hayan buscado
a sus amos; que cabezas arrancadas les hayan llamado por su nombre? Ved cómo
un par de piernas vivas
corren en busca
de aquel cuerpo lisiado.
Del fondo de los océanos y de los mares,
ahogados vueltos a la vida navegan a la vela.
¡Oh sol!
¡Caliéntalos en tus manos,
lame sus ojos con la lengua de tus rayos!
¡Ahora podemos
reírnos en tus propias narices, viejo tiempo arrugado!
Sanos y salvos volvemos a nuestras casas.

Entonces,
por encima de rusos,
búlgaros,
alemanes,
judíos,
de todos,
en un cielo sereno,
incendiado
de un extremo a otro,
siete mil colores empezaron a brillar
siete mil colores de distintos arcoiris.
Por encima de los escombros,
por encima de batallones en fuga,
se oyó
un eco desconcertado: «¡A-ah!...»
El día que así nacía era tal,
que los cuentos de Andersen se pusieron
a reptar a sus pies como perros recién nacidos.
Ahora parece increíble
que yo haya podido andar
a tientas y sombrío,
por aquellas crepusculares callejuelas.
Hoy
una diminuta chiquilla recibe en la uña del meñique
más sol que el que hubo antes en todo el globo terrestre.
El hombre abarca la tierra con sus grandes ojos.
Ese niño
con su trajecito nuevo
es un niño grave
y, orgullosos, nos reímos de él.

Como sacerdotes
que para evocar el drama de la redención
se adelantan con la hostia, cada país
viene al hombre con sus presentes:
«De la vastísima América te traigo la fuerza,
la potencia de las máquinas.»
Yo te doy las cálidas noches napolitanas,
dice Italia.
El que se ahogue de calor,
que se abanique con la palma de las palmeras.
«Para el que se hiela en el frío del Norte,
aquí está el sol de África.»
«Para el que arde al sol africano,
estas nieves que bajan
de las montañas del Tibet.»
«Francia,
primera entre todas las mujeres,
trae el color púrpura de sus labios.»
«Grecia, sus jóvenes,
la desnudez perfecta de sus cuerpos.»
«Qué potentes voces son
las que mejor se aunan en un canto?
Rusia nos abre su corazón en un himno de fuego.»
«Hombres, Alemania os trae
su pensamiento tallado por los siglos.»
«De los subsuelos embebidos de oro, la India
os ofrece sus tesoros.»

«¡Gloria al hombre!
¡Gloria y vida al hombre,
por los siglos de los siglos!
¡A cada ser viviente,
gloria,
gloria,
gloria!»
¡Hasta quedar sin resuello!
Pero también llego yo.
Prudente,
enorme,
torpe.
Estoy magnífico
con la más brillante
de mis innumerables almas.
Me cruzo con los lisonjeros.
Me cruzo con la gente festiva,
—maldito corazón, no golpees asi!—
Es ella
que viene a mi encuentro.
«¡Buen día, querida!»
Acaricio
cada uno de sus cabellos,
rizados,
dorados.
¡Oh, qué vientos
de qué sur
han obrado el milagro del corazón que no muere!
Tus ojos florecen,
son dos claros en la espesura.
Como un niño contento
hago una cabriola.
Y en derredor todo sonríe.
Banderas.

Centenares de colores.
Todo pasa.
Todo se subleva.
Multitudes.
Cruzan.
Corren.
En cada joven la pólvora de Marinetti. En cada viejo la sabiduría de Hugo.
A la capital no le alcanzan los labios para sonreír. Todos
afuera de las casas, a las plazas, afuera.
De ciudad en ciudad,
como globos plateados hagamos sonar
la alegría
la risa
las campanas.
Es como para no comprender—
¿Es el aire
una flor,
un pájaro?
Todo canta
y perfuma,
todo es multicolor,—
y eso
alumbra el brasero de los rostros,
y la razón se emborracha con el más fino de los vinos.
No sólo los hombres de la alegría
han remozado sus caras;
los animales se han rizado la pelambrera,
los mares,
ayer enfurecidos,
hoy se tienden a nuestros pies.
Parece increíble que los mismos acorazados que ayer vomitaban muerte en esas calas
que hoy ya no recuerdan el olor de la pólvora, lleven a los tranquilos puertos cantidades enormes de trivialidades.
¿Cómo seguir temiendo los cañones?—
Aquellos
tan calmos
¿serían capaces de destrucción? Pacen
calmamente en un campo, delante de mi casa.
No es farsa
ni sátira—
en pleno mediodía,
juiciosos
y de a dos,
los zares camorristas
se pasean
bajo la vigilancia de las nodrizas.
Di, Tierra,
¿de dónde nos llega tanto amor?
Imaginad—
allá,
bajo un árbol,
alguien ha visto a Caín y a Cristo
jugando al ajedrez.


Tú no ves nada,
entrecierras los ojos, buscas.
Tus ojillos —como dos agujeros.
¡Ábrelos ya!
Mira:
mis ojos
son el portal abierto de una catedral.
¡Hombres!—
Queridos,
no queridos,
conocidos,
desconocidos,
pasad por ese portal en un vasto cortejo.
Y entonces el libre,
el hombre que yo llamo,
vendrá,
creedlo,
creedme.

1 comentario:

  1. Estoy muy contenta. Acabo de buscar estos fragmentos en mi librito de poemas de Maiakovski y los encontré. Aquí falta el PRÓLOGO y la ORDEN Nº 2 AL EJÉRCITO DEL ARTE. Que entusiasmo el de este hombre. Esa Galicia machacada, imagino que es la polaca, pero me conmueve igual. Razón por la cual creo que voy a iniciar una tradución galaica en diferido. Recibe un cordial y universal saludo desde Angola.

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