Denys Barry se ha ido a alguna región remota y espantosa que
desconozco. Estuve con él la última noche que pasó entre los hombres, y ol sus
gritos cuando ocurrió; pero los campesinos y la policía del condado de Meath no
llegaron a encontrarle a él ni a los demás, aunque batieron el terreno hasta
muy lejos. Y ahora me estremezco cuando oigo cantar las ranas en los pantanos,
o veo la luna en parajes solitarios.
Conocí bastante bien a Denys Barry en América, donde se había hecho
rico, y le felicité cuando compró nuevamente el viejo castillo junto al
pantano del soñoliento pueblo de Kilderry. Su padre procedía de Kilderry, y
allí era donde deseaba disfrutar de su riqueza, en medio de escenarios
ancestrales. Los hombres de su sangre habían gobernado en otro tiempo
Kilderry, y habían construido y habitado el castillo; pero esos tiempos
quedaban ya muy atrás, de modo que durante generaciones, el castillo
permaneció vacío y en ruinas. Después de su regreso a Irlanda, Barry me
escribió a menudo, contándome cómo iba levantándose el castillo gris, torres
tras torre, bajo sus cuidados, y recobrando su antiguo esplendor, cómo la
hiedra comenzaba a trepar lentamente por las restauradas murallas igual que
había trepado hacia muchos siglos, y cómo los campesinos le bendecían por
rememorar los viejos tiempos con el oro procedente del otro lado del océano.
Pero pasado un tiempo, surgieron los problemas, los campesinos dejaron de
bendecirle, y le rehuyeron como a la desgracia. Y fue entonces cuando me
escribió pidiéndome que le visitara, ya que se había quedado solo en el
castillo, y no tenía con quien hablar, salvo los nuevos criados y braceros que
había contratado en el norte.
La causa de dichos problemas estaba en el pantano, como Barry me contó
la noche en que llegué al castillo. Fue un atardecer de verano cuando puse los
pies en Kilderry, momento en que el oro del cielo iluminaba el verde de los
montes y arboledas y el azul del pantano, donde en un lejano islote
resplandecían espectralmente unas ruinas antiguas y extrañas. El crepúsculo era
muy hermoso, pero los campesinos de Ballylough me previnieron contra él, y
dijeron que Kilderry se había convertido en un lugar maldito, de modo que casi
me estremecí al ver los altos torreones del castillo dorados como el fuego. El
automóvil de Barry me esperaba en la estación, ya que Kilderry quedaba lejos
del ferrocarril. Los lugareños se habían apartado del coche y de su conductor,
que era un hombre del norte; pero hablaron conmigo en voz baja y con cara
pálida cuando vieron que iba a ir a Kilderry. Y esa noche, después de nuestra
reunión, Barry me dijo por qué.
Los campesinos se habían ido de Kilderry porque Denys Barry iba a
desecar el gran pantano. A pesar de todo su amor por Irlanda, América no había
dejado de influir en él, y detestaba ver desaprovechado el hermoso y vasto
lugar, cuando podía sacarse turba y roturar su tierra. Las leyendas y
supersticiones de Kilderry no le conmovieron, y se rió al principio cuando los
campesinos se negaron a ayudarle; luego le maldijeron, recogieron sus escasas
pertenencias, al ver su determinación, y se marcharon a Ballylough. Barry
mandó traer braceros del norte para que ocuparan sus puestos; y cuando le
dejaron sus criados, los sustituyó del mismo modo. Pero estaba solo entre
extraños, y esa era la razón por la que Barry me había pedido que fuese con él.
Cuando me enteré de cuáles eran los temores que habían movido a la
gente a abandonar Kilderry, me reí como se había reído mi amigo, porque estos
temores eran de lo más vagos, disparatados y absurdos. Se referían a cierta
leyenda ridícula acerca del pantano, y de un siniestro espíritu guardián que
moraba en las extrañas y antiguas ruinas del lejano islote que yo había visto
en el crepúsculo. Corrían historias sobre luces que danzaban en la oscuridad
cuando no había luna, y vientos fríos que soplaban cuando la noche era cálida;
sobre espectros blancos que revoloteaban por encima de las aguas, y de una
imaginada ciudad de piedra que había debajo de la pantanosa superficie. Pero
por encima de todas estas espectrales fantasías, y única en su absoluta
unanimidad, estaba la que hacía referencia a una maldición que aguardaba a
quien se atreviese a tocar o desecar el inmenso marjal rojizo. Había secretos
decían los campesinos, que no debían desvelarse; secretos que permanecían
ocultos desde aquella peste que sobrevino a los niños de Partholan, en los
fabulosos tiempos anteriores a la historia. En el Libro de los Invasores se cuenta que estos hijos de los griegos
fueron enterrados todos en Tallaght, pero los ancianos de Kilderry decían que
una ciudad fue salvada por su patrona la diosa-luna, de suerte que los montes
boscosos la ocultaron cuando las hordas de Nemed llegaron a Scythia en sus
treinta barcos.
Esas eran las fantásticas historias que habían impulsado a los
lugareños a abandonar Kilderry; y al oírlas, no me extrañó que Denys Barry se
hubiese negado a escucharlas. No obstante, él sentía un enorme interés por las
antigüedades, y propuso que explorásemos enteramente el pantano tan pronto
como lo hubiesen desecado. Había visitado con frecuencia las blancas ruinas
del islote; pero si bien era evidente que su antigüedad era muy remota y su
trazado muy distinto de los de la mayoría de las ruinas irlandesas, estaba
demasiado avanzado su deterioro para poder dar una idea de sus tiempos de
esplendor. Ahora, el trabajo de desecación estaba a punto de empezar, y los
braceros del norte estaban dispuestos a despojar al pantano prohibido de su
musgo verde y de su brezal rojizo, y a matar los minúsculos arroyuelos y las
plácidas charcas azules bordeadas de juncos.
Me sentía ya muy soñoliento cuando Barry terminó de contarme estas
cosas; los viajes del día habían sido agotadores, y mi anfitrión estuvo hablando
hasta bien avanzada la noche. Un criado me condujo a mi aposento, situado en
una torre apartada que dominaba el pueblo, la llanura que se extiende al borde
del pantano, y el pantano mismo; así que desde mi ventana podía contemplar, a
la luz de la luna, los mudos tejados de los que habían huido los campesinos, y que
ahora cobijaban a los braceros del norte, y también la iglesia parroquial con
su antiguo campanario; y allá lejos, en medio de las aguas melancólicas, las
ruinas antiguas y remotas del islote brillando blancas y espectrales. Justo
cuando me tumbé en la cama para dormir, me pareció oír débiles sonidos a lo
lejos; sonidos frenéticos, semimusicales, que provocaron en mi extrañas
agitaciones que tiñeron mis sueños. Sin embargo, al despertar a la mañana
siguiente, comprendí que no había sido más que un sueño, ya que mis visiones
fueron mucho más prodigiosas que el frenético sonido de flautas de la noche.
Influido por las leyendas que Barry me había contado, mi mente había vagado en
sueños por una majestuosa ciudad enclavada en un verde valle, donde las calles
y las estatuas de mármol, las villas y los templos, los relieves y las
inscripciones, proclamaban en distintos tonos el esplendor de Grecia. Cuando le
conté mi sueño a Barry, nos reímos los dos. Pero aún me reí más al ver lo
perplejo que tenían a Barry los braceros del norte: era la sexta vez que se
levantaban tarde; se habían despertado con gran torpeza y lentitud, y andaban
como si no hubiesen descansado, aunque sabíamos que se habían acostado temprano
la noche anterior.
Esa mañana y esa tarde vagué a solas por el dorado pueblo, deteniéndome
a hablar de vez en cuando con los abúlicos labriegos, ya que Barry estaba
ocupado con los proyectos finales para acometer la obra de drenaje. Y comprobé
que los labriegos no eran todo lo felices que podían ser, ya que la mayoría se
sentían desasosegados por alguna pesadilla que habían tenido, aunque no
conseguían recordarla. Yo les conté mi sueño; aunque no se mostraron
interesados, hasta que les hablé de los sonidos espectrales que había creído
oír. Entonces me miraron de manera especial, y dijeron que les parecía
recordar sonidos espectrales también.
Al anochecer, Barry cenó y me anunció que empezaría el drenaje dos
días después. Me alegré; porque aunque sentía que desapareciese el musgo y el
brezo y los pequeños arroyos y lagos, sentía un creciente deseo de conocer los
antiguos secretos que el espeso manto de turba pudiera ocultar. Y esa noche, mis
sueños sobre sonidos de flautas y peristilos de mármol terminaron de forma
súbita e inquietante; porque vi descender sobre la ciudad del valle una
pestilencia, y luego una avalancha espantosa de laderas boscosas que cubrió los
cadáveres de las calles, dejando sin sepultar tan sólo el templo de Artemisa,
en lo alto de un pico, donde Cleis, la vieja sacerdotisa de la luna, yacía fría
y muda con una corona de marfil en su cabeza plateada.
He dicho que desperté de repente y alarmado. Durante un rato, no supe
si dormía o estaba despierto, ya que aún resonaba estridente en mis oídos el
sonido de las flautas; pero cuando vi en el suelo el frío resplandor de la luna
y los contornos de una ventana gótica enrejada, supuse y comprendí que estaba
despierto, y en el castillo de Kilderry. A continuación oí que un reloj, en
algún remoto rellano de abajo, daba las dos, y ya no me cupo ninguna duda. Sin
embargo, seguían llegándome aquellos aires distantes y monótonos de flautas;
aires salvajes que me hacían pensar en alguna danza de faunos en la lejana
Maenalus. No me dejaban dormir; así que no pudiendo más de impaciencia, salté
de la cama y di unos pasos. Sólo por casualidad me acerqué a la ventana norte a
contemplar el pueblo silencioso y la llanura que llega al borde del pantano. No
me apetecía contemplar el paisaje, ya que quería dormir; pero las flautas me
atormentaban, y necesitaba mirar o hacer algo. ¿Cómo podía sospechar que
existiese lo que iba a ver?
Allí, a la luz que la luna derramaba en la amplia llanura, se
desarrollaba un espectáculo que ningún mortal podría olvidar después de
presenciado. Al son de unas flautas de caña que resonaban por todo el pantano,
evolucionaba en silencio, misteriosamente, una multitud confusa de figuras
balanceantes, girando con el mismo frenesí que danzarían en otro tiempo los
sicilianos en honor a Deméter, bajo la luna de la cosecha, junto a Cyane. La
ancha llanura, la dorada luz de la luna, las oscuras sombras agitándose y,
sobre todo, el sonido monótono de las flautas, me produjeron un efecto casi
paralizador; sin embargo, en medio de mi temor, observé que la mitad de todos
estos maquinales e infatigables danzarines eran los braceros a quienes yo creía
dormidos, mientras que la otra mitad eran seres extraños y etéreos de blanca e
indeterminada naturaleza, aunque sugerían pálidas y melancólicas náyades de
las fuentes encantadas del pantano. No sé cuánto tiempo estuve contemplando el
espectáculo desde la ventana de mi solitario torreón, antes de caer en un vacío
sopor del que me despertó el sol de la mañana, ya muy alto.
Mi primer impulso, al despertar, fue contarle todos mis temores y
observaciones a Denys Barry; pero viendo que el sol entraba ya por la enrejada
ventana este, tuve el convencimiento que carecía de realidad todo lo que creía
haber visto. Soy propenso a ver extrañas fantasías, aunque jamás he sido lo
bastante débil como para creer en ellas. Así que en esta ocasión me limité a
preguntar a los braceros; pero se habían despertado muy tarde, y no recordaban
nada de la noche anterior, salvo que habían tenido sueños brumosos de sones
estridentes. Este asunto de la música de flautas espectrales me atormentaba
enormemente, y me pregunté silos grillos habrían empezado a turbar la noche
antes de tiempo, y a embrujar las visiones de los hombres. Más tarde, ese
mismo día, vi a Barry en la biblioteca estudiando los proyectos para la gran
obra que debía empezar al día siguiente, y por primera vez sentí vagamente
aquel temor que había impulsado a marcharse a los campesinos. Por alguna razón
desconocida, me produjo miedo la idea de turbar el antiguo pantano y sus
oscuros secretos, y me representé visiones terribles bajo las tenebrosas
profundidades de la turba inmemorial. Me parecía una imprudencia sacar a la
luz estos secretos, y empecé a desear tener algún pretexto para abandonar el
pueblo y el castillo. Llegué incluso a hablarle a Barry de este tema; pero
cuando se echó a reír no me atreví a continuar. De modo que guardé silencio
cuando el sol se ocultó con todo su esplendor tras los montes lejanos, y
Kilderry resplandeció, completamente rojo y dorado, en una llamarada portentosa.
Nunca sabré con seguridad si los sucesos de esa noche ocurrieron en
realidad o fueron una ilusión. Ciertamente, trasciende cuanto soñemos sobre la
naturaleza y el universo; sin embargo, no me es posible explicar de forma
normal la desaparición que todos sabemos, cuando aquello terminó. Yo me había
retirado temprano, lleno de temor, y durante bastante rato no pude conciliar
el sueño en el inusitado silencio de la torre. Reinaba una gran oscuridad; pues
aunque el cielo estaba claro, la luna, muy menguada, no aparecería hasta altas
horas de la noche. Tumbado en la cama, pensé en Denys Barry y en lo que pasaría
con ese pantano cuando amaneciera, y sentí un deseo casi frenético de salir a
la oscuridad de la noche, coger el coche de Barry, huir corriendo a Ballylough
y dejar esas tierras amenazadas. Pero antes de que mis temores cristalizasen en
una acción, me había quedado dormido, y contemplaba en sueños la ciudad del
valle, fría y muerta bajo un sudario de sombras tenebrosas.
Probablemente fue el estridente sonido de las flautas lo que me
despertó, aunque no fueron las flautas lo primero que advertí al abrir los
ojos. Estaba tendido de espaldas a la ventana este que dominaba el pantano, por
donde se elevaría la luna menguante, de modo que esperaba ver proyectarse una
claridad en la pared que tenía enfrente; pero no la que efectivamente se
reflejó. Un resplandor incidió en los cristales de enfrente, aunque no era el
resplandor de la luna. Fue un haz rojizo, penetrante, terrible, el que penetró
por la gótica ventana, e inundó toda la cámara de un esplendor intenso y
ultraterreno. Mi inmediata reacción fue extraña en semejante momento, pero sólo
en la ficción se comporta el hombre de manera dramática y previsible. En vez
de asomarme al pantano para averiguar cuál era la fuente de esta nueva luz,
mantuve apartados los ojos de la ventana, completamente dominado por el pánico,
y me vestí atropelladamente con la vaga idea de escapar. Recuerdo que cogí el
revólver y el sombrero; pero antes de que todo terminase había perdido el uno
sin haberlo disparado, y el otro sin habérmelo puesto. Poco después, la
fascinación del resplandor rojo se impuso a mis terrores, me acerqué a la
ventana este y me asomé, mientras el sonido incesante y enloquecedor de las
flautas gemía, y se propagaba por el castillo y por el pueblo.
Sobre el pantano había una riada de luz resplandeciente, escarlata y
siniestra, que brotaba de las extrañas y antiguas ruinas del islote. No me es
posible describir el aspecto de dichas ruinas: debí de volverme loco, porque me
pareció que se levantaban incólumes, majestuosas, rodeadas de columnas, con
todo su esplendor, y el mármol de su entablamento reflejaba las llamas y
traspasaba el cielo como la cúspide de un templo en la cima de una montaña.
Sonaron las flautas estridentes, y comenzó un batir de tambores; y mientras
observaba aterrado, me pareció distinguir oscuras formas saltando,
grotescamente recortadas contra un fondo de resplandores y de mármoles. El
efecto era tremendo, absolutamente inconcebible; y allí habría seguido,
contemplando indefinidamente el espectáculo, de no haber sido porque la música
de las flautas, a mi izquierda, aumentaba cada vez más. Presa de un terror no
exento de un extraño sentimiento de éxtasis, cruce la habitación circular y me
asomé a la ventana norte, desde la que podía verse el pueblo y la llanura inmediata
al pantano. Allí mis ojos se volvieron a dilatar ante un prodigio insensato,
como si no acabase de apartarme de una visión que superaba la pálida
naturaleza; pues en la llanura espectralmente iluminada por el resplandor
rojizo desfilaba una procesión de seres cuyas figuras no había visto más que en
las pesadillas.
Medio deslizándose, medio flotando en el aire, los blancos espectros
del pantano se retiraban lentamente hacia las quietas aguas y las ruinas de la
isla en fantásticas formaciones que sugerían alguna antigua y solemne danza
ceremonial. Sus brazos balanceantes y traslúcidos, guiados por los sones
detestables de las flautas invisibles, llamaban con ritmo misterioso a una
multitud de campesinos que oscilaban y les seguían dócilmente con paso ciego,
insensatos y pesados, como arrastrados por una voluntad demoníaca, torpe aunque
irresistible. Cuando las náyades llegaron al pantano, sin alterar su dirección,
una nueva fila de rezagados tambaleantes como borrachos, salió del castillo
por alguna puerta al pie de mi ventana, cruzó a ciegas el patio y la parte del
pueblo que se interponía, y se unió a la serpeante columna de labriegos que
andaban ya por la llanura. A pesar de la altura que me separaba, en seguida me
di cuenta de que eran los criados traídos del norte, ya que reconocí la fea y
voluminosa figura de la cocinera, cuya misma absurdidad resultaba ahora indeciblemente
trágica. Las flautas sonaban de manera espantosa, y otra vez oí el batir de
los tambores en las ruinas de la isla. Luego, silenciosa, graciosamente, las
náyades se adentraron en el agua y se disolvieron, una tras otra, en el pantano
inmemorial; entretanto, los seguidores, sin detener su marcha, siguieron tras
ellas chapoteando pesadamente, y desapareciendo en un pequeño remolino de
burbujas malsanas apenas visible bajo la luz escarlata. Y cuando el último y
más patético de los rezagados, la cocinera, se hundió pesadamente y desapareció
en las aguas tenebrosas, enmudecieron las flautas y los tambores, y la cegadora
luz rojiza de las ruinas se apagó instantáneamente, dejando el pueblo vacío y
desolado bajo el resplandor escuálido de la luna, que acababa de salir.
Mi estado era ahora indescriptiblemente caótico. No sabiendo si estaba
loco o cuerdo, dormido o despierto, me salvó un piadoso embotamiento. Creo que
hice cosas ridículas, como elevar plegarias a Artemisa, a Latona, a Deméter y
a Plutón. Todo cuanto recordaba de los estudios clásicos de mi juventud me vino
a los labios, mientras el horror de la situación despertaba mis más hondas
supersticiones. Me daba cuenta de que acababa de presenciar la muerte de todo
un pueblo, y sabía que me había quedado solo en el castillo con Denys Barry,
cuya temeridad había acarreado este destino. Y al pensar en él, me embargaron
nuevos terrores y me desplomé al suelo; aunque no perdí el conocimiento, me
sentí físicamente imposibilitado. Entonces noté una ráfaga helada que entró por
la ventana este, por donde había salido la luna, y empecé a oir alaridos abajo
en el castillo. No tardaron estos gritos en alcanzar una magnitud y calidad
imposibles de describir, y que aún me produjo un desvanecimiento cuando
pienso en ellos. Todo lo que puedo decir es que procedían de alguien que había
sido amigo mío.
En determinado momento de esos instantes espantosos, el viento frío y
los alaridos me hicieron reaccionar, porque lo que recuerdo a continuación es
que corría por las negras estancias y corredores, cruzaba el patio y salía a la
oscuridad de la noche. Me encontraron al amanecer, vagando insensatamente cerca
de BalIylough; pero lo que a mi me trastornó completamente no fue ninguno de
los horrores que había visto y oído. De lo que hablaba, cuando salí lentamente
de las sombras de la inconsciencia, era de un par de fantásticos incidentes
que ocurrieron en mi huida; incidentes que carecen de importancia, aunque me
obsesionan incesantemente cuando estoy a solas en lugares pantanosos o a la
luz de la luna.
Mientras huía de aquel castillo maldito, bordeando el pantano, oí un
alboroto; un alboroto corriente, aunque distinto a cuanto había oído en
Kilderry. Las aguas estancadas, hasta entonces desprovistas por completo de
vida animal, hervían ahora de ranas enormes y viscosas que cantaban sin cesar
en unos tonos que no guardaban relación con su tamaño. Brillaban, hinchadas y
verdes, a la luz de la luna, y parecían mirar fijamente hacia la fuente del
resplandor. Seguí la mirada de una de ellas, muy gorda y fea, y vi la segunda
de las cosas que me hizo perder la razón.
Extendiéndose directamente de las extrañas y antiguas ruinas del
islote lejano a la luna menguante, percibí un rayo de débil y temblorosa luz
que no se reflejaba en las aguas del pantano. Y ascendiendo por el pálido
sendero, mi enfebrecida imaginación se representó una sombra delgada que iba
disminuyendo lentamente; una sombra vaga que se contorsionaba y debatía como
si fuese arrastrada por demonios invisibles. En mi locura, vi en esa sombra
espantosa un momentáneo parecido — como una caricatura increíble y repugnante—
, una imagen blasfema del que había sido Denys Barry.
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