domingo, septiembre 08, 2013

ODA MARCIAL por FERNANDO PESSOA


Innúmero río sin agua – sólo gente y cosas
¡pavorosamente sin agua!
Suenan tambores lejanos en mi oído
Y no sé si veo el río o si oigo los tambores,
¡cómo si no pudiera oír y ver al mismo tiempo!
¡Helahoho! ¡Helahoho!
La máquina de coser de la pobre viuda, a machetazos muerta...
Cosía por la tarde, indeterminadamente.
La mesa donde jugaban los viejos.
Todo mezclado, todo mezclado con cuerpos, con sangres,
Todo un río, una sola ola, un solo arrastrado horror.
¡Helahoho! ¡Helahoho!
Desenterré el tren de hojalata del niño, pisoteado en medio del camino,
Y lloré como todas las madres del mundo sobre el horror de la vida.
Mis pies panteístas tropezaron en la máquina de la viuda a machetazos muerta,
Y aquel pobre instrumento de paz hundió una lanza en su corazón.
Sí, yo era el culpable de todo, el soldado-todos-los-soldados
Que había matado, violado, quemado y destrozado.
Era yo, y mi vergüenza y mi remordimiento, con su sombra disforme,
Recorren todo el mundo, como Asuero;
Pero detrás de mis pasos suenan pasos con la dimensión del infinito.
Y un repentino pavor físico de encontrar a Dios me hace cerrar los ojos.
Cristo absurdo de la expiación de todos los crímenes y todas las violencias,
Llevo yerta la cruz dentro de mí, y me abrasa y desgarra,
Y todo me duele en el alma, extensa como un Universo.
Arrebaté el pobre juguete de las manos del niño, y le azote.
Sus ojos asustados de hijo mío que tal vez tendré y al que matarán también,
Me pidieron, sin saber cómo, toda la piedad por todos.
En el cuarto de la vieja descolgué el retrato del hijo y lo rompí.
La vieja, aterrada, lloró y no hizo nada...
De pronto sentí que era mi madre, y el soplo de Dios me recorrió la espina dorsal.
Destrocé la máquina de coser de la viuda pobre.
La viuda lloraba en un rincón sin pensar en la máquina.
¿Habrá otro mundo en el que yo haya de tener una hija que enviude y sufra todo eso?
Ordené, ya capitán, fusilar a los campesinos trémulos.
Y dejé violar a las hijas de todos los padres atados a árboles.
Ahora veo que todo sucedió en mi corazón,
Y todo abrasa y sofoca, y no me puedo mover sin que todo sea lo mismo.
¡Dios tenga piedad de mí, que no la he tenido de nadie!

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