viernes, octubre 04, 2013
UN LUGAR LIMPIO Y BIEN ILUMINADO por ERNEST HEMINGWAY
Era tarde y todos habían dejado el café excepto un
anciano sentado a la sombra que las hojas del árbol
hacían con la luz eléctrica. De día la calle era polvosa,
pero en la noche el rocío abatía el polvo y el anciano
gustaba de sentarse hasta tarde porque era sordo y ahora
de noche todo estaba tranquilo y él sentía la diferencia.
Los dos meseros en el interior del café sabían que
el anciano estaba un poco bebido, y aunque era un
buen cliente sabían que de beber demasiado se iría sin
pagar y lo vigilaban.
—La semana pasada intentó suicidarse —dijo uno
de los meseros.
—¿Por qué?
—Estaba desesperado.
—¿A causa de qué?
—De nada.
—¿Cómo lo sabes?
—Tiene mucho dinero.
Estaban sentados a una mesa próxima a la pared
cercana a la puerta del café y miraban la terraza con
las mesas vacías excepto por aquélla donde el anciano
estaba sentado a la sombra de las hojas del árbol que
se movían ligeramente con el viento. Por la calle pasaron
una chica y un soldado. La luz de la calle brilló
sobre el número de latón que él llevaba al cuello. Nada
cubría la cabeza de la chica, que caminaba rápido al
lado de él.
—La guardia lo detendrá —dijo uno de los meseros.
—¿Y qué importa, si consigue lo que quiere?
—Es mejor que salga de la calle. La guardia lo pescará.
Pasaron hace cinco minutos.
El anciano sentado a la sombra golpeó el plato con
su copa. El mesero más joven se le acercó.
—¿Qué desea?
El anciano lo miró. “Otro brandy”, dijo.
—Se emborrachará —dijo el mesero. El anciano lo
miró. El mesero se alejó.
—Se quedará toda la noche —dijo a su colega—.
Ya estoy soñoliento. Nunca me acuesto antes de las
tres. Debió matarse la semana pasada.
El mesero tomó del mostrador situado dentro del café
la botella de brandy y otro plato y marchó hasta la
mesa del anciano. Colocó el plato y llenó la copa de
brandy.
—Debió usted matarse la semana pasada —dijo al
sordo. El anciano indicó con el dedo: “Un poco más”,
dijo. El mesero vertió en la copa de modo que el brandy,
tras derramarse, corrió por el pie hasta el plato
superior de la pila—. Gracias —dijo el anciano. El
mesero regresó la botella al café. Volvió a sentarse a la
mesa con su colega.
—Ya está borracho —dijo.
—Se emborracha todas las noches.
—¿Por qué quiso matarse?
—¿Y yo qué sé?
—¿Cómo lo hizo?
—Se colgó de una cuerda.
—¿Quién lo soltó?
—Su sobrina.
—¿Por qué lo hicieron?
—Temían por su alma.
—¿Cuánto dinero tiene?
—Mucho.
—Ha de andar por los ochenta.
—Pues yo diría que andaba por los ochenta.
—Ojalá se fuera a casa. Nunca me acuesto antes de
las tres. ¿Qué horas son ésas de irse a la cama?
—Se desvela porque le gusta.
—Está solo. Yo no estoy solo. Tengo una esposa
que me espera en la cama.
—También él tuvo esposa alguna vez.
—Una esposa de nada le serviría ahora.
—Quién sabe. Estaría mejor con una esposa.
—Su sobrina lo cuida.
—Ya lo sé. Dices que ella lo descolgó.
—No me gustaría ser tan viejo. Un viejo es algo
desagradable.
—No siempre. Este viejo es limpio. Bebe sin salpicarse.
Incluso ahora, borracho. Míralo.
—No quiero mirarlo. Ojalá y se fuera a casa. No
tiene consideración por quienes trabajan.
El anciano miró desde su vaso al otro lado de la plaza,
y luego a los meseros.
—Otro brandy —dijo, señalando la copa. El mesero
que tenía prisa se acercó.
—Acabado —dijo, hablando con esa omisión de la
sintaxis que la gente estúpida emplea cuando habla
con borrachos o extranjeros—. No más esta noche.
Cerrado.
—Otro —dijo el anciano.
—No. Acabado —el mesero limpió con un paño el
borde de la mesa y sacudió la cabeza.
El anciano se puso de pie, contó lentamente los
platos, sacó del bolsillo un monedero de cuero y pagó
los tragos, dejando media peseta de propina.
El mesero lo observó alejarse por la calle, un hombre
muy anciano que caminaba inestable pero con dignidad.
—¿Por qué no lo dejaste quedarse y beber? —
preguntó el mesero sin prisa. Ponían las contraventanas—.
No llegan a ser las dos y media.
—Quiero ir a casa y acostarme.
—¿Qué es una hora?
—Más para mí que para él.
—Una hora es lo mismo.
—También tú hablas como un viejo. Puede comprarse
una botella y bebería en casa.
—No es lo mismo.
—No, no lo es —aceptó el mesero que tenía esposa.
o quería ser injusto. Simplemente estaba de prisa.
—¿Y tú? ¿No tienes miedo de llegar a casa antes de
tu hora?
—¿Estás tratando de insultarme?
—No, hombre, sólo de hacerte una broma.
—No —dijo el mesero que estaba de prisa, levantándose
tras bajar la cortina de metal—. Tengo confianza.
Soy todo confianza.
—Tienes juventud, confianza y empleo —dijo el
mesero mayor—. Lo tienes todo.
—Y a ti ¿qué te falta?
—Todo menos empleo.
—Tienes todo lo que yo.
—No. Nunca tuve confianza y no soy joven.
—Vamos, deja de hablar tonterías y cierra.
—Soy de esos que gustan de quedarse hasta tarde en
el café —dijo el mesero de más edad—. Con todos
esos que no quieren irse a la cama. Con todos esos que
necesitan una luz para la noche.
—Quiero irme a casa y meterme en la cama.
—Somos de dos especies diferentes —dijo el mesero
de más edad. Estaba ya vestido para irse a casa—.
Es cuestión de juventud y confianza, aunque esas cosas
son muy hermosas. Cada noche soy reacio a cerrar
porque puede haber alguien que necesite un café.
—Hombre, hay bodegas abiertas toda la noche.
—No entiendes. Este café es limpio y agradable. Está
bien iluminado. La luz es muy buena y además, ahora,
están las sombras de las hojas.
—Buenas noches—dijo el mesero más joven.
—Buenas noches —dijo el otro. Tras apagar la luz
eléctrica, continuó la conversación consigo. Es la luz,
desde luego, pero es necesario que el lugar esté limpio
y sea agradable. No quieres música. Claro que no
quieres música. Tampoco puedes estar ante un bar con
dignidad, aunque eso sea lo único que proporcionan a
estas horas. ¿Qué temía? No era temor o miedo. Era
una nada que conocía demasiado bien. Era una nada y
el hombre una nada también. Sólo eso y la luz lo único
que necesitaba y algo de limpieza y orden. Algunos lo
viven sin sentirlo, pero él sabía que todo era nada y
pues nada y nada y pues nada. Nada nuestra que estás
en la nada, nada sea la nada. Danos esta nada nuestra
nada diaria y nadamos nuestra nada como nadamos
nuestras nadas y no nos nades en la nada y líbranos de
la nada, y nada. Salve nada llena de nada, la nada sea
contigo. Sonrió y se detuvo ante un bar con una brillante
cafetera de vapor a presión.
—¿Qué va a ser? —preguntó el cantinero.
—Nada.
—Otro loco más —dijo el cantinero dándole la espalda.
—Una copita —dijo el mesero.
El cantinero se la sirvió.
—La luz es muy brillante y agradable, pero el bar
está descuidado —dijo el mesero.
El cantinero lo miró pero no respondió. Era demasiado
entrada la noche para conversar.
—¿Quiere otra copita? —preguntó el cantinero.
—No, gracias —dijo el mesero y salió. Le disgustaban
los bares y las bodegas. Un café limpio y bien
iluminado era una cosa muy diferente. Ahora, sin otro
pensamiento, se iría a casa, a su habitación. Se echaría
en la cama y finalmente, con la luz del día, dormiría.
Después de todo, se dijo, probablemente que sea insomnio.
Muchos lo tendrán.
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