sábado, octubre 19, 2013

TOPOLOGIAS por MICHEL FOUCAULT



(Dos conferencias radiofónicas)
Utopías y heterotopías y El cuerpo utópico son las traducciones respectivas de dos
conferencias radiofónicas pronunciadas por Michel Foucault el 7 y el 21 de diciembre
de 1966, en France-Culture, en el marco de una serie de emisiones dedicada a la
relación entre utopía y literatura. La primera de ellas es el momento germinal de un
texto posterior, Des espaces autres (De los espacios otros), mejor conocido como el
“texto sobre las heterotopías”, el cual fue redactado en 1967, a raíz, precisamente, de
la escucha de dicha emisión radiofónica por parte del arquitecto Ionel Schein, quien
dirigió a Foucault una invitación para que interviniera como conferencista en una de
las sesiones del Cercle d'études architecturales. Ese texto, que según Daniel Defert
representa una versión “atemperada” de la conferencia del 7 de diciembre, fue
publicado hasta 1984, en la revista Architecture, mouvement, continuité, y conoció
posteriormente una amplia difusión, dando lugar a una serie de estudios que hicieron
eco al llamado de Foucault para emprender la construcción de la ciencia que él mismo
bautizó con el nombre de heterotopología. Y es precisamente en el texto que aquí se
ofrece al lector en donde Foucault hace por vez primera dicho llamado, al tiempo que
establece los fundamentos de esa disciplina “cuyo objeto serían esos espacios
diferentes, esos otros lugares, esas impugnaciones míticas y reales del espacio en el
que vivimos” que son las heterotopías. A pesar de su imposibilidad para rescatar la
emotividad y la frescura que el archivo sonoro sí logra preservar, la traducción de este
inédito pretende dar a conocer en castellano un texto importante en el universo
conceptual de Foucault, en el que “resuenan todavía la duda y el júbilo de un
pensamiento en proceso de formulación” (D. Defert).
Por su parte, El cuerpo utópico representa una reflexión particularmente bella,
mediante la cual podemos acceder a una faceta del pensamiento de Foucault que, me
parece, al menos en lo que se refiere al mundo de habla hispana, ha quedado
relativamente oculta bajo el peso de obras monumentales como Las palabras y las
cosas o Vigilar y castigar. Y es que el Foucault que habla del “cuerpo utópico” resulta
ligeramente diferente de aquél que diserta acerca de los “cuerpos dóciles” o de la
“muerte del hombre”; pues, a diferencia de los planteamientos derivados de estos
libros, de carácter erudito, crítico e incluso polémico, en esta conferencia radiofónica
–a fin de cuentas dirigida a un público amplio–, el despliegue de un discurso de
sorprendente precisión conceptual y expresiva se asienta sobre una observación tan
profunda como asequible –incluso para lectores no especializados–, por lo que da
lugar a un texto diáfano, destinado a ahondar la comprensión de la experiencia utópica
del cuerpo que, de un modo u otro, todos tenemos o hemos tenido en algún momento.


UTOPIAS Y HETEROTÓPIAS


1. Los contra-espacios, lugares reales fuera de todo lugar

Hay pues países sin lugar alguno e historias sin cronología. Ciudades, planetas,
continentes, universos cuya traza es imposible de ubicar en un mapa o de identificar en
cielo alguno, simplemente porque no pertenecen a ningún espacio. No cabe duda de que
esas ciudades, esos continentes, esos planetas fueron concebidos en la cabeza de los
hombres, o a decir verdad en el intersticio de sus palabras, en la espesura de sus relatos,
o bien en el lugar sin lugar de sus sueños, en el vacío de su corazón; me refiero, en
suma, a la dulzura de las utopías.
No obstante, creo que hay –y esto vale para toda sociedad– utopías que tienen un lugar
preciso y real, un lugar que podemos situar en un mapa, utopías que tienen un lugar
determinado, un tiempo que podemos fijar y medir de acuerdo al calendario de todos los
días. Es muy probable que todo grupo humano, cualquiera que éste sea, delimite en el
espacio que ocupa, en el que vive realmente, en el que trabaja, lugares utópicos, y en el
tiempo en el que se afana, momentos ucrónicos. He aquí lo que quiero decir: no vivimos
en un espacio neutro y blanco; no vivimos, no morimos, no amamos dentro del
rectángulo de una hoja de papel. Vivimos, morimos, amamos en un espacio
cuadriculado, recortado, abigarrado, con zonas claras y zonas de sombra, diferencias de
nivel, escalones, huecos, relieves, regiones duras y otras desmenuzables, penetrables,
porosas; están las regiones de paso: las calles, los trenes, el metro; están las regiones
abiertas de la parada provisoria: los cafés, los cines, las playas, los hoteles; y además
están las regiones cerradas del reposo y del recogimiento.
Ahora bien, entre todos esos lugares que se distinguen los unos de los otros, los hay que
son absolutamente diferentes; lugares que se oponen a todos los demás y que de alguna
manera están destinados a borrarlos, compensarlos, neutralizarlos o purificarlos. Son, en
cierto modo, contraespacios. Los niños conocen perfectamente dichos contra-espacios,
esas utopías localizadas: por supuesto, una de ellas es el fondo del jardín; por supuesto,
otra de ellas es el granero o, mejor aun, la tienda de apache erguida en medio del
mismo; o bien, un jueves por la tarde, la cama de los padres. Pues bien, es sobre esa
gran cama que uno descubre el océano, puesto que allí uno nada entre las cobijas; y
además, esa gran cama es también el cielo, dado que es posible saltar sobre sus resortes;
es el bosque, pues allí uno se esconde; es la noche, dado que uno se convierte en
fantasma entre las sábanas; es, en fin, el placer, puesto que cuando nuestros padres
regresen seremos castigados.
A decir verdad, esos contraespacios no sólo son una invención de los niños; y esto es
porque, a mi juicio, los niños nunca inventan nada: son los hombres, por el contrario,
quienes susurran a aquéllos sus secretos maravillosos, y enseguida esos mismos
hombres, esos adultos se sorprenden cuando los niños se los gritan al oído. La sociedad
adulta organizó ella misma, y mucho antes que los niños, sus propios contraespacios,
sus utopías situadas, sus lugares reales fuera de todo lugar. Por ejemplo, están los
jardines, los cementerios; están los asilos, los burdeles; están las prisiones, los pueblos
del Club Med y muchos otros.


2. La heterotopología, nueva ciencia

Pues bien, yo sueño con una ciencia –y sí, digo una ciencia– cuyo objeto serían esos
espacios diferentes, esos otros lugares, esas impugnaciones míticas y reales del espacio
en el que vivimos. Esa ciencia no estudiaría las utopías –puesto que hay que reservar ese
nombre a aquello que verdaderamente carece de todo lugar– sino las heterotopías, los
espacios absolutamente otros. Y, necesariamente, la ciencia en cuestión se llamaría, se
llamará, ya se llama, la heterotopología. Pues bien, hay que dar los primeros rudimentos
de esta ciencia cuyo alumbramiento está aconteciendo.
Primer principio: probablemente no haya una sola sociedad que no se constituya su o
sus heterotopías. Ésta es una constante en todo grupo humano. Pero, a decir verdad, esas
heterotopías pueden adquirir, y de hecho siempre adquieren formas extraordinariamente
variadas. Y tal vez no haya una sola heterotopía en toda la superficie del globo o en toda
la historia del mundo, una sola forma de heterotopía que haya permanecido constante.
Quizás podríamos clasificar las sociedades según las heterotopías que prefieren, según
las heterotopías que constituyen. Por ejemplo: las sociedades dichas primitivas tienen
lugares privilegiados o sagrados, o prohibidos –al igual que nosotros, de hecho–; pero
esos lugares privilegiados o sagrados por lo general están reservados a individuos, si
ustedes quieren, en “crisis biológica”. Hay recintos especiales para los adolescentes en
el momento de la pubertad; los hay reservados a las mujeres en su periodo menstrual;
hay otros para las mujeres que están en parto. En nuestra sociedad las heterotopías para
los individuos en crisis biológica han prácticamente desaparecido. Noten que todavía en
el siglo diecinueve había colegios para los muchachos, los cuales, al igual que el
servicio militar, sin duda cumplían el mismo papel, pues era menester que las primeras
manifestaciones de la virilidad se produjeran en otra parte. Y después de todo, en lo que
concierne a las jóvenes, yo me pregunto si el viaje nupcial no era al mismo tiempo una
suerte de heterotopía y de heterocronía, ya que no era posible que la desfloración de la
joven se produjera en la misma casa en la que nació; dicha desfloración había de
realizarse, de alguna manera, en ninguna parte.
Pero esas heterotopías biológicas, esas heterotopías si ustedes quieren de crisis,
desaparecen paulatinamente para ser remplazadas por las heterotopías de desviación. Es
decir que los lugares que la sociedad acondiciona en sus márgenes, en las áreas vacías
que la rodean, esos lugares están más bien reservados a los individuos cuyo
comportamiento representa una desviación en relación a la media o a la norma exigida.
De ahí la existencia de las clínicas psiquiátricas; de ahí también, claro está, la existencia
de las cárceles; a lo cual habría que añadir sin duda los asilos para ancianos, puesto que,
después de todo, en una sociedad tan afanada como la nuestra, la ociosidad se asemeja a
una desviación que, en este caso, resulta por lo demás una desviación biológica por estar
asociada a la vejez –la cual es, por cierto, una desviación constante, al menos para todos
aquellos que no tienen la discreción de morir de un infarto tres semanas después de su
jubilación.
Segundo principio de la ciencia heterotopológica: pues bien, durante el curso de su
historia, toda sociedad puede reabsorber y hacer desaparecer una heterotopía que había
constituido anteriormente, o bien organizar alguna otra que aún no existía. Por ejemplo:
desde hace unos veinte años la mayoría de los países de Europa han intentado hacer que
desaparezcan las casas de citas; con un éxito mitigado pues, como sabemos, el teléfono
ha remplazado la vieja casa a la que iban nuestros ancestros por una red arácnida y
mucho más sutil. Por lo contrario, el cementerio, que en nuestra experiencia actual
corresponde al ejemplo más evidente de una heterotopía, es el lugar absolutamente otro.
Pues bien, el cementerio no ha tenido siempre ese papel en la sociedad occidental. Hasta
el siglo dieciocho, el cementerio estaba en el corazón de los poblados, dispuesto allí, en
el centro de la ciudad, justo a un lado de la iglesia, y a decir verdad no se le atribuía
ningún valor realmente solemne. Salvo en el caso de algunos individuos, el destino
común de los cadáveres era simplemente ser arrojados a la fosa sin ningún respeto por
los restos individuales. Ahora bien, de una manera muy curiosa, en el momento mismo
en el que nuestra civilización se volvió atea, o al menos más atea, es decir a finales del
siglo dieciocho, nos pusimos a individualizar el esqueleto: desde entonces cada quien
tuvo derecho a su cajita y a su pequeña descomposición personal. Y por otro lado,
pusimos todos esos esqueletos, todas esas cajitas, todos esos féretros, todas esas tumbas
y esas piedras fuera de la ciudad, en el límite de las urbes, como si se tratara al mismo
tiempo de un centro y un lugar de infección y, de alguna manera, de contagio de la
muerte. Pero no hay que olvidar que todo esto no sucedió sino en el siglo diecinueve, e
incluso durante el curso del Segundo Imperio (es bajo Napoleón III, en efecto, que los
grandes cementerios parisinos fueron organizados en los límites de las ciudades).
También habría que citar –y aquí observaríamos en cierto modo una sobredeterminación
de la heterotopía– los cementerios para tuberculosos: pienso en ese maravilloso
cementerio de Menton en el que fueron inhumados los grandes tuberculosos que
vinieron, a finales del siglo diecinueve, para descansar y morir en la Costa Azul. Otra
heterotopía.


3. Yuxtaposición de espacios incompatibles.

Por lo general, la heterotopía tiene como regla yuxtaponer en un lugar real varios
espacios que normalmente serían, o deberían ser incompatibles. El teatro, que es una
heterotopía, hace que se sucedan sobre el rectángulo del escenario toda una serie de
lugares incompatibles. El cine es una gran sala rectangular al fondo de la cual se
proyecta sobre una pantalla, que es un espacio bidimensional, un espacio que
nuevamente es un espacio de tres dimensiones. Vean ustedes aquí la imbricación de
espacios que se realiza y se teje en un lugar como una sala de cine. Pero quizás el más
antiguo ejemplo de heterotopía sea el jardín: el jardín, creación milenaria que
ciertamente tenía una significación mágica en Oriente. El tradicional jardín persa es un
rectángulo dividido en cuatro partes, las cuales representan las regiones del mundo, los
cuatro elementos de los cuales éste se compone; y en el centro, en el punto en el que se
unen esos cuatro rectángulos, había un espacio sagrado, una fuente, un templo; y
alrededor de ese centro, toda la vegetación del mundo debía hallarse reunida. Ahora
bien, si pensamos que los tapetes orientales están en el origen de las reproducciones de
jardines (invernaderos en sentido estricto), comprendemos el valor legendario de los
tapetes voladores, de esos tapetes que recorrían el mundo. El jardín es un tapete en el
que el mundo entero es convocado para cumplir su perfección simbólica, y el tapete es
un jardín que se mueve a través del espacio. De hecho, ¿era un parque, o más bien un
tapete, el jardín que describe el narrador de Las mil y una noches? Vemos que todas las
bellezas del mundo se conjuntan en ese espejo. El jardín, desde la más remota
Antigüedad es un lugar de utopía. Quizás tenemos la impresión de que las novelas se
sitúan fácilmente en jardines; y es que, de hecho, las novelas nacieron sin duda de la
institución misma de los jardines: la actividad novelesca es una actividad de jardinería.


4. Cortes singulares del tiempo


Resulta que las heterotopías con frecuencia están ligadas a cortes singulares del tiempo.
Se emparientan, si ustedes quieren, con las heterocronías. Por supuesto, el cementerio es
el lugar de un tiempo que ya no corre más. De manera general, en una sociedad como la
nuestra se puede decir que hay heterotopías que son las heterotopías del tiempo que se
acumula al infinito. Los museos, las bibliotecas, por ejemplo: en los siglos diecisiete y
dieciocho, los museos y las bibliotecas eran instituciones singulares dado que eran las
expresión del gusto de cada quién; por el contrario, la idea de acumularlo todo, la idea
de detener el tiempo de alguna manera, o más bien de dejarlo depositar al infinito en un
espacio privilegiado, de constituir el archivo general de una cultura, la voluntad de
encerrar en un lugar todos los tiempos, todas las épocas, todas las formas y todos los
gustos, la idea de constituir un espacio de todos los tiempos, como si ese espacio
pudiera estar él mismo definitivamente fuera de todo tiempo, es una idea del todo
moderna. Los museos y las bibliotecas son heterotopías propias de nuestra cultura.
Hay, sin embargo, heterotopías que no están ligadas al tiempo según la modalidad de la
eternidad, sino según la modalidad de la fiesta; heterotopías no eternizantes, sino
crónicas. El teatro, por supuesto, y luego las ferias, esos maravillosos emplazamientos
vacíos en los bordes de las ciudades que se pueblan una o dos veces al año con
casuchas, puestos de objetos heteróclitos, luchadores, mujeres-serpiente y echadoras de
buenaventura. La aparición de los campamentos de vacaciones es aun más reciente en la
historia de nuestra civilización: pienso sobre todo en eso maravillosos pueblos
polinesios que ofrecen, en la costa mediterránea, tres pequeñas semanas de desnudez
primitiva a los habitantes de nuestras ciudades. Las palapas de Jerba se emparientan en
cierto sentido con las bibliotecas y los museos, puesto que son heterotopías de
eternidad: y es que allí se invita a los hombres a reanudar lazos con la más vieja
tradición de la humanidad; y al mismo tiempo esas palapas son la negación de toda
biblioteca y de todo museo, puesto que en vez de servir para acumular el tiempo, sirven
al contrario para borrarlo y volver a la desnudez, a la inocencia del primer pecado.
También, entre esas heterotopías de la fiesta, esas heterotopías crónicas, existe, o más
bien existía, la fiesta que ocurría todas las noches en la casa de citas de otrora, esa fiesta
que empezaba a las seis de la tarde como en La fille Élisa.
Y finalmente, hay otras heterotopías que están ligadas no a la fiesta sino al pasaje, a la
transformación, a las labores de la regeneración. Eran, durante el siglo diecinueve, los
colegios y los cuarteles los que debían hacer de los niños adultos, de los pueblerinos
ciudadanos, lo mismo que despabilar a los ingenuos. Hoy en día tenemos sobre todo las
prisiones.


5. Sistemas de cierre y apertura específicos.


Por último, quisiera establecer el siguiente hecho en tanto quinto principio de la
heterotopología: las heterotopías tienen siempre un sistema de apertura y cierre que las
aísla del espacio que las rodea. En general, uno no entra en una heterotopía como Pedro
por su casa: o bien uno entra allí porque se ve obligado a hacerlo, o bien uno lo hace
cuando se ve sometido a ritos, a una purificación. Hay incluso heterotopías dedicadas
exclusivamente a dicha purificación: purificación mitad religiosa, mitad higiénica, como
en el caso de los Hammams de los musulmanes; y también hay purificaciones que
parecen exclusivamente higiénicas, como los saunas de los escandinavos, pero que
conllevan una serie de valores religiosos o naturalistas.
Hay otras heterotopías, por el contrario, que no están cerradas en relación al mundo
exterior, pero que son pura y simple apertura; todo el mundo puede entrar en ellas, pero,
a decir verdad, una vez que se está adentro, uno se da cuenta de que es una ilusión y de
que se entró a ninguna parte: la heterotopía es un lugar abierto, pero con la propiedad de
mantenerlo a uno afuera. Por ejemplo, en Sudamérica, en las casa del siglo dieciocho, se
disponía siempre al lado de la puerta de entrada, pero antes de la misma, una pequeña
habitación que daba directamente al mundo exterior y que estaba destinada a los
visitantes de paso. Es decir que cualquiera podía entrar en esa habitación a cualquier
hora del día y de la noche, descansar en ella, hacer allí lo que le pareciera; podía partir
al día siguiente sin ser visto ni reconocido por nadie; pero, en la medida en la que esa
habitación no daba de ninguna manera a la casa misma, el individuo que en ella se
hospedaba no podía penetrar jamás en el interior del aposento familiar; esa habitación
era una especie de heterotopía completamente exterior. Podríamos comparar con esa
habitación a los moteles estadounidenses, a los que uno entra con su auto y su amante, y
en los que la sexualidad ilegal se encuentra al mismo tiempo albergada y oculta,
mantenida aparte, sin que por lo tanto se la deje al aire libre.
Finalmente, existen las heterotopías que parecen abiertas, pero en las que sólo entran
verdaderamente los que ya han sido iniciados. Uno cree acceder a lo más simple, a lo
que está más fácilmente a disposición, siendo que en realidad se está en el corazón del
misterio. Es al menos de ese modo que Aragon entraba en las casas de citas:
Todavía el día de hoy, no traspongo esos umbrales de excitabilidad particular sin una
cierta emoción de colegial; allí persigo el gran deseo abstracto que a veces se desprende
de algunas figuras que nunca amé. Un fervor se despliega. Ni por un instante pienso en
el aspecto social de esos lugares; la expresión “casa de tolerancia” no puede ser
pronunciada con seriedad.


6. Impugnaciones de lo real y fuente de imaginario

Es en este punto en donde indudablemente nos acercamos a lo más esencial de las
heterotopías. Éstas son una impugnación de todos los demás espacios, que pueden
ejercer de dos maneras: ya sea como esas casas de citas de las que hablaba Aragon,
creando una ilusión que denuncia al resto de la realidad como si fuera ilusión, o bien,
por el contrario, creando realmente otro espacio real tan perfecto, meticuloso y
arreglado cuanto el nuestro está desordenado, mal dispuesto y confuso.
De este modo funcionaron durante algún tiempo, en el siglo dieciocho sobre todo –al
menos según lo proyectaban los hombres–, las colonias. Por supuesto, como sabemos,
las colonias tenían una gran utilidad económica; pero había valores simbólicos que les
estaban asociados y que, sin duda, se debían al prestigio propio de las heterotopías. Así
es como en los siglos diecisiete y dieciocho las sociedades puritanas inglesas intentaron
construir en América sociedades absolutamente perfectas. Así es como, a finales del
siglo dieciocho y aún a principios del veinte, Lyautey y sus sucesores en las colonias
militares francesas soñaron con sociedades jerarquizadas y militares.
Indudablemente la más extraordinaria de esas tentativas fue la de los jesuitas en el
Paraguay. En efecto, en Paraguay los jesuitas habían fundado una colonia maravillosa
en la que toda la vida estaba reglamentada, en la que imperaba el régimen del
comunismo más perfecto, dado que las tierras pertenecían a todo el mundo, los reba-ños
pertenecían a todo el mundo, y a cada familia sólo se le atribuía un pequeño jardín. Las
casas estaban organizadas en filas regulares a lo largo de dos calles que hacían ángulo
recto; en la plaza central del pueblo estaban la iglesia, al fondo, y de un lado el colegio y
del otro la prisión. Los jesuitas reglamentaban meticulosamente de la noche a la mañana
y desde la mañana hasta la noche la vida entera de los colonos. El Ángelus sonaba a las
cinco de la mañana para el despertar, después marcaba el inicio del trabajo, luego la
campana llamaba al mediodía a la gente, hombres y mujeres que habían trabajado en el
campo, a las seis de la tarde se reunían para cenar, y a la medianoche la campana sonaba
nuevamente para aquello que llamaban el despertar conyugal, puesto que a los jesuitas
les importaba mucho que los colonos se reprodujeran, debido a lo cual todas las noches
tocaban alegremente la campana para que la población pudiera proliferar. Y lo hizo, por
lo demás, porque de ciento treinta mil que había al principio de la colonización jesuita,
los indios pasaron a ser cuatrocientos mil a mediados del siglo dieciocho. Éste era un
ejemplo de una sociedad completamente cerrada sobre sí misma, y que no estaba ligada
al resto del mundo más que por el comercio y las ganancias considerables que obtenía la
Compañía de Jesús.
Con la colonia, tenemos una heterotopía que tiene la suficiente ingenuidad como para
querer realizar una ilusión. Con la casa de citas, por el contrario, tenemos una
heterotopía lo bastante sutil o hábil como para querer disipar la realidad con la pura
fuerza de las ilusiones. Y si pensamos que el barco, el gran barco del siglo diecinueve es
un pedazo de espacio flotante, un lugar sin lugar, que vive por sí mismo, cerrado sobre
sí, libre en cierto sentido, pero abandonado fatalmente al infinito del mar, y que de
puerto en puerto, de barrio de chicas en barrio de chicas, de navegación en navegación
va hasta las colonias buscando lo más precioso que éstas resguardan de esos jardines
orientales de los que hablábamos hace un rato, comprendemos por qué el barco ha sido
para nuestra civilización, al menos desde el siglo dieciséis, al mismo tiempo el más
grande instrumento económico y nuestra más grande reserva de imaginación. El navío
es la heterotopía por excelencia. Las civilizaciones sin barcos son como los niños cuyos
padres no tienen una gran cama sobre la cual jugar; sus sueños se agotan, el espionaje
reemplaza a la aventura, y la fealdad de la policía reemplaza a la belleza llena de sol de
los corsarios.

El CUERPO UTÓPICO


1. “Mi cuerpo, implacable topía”


Desde que abro los ojos, me es imposible escapar a ese lugar que dulce, ansiosamente,
Proust habita en cada despertar. Y no es porque a causa de él me encuentre anclado en
donde estoy, pues, después de todo, no sólo puedo moverme y removerme, sino que
también puedo removerlo a él, moverlo, cambiarlo de lugar. Pero he aquí que no puedo
desplazarme sin él; no puedo dejarlo allí donde está para yo irme por otro lado. Puedo ir
al fin del mundo, puedo esconderme por la mañana bajo las cobijas, hacerme tan
pequeño como me sea posible, puedo dejarme derretir bajo el sol en la playa: él siempre
estará allí donde yo estoy; siempre está irremediablemente aquí, jamás en otro lado. Mi
cuerpo es lo contrario de una utopía: es aquello que nunca acontece bajo otro cielo. Es
el lugar absoluto, el pequeño fragmento de espacio con el cual me hago, estrictamente,
cuerpo. Mi cuerpo, implacable topía.


2. Las utopías que borran el cuerpo

¿Y si por casualidad viviera yo en una especie de familiaridad desgastada, como con
una sombra, como con esas cosas de todos los días que finalmente ya no veo y que la
vida ha tornado en grisallas? ¿Como con esas chimeneas, esos techos que se aborregan
cada noche frente a mi ventana pero que cada mañana son la misma presencia, la misma
herida…? Frente a mis ojos se dibuja la imagen inevitable que impone el espejo: cara
demacrada, hombros curveados, mirada miope, ya sin cabello, verdaderamente nada
guapo. Y es en esa ruin cáscara que es mi cabeza, en esa caja que no me gusta que
tendré que mostrarme y pasearme; a través de esa rejilla que habrá que hablar, mirar, ser
mirado; bajo esa piel, encenegarse. Mi cuerpo es el lugar al que estoy condenado sin
recurso.
Yo creo que, después de todo, es contra él y como para borrarlo que se concibieron
todas esas utopías. El prestigio de la utopía, su belleza, la maravilla de la utopía, ¿a qué
se deben? La utopía es un lugar fuera de todo lugar, pero es un lugar en donde habré de
tener un cuerpo sin cuerpo; un cuerpo que será bello, límpido, transparente, luminoso,
veloz, de una potencia colosal, con duración infinita, desatado, protegido, siempre
transfigurado. Y es muy probable que la utopía primera, aquella que es más difícil de
desarraigar del corazón de los hombres sea precisamente la utopía de un cuerpo
incorporal. El país de las hadas, el país de los duendes, de los genios, de los magos, pues
bien, es el país en el que los cuerpos se transportan tan rápido como la luz, es el país
maravilloso en el que las heridas se curan instantáneamente con un bálsamo
maravilloso; el país en el que uno puede caer desde una montaña y levantarse vivo; es el
país en el que uno es invisible cuando quiere, y visible cuando así lo desea. Si existe un
país maravilloso es, claro está, para que en él yo sea príncipe azul, y que todos los
lindos gomosos se vuelvan feos y peludos como puercoespines.
También hay una utopía diseñada para borrar al cuerpo. Y esa utopía es el país de los
muertos; son las grandes ciudades utópicas que nos legó la civilización egipcia. Las
momias, después de todo, ¿qué son? Pues bien, son la utopía del cuerpo negado y
transfigurado; la momia es el gran cuerpo utópico que persiste a través del tiempo.
Están también las máscaras de oro que la civilización micénica ponía sobre el rostro de
los reyes difuntos: utopías de sus cuerpos gloriosos, solares, terror de los ejércitos.
Están las pinturas y las esculturas de las tumbas, las estatuas de las iglesias que después
de la Edad Media prolongan en la inmovilidad una juventud que jamás pasará. En
nuestros días, están esos simples cubos de mármol, cuerpos geometrizados por la piedra,
figuras regulares y blancas que destacan sobre el gran marco negro de los cementerios.
Y en esa ciudad de utopía de los muertos, he aquí que mi cuerpo deviene sólido como
una cosa, eterno como un dios.
Pero probablemente sea el gran mito del alma el que desde lo más lejano de la historia
occidental nos ha proporcionado la más obstinada, la más potente de esas utopías
mediante las cuales borramos la triste topología del cuerpo. El alma funciona en mi
cuerpo de una manera verdaderamente maravillosa: está albergada en él, por supuesto,
pero sabe bien cómo escaparse; y se escapa para ver las cosas a través de la ventana de
mis ojos; se escapa para soñar cuando duermo, para sobrevivir cuando muero. Mi alma
es bella, es pura, es blanca. Y si mi cuerpo lodoso, en todo caso nada bello, llegara a
ensuciarla, sin duda habrá una virtud, alguna potencia, habrá mil gestos sagrados que la
reestablecerán en su pureza primigenia. Durará mucho tiempo, mi alma, y más que
mucho tiempo, cuando mi viejo cuerpo se vaya a pudrir. ¡Viva mi alma! Es mi cuerpo
luminoso, purificado, virtuoso, ágil, móvil, tibio, fresco, es mi cuerpo liso, castrado,
redondo como una burbuja de jabón.
Y así es como mi cuerpo, en virtud de todas esas utopías, ha desaparecido. Desapareció
como la flama de una vela a la que se le sopla. El alma, las tumbas, los genios y las
hadas han echado mano sobre él, lo han hecho desaparecer en un parpadeo, han soplado
sobre su pesantez, su fealdad, y me lo han restituido deslumbrante y eterno.
3. El cuerpo y sus recursos propios de fantasía
Pero, a decir verdad, mi cuerpo no se deja reducir tan fácilmente. Después de todo, él
tiene sus propios recursos de fantasía: también posee lugares sin lugar, y lugares más
profundos, aun más obstinados que el alma, que la tumba, que los encantamientos de los
magos; tiene sus sótanos y sus graneros, sus superficies luminosas. Mi cabeza, por
ejemplo: ¡qué extraña caverna abierta hacia el mundo exterior por dos ventanas, dos
aperturas! –de eso estoy seguro puesto que las veo en el espejo, y además puedo cerrar
una u otra separadamente–; y sin embargo, no hay dos ventanas sino sólo una, puesto
que frente a mí veo un paisaje único, continuo, sin barreras ni separaciones. Y ¿cómo es
que suceden las cosas en esa cabeza? Pues bien, las cosas vienen a acomodarse en ella;
entran en ella, y de eso estoy seguro, puesto que cuando el sol es demasiado fuerte me
deslumbra, va a desgarrar el fondo de mi cerebro. Y no obstante, esas cosas que entran
en mi cabeza permanecen claramente en su exterior, dado que las veo delante de mí, y
para alcanzarlas debo, por mi parte, avanzar.
Cuerpo incomprensible, cuerpo penetrable y opaco, cuerpo abierto y cerrado, cuerpo
utópico. Cuerpo en cierto sentido absolutamente visible: sé muy bien lo que es ser
escrutado por alguien de la cabeza a los pies, sé lo que es ser espiado por detrás,
vigilado por encima del hombro, sorprendido cuando menos me lo espero, sé lo que es
estar desnudo. Y sin embargo, ese cuerpo que resulta tan visible me es retirado, está
atrapado en una especie de invisibilidad de la que jamás podré separarlo: este cráneo,
esta espalda que apoyo y a la que el colchón resiste, que apoyo en el diván cuando estoy
acostado, pero que no puedo sorprender más que a través del ardid del espejo… ¿qué es
esta espalda cuyos movimientos y posiciones conozco perfectamente, pero que no
puedo ver sin contorsionarme horriblemente? El cuerpo, fantasma que sólo aparece en
los espejismos del espejo, y además de manera fragmentaria. ¿De verdad tengo
necesidad de los genios y de las hadas, de la muerte y del alma para ser a la vez e
indisociablemente visible e invisible? Y además, este cuerpo es ligero, transparente,
imponderable; nada más alejado de una cosa que él, que corre, actúa, vive, desea, se
deja atravesar sin resistencia por todas mis intenciones. Ciertamente, pero sólo hasta el
día en el que algo me duele, en el que se ensancha la caverna de mi vientre, en el que mi
pecho y mi garganta se bloquean o se atascan o se llenan de topos, hasta el día en el que
estalla en mi boca el dolor de muelas; entonces, ahí sí, dejo de ser ligero, imponderable,
etc., y me vuelvo cosa, arquitectura fantástica y ruinosa. No, verdaderamente, no hay
necesidad de magia ni de encantamiento, no hay necesidad ni de un alma ni de una
muerte para que yo sea a la vez opaco y transparente, visible e invisible, vida y cosa;
para que yo sea un utopía, basta que sea un cuerpo.
Todas esas utopías mediante las cuales esquivaba mi cuerpo, pues bien, simplemente
tenían por modelo y punto primero de aplicación, tenían su lugar de origen en mi cuerpo
mismo. Estaba muy equivocado anteriormente al decir que las utopías estaban dirigidas
contra el cuerpo y destinadas a borrarlo: las utopías nacieron del cuerpo mismo y se
voltearon después contra él.



4. El cuerpo, actor principal de todas las utopías


En todo caso, hay algo seguro: el cuerpo humano es el actor principal de todas las
utopías. Después de todo, una de las más viejas utopías que los hombres se hayan
contado a sí mismos, ¿acaso no es el sueño de los cuerpos inmensos, desmesurados, que
devoran el espacio y dominan el mundo? Es la vieja utopía de los gigantes que
encontramos en el corazón de tantas leyendas en Europa, África, Oceanía, Asia; esa
vieja leyenda que durante tanto tiempo ha alimentado la imaginación occidental, de
Prometeo a Gulliver.
El cuerpo también es un gran actor utópico cuando se trata de máscaras, del maquillaje
y de los tatuajes. Enmascararse, tatuarse, no es, como podríamos imaginarlo, adquirir
otro cuerpo, simplemente un poco más hermoso, mejor decorado, o que se reconoce con
mayor facilidad; tatuarse, maquillarse, enmascararse, es sin duda otra cosa: es hacer
entrar al cuerpo en comunicación con poderes secretos y fuerzas invisibles. La máscara,
el signo tatuado, el afeite, depositan sobre el cuerpo todo un lenguaje, todo un lenguaje
enigmático, todo un lenguaje cifrado, secreto, sagrado, que invoca sobre ese mismo
cuerpo la violencia del dios, la potencia sorda de lo sagrado o la vivacidad del deseo. La
máscara, el tatuaje, el afeite sitúan al cuerpo en otro espacio, lo hacen entrar en un lugar
que no tiene ningún lugar directamente en el mundo; hacen de ese cuerpo un fragmento
de espacio imaginario que se va a comunicar con el universo de las divinidades o con el
universo de los demás. Uno será poseído por los dioses, poseído por la persona que
acaba de seducir. En todo caso, la máscara, el tatuaje, el afeite, son operaciones
mediante las cuales el cuerpo es arrancado de su espacio propio y proyectado en otro
espacio.
Escuchen por ejemplo este cuento japonés, y la manera en la que un artista del tatuaje
hace que la joven mujer que desea transite hacia otro universo que no es el nuestro:
El sol lanzaba sus rayos como dardos sobre el río e incendiaba la habitación de los siete
tapetes. Sus rayos, reflejados en la superficie del agua, imprimían sobre el papel de los
biombos, y también sobre el rostro de la muchacha profundamente dormida, un dibujo
de olas doradas. Zeikishi, después de haber jalado los canceles, tomó sus instrumentos
de tatuaje. Durante algunos instantes, permaneció abismado en una especie de éxtasis.
No era sino entonces que saboreaba la extraña belleza de la joven muchacha. Le parecía
que podía permanecer sentado frente a ese rostro inmóvil durante decenas y centenas de
años sin jamás sentir fatiga o aburrimiento alguno. Del mismo modo que otrora el
pueblo de Menfis embellecía la magnífica tierra de Egipto con pirámides y esfinges,
Zeikishi deseaba embellecer amorosamente con su dibujo la fresca piel de la joven
muchacha. Le aplicó la punta de sus pinceles de colores que sostenía entre el pulgar, el
anular y el meñique de la mano izquierda, y a medida que las líneas se dibujaban las
picaba con su aguja, que sostenía con la mano derecha.
Y si pensamos que el vestido profano o sagrado, religioso o civil, hace entrar al
individuo en el espacio cerrado de lo religioso o en la red invisible de la sociedad,
entonces vemos que todo aquello que es relativo al cuerpo, dibujo, color, diadema, tiara,
vestimenta, uniforme, todo eso hace florecer de una forma sensible y abigarrada las
utopías que están selladas en el cuerpo. Pero quizás habría que ir más abajo del vestido;
quizás habría que alcanzar la carne misma, y entonces veríamos que en ciertos casos,
prácticamente es el cuerpo mismo quien voltea contra sí su poder utópico y hace que
todo el espacio de lo religioso y lo sagrado, todo el espacio del otro mundo, todo el
espacio del contramundo, entre en el espacio que le está reservado. Entonces el cuerpo,
en su materialidad, en su carnalidad, sería como el producto de sus propios fantasmas.
Después de todo, ¿acaso el cuerpo del bailarín no se encuentra precisamente dilatado
según un espacio que le es a la vez interior y exterior? ¿Y los que están drogados
también? ¿Y los poseídos, cuyo cuerpo deviene infierno, cuyo cuerpo deviene
sufrimiento, redención, paraíso sangriento? Fui verdaderamente torpe, hace un rato, al
creer que el cuerpo nunca estaba en otra parte, que era un aquí y que se oponía a toda
utopía.


5. Mi cuerpo está siempre en otra parte

Mi cuerpo, de hecho, está siempre en otra parte, vinculado con todos los allá que hay en
el mundo; y, a decir verdad, está en otro lugar que no es precisamente el mundo, pues es
alrededor de él que están dispuestas las cosas; es en relación a él, como si se tratara de
un soberano, que hay un arriba, un abajo, una derecha, una izquierda, un delante, un
detrás, un cerca y un lejos: el cuerpo es el punto cero del mundo, allí donde los caminos
y los espacios se encuentran. El cuerpo no está en ninguna parte: está en el corazón del
mundo, en ese pequeño núcleo utópico a partir del cual sueño, hablo, avanzo, percibo
las cosas en su lugar, y también las niego en virtud del poder indefinido de las utopías
que imagino. Mi cuerpo es como la Ciudad del Sol: no tiene lugar, pero a partir de él
surgen e irradian todos los lugares posibles, reales o utópicos.
Después de todo, los niños tardan mucho tiempo en llegar a saber que tienen un cuerpo.
Durante meses, durante más de un año, no tienen más que un cuerpo disperso,
miembros, cavidades, orificios, y todo ello sólo se organiza, literalmente toma cuerpo,
en la imagen del espejo. De manera aun más extraña, los griegos de Homero no tenían
palabra alguna para designar la unidad del cuerpo. Por paradójico que parezca, frente a
Troya, bajo los muros resguardados por Héctor y sus compañeros, no había cuerpos:
había brazos levantados, pechos valerosos, piernas ágiles, cascos relucientes sobre las
cabezas, no cuerpos. La palabra griega que quiere decir cuerpo sólo aparece en Homero
para designar el cadáver.
Consecuentemente, son ese mismo cadáver y el espejo los que nos enseñan, o en todo
caso los que respectivamente enseñaron a los griegos y enseñan a los niños ahora que
tenemos un cuerpo, que ese cuerpo tiene una forma, que esa forma tiene un contorno,
que en ese contorno hay espesor, un peso, en resumen que el cuerpo ocupa un lugar.
Son el espejo y el cadáver los que asignan un espacio a la experiencia profunda y
originariamente utópica del cuerpo; son el espejo y el cadáver los que acallan,
apaciguan y encierran dentro de un ámbito oculto para nosotros esa gran rabia utópica
que desvencija y volatiliza nuestro cuerpo a cada instante. Es gracias a ellos, gracias al
espejo y al cadáver que nuestro cuerpo no es pura y simple utopía. Ahora que si
pensamos que la imagen del espejo se halla en un lugar inaccesible para nosotros, y que
nunca podremos estar allí donde está nuestro cadáver; si pensamos que el espejo y el
cadáver están ellos mismos en una lejanía inexpugnable, entonces descubrimos que la
utopía profunda y soberana de nuestro cuerpo sólo puede estar oculta y ser clausurada
mediante otras utopías.
Quizás valdría decir que hacer el amor implica sentir que el cuerpo propio se cierra
sobre sí mismo, que por fin se existe fuera de toda utopía con toda la densidad de uno
entre las manos del otro: bajo los dedos del otro que te recorren, tu cuerpo adquiere una
existencia; contra los labios del otro tus labios devienen sensibles; delante de sus ojos
entrecerrados nuestro rostro adquiere una certidumbre y hay, por fin, una mirada para
ver tus pupilas cerradas. Al igual que el espejo y que la muerte, el amor también
apacigua la utopía de tu cuerpo, la acalla, la calma, la encierra en algo así como una caja
que después sella y clausura; es por eso que el amor es tan cercano pariente de la ilusión
del espejo y de la amenaza de la muerte. Y, si a pesar de esas dos peligrosas figuras, nos
gusta tanto hacer el amor, es porque cuando se hace el amor el cuerpo está aquí.

1 comentario:

  1. Texto admirable, de modernidad incuestionable y que desconocía de ese gran escritor-filósofo que fue Foucault. Gracias por haberlo publicado.

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