domingo, octubre 13, 2013

ESPANTAPAJAROS 3 por OLIVERIO GIRONDO


Nunca he dejado de llevar la vida humilde que puede
permitirse un modesto empleado de correos. ¡Pues! mi
mujer —que tiene la manía de pensar en voz alta y de decir
todo lo que le pasa por la cabeza— se empeña en
atribuirme los destinos más absurdos que pueden
imaginarse.
Ahora mismo, mientras leía los diarios de la tarde, me
preguntó sin ninguna clase de preámbulos:
“¿Por qué no abandonaste el gato y el hogar? ¡Ha de ser
tan lindo embarcarse en una fragata!... Durante las noches
de luna, los marineros se reúnen sobre cubierta. Algunos
tocan el acordeón, otros acarician una mujer de goma. Tú
fumas la pipa en compañía de un amigo. El mar te ha
endurecido las pupilas. Has visto demasiados atardeceres.
¿Con qué puerto, con qué ciudad no te has acostado alguna
noche? ¿Las velas serán capaces de brindarte un horizonte
nuevo? Un día en que la calma ya es una maldición, bajas a
tu cucheta, desanudas un pañuelo de seda, te ahorcas con
una trenza de mujer.”
Y no contenta con hacerme navegar por todo el mundo,
cuando hace dieciséis años que estoy anclado en el correo:
“¿Recuerdas las que tenía cuando me conociste?... En ese
tiempo me imaginaba que serías soldado y mis pezones se
incendiaban al pensar que tendrías un pecho áspero, como
un felpudo.
“Eras fuerte. Escalaste los muros de un monasterio. Te
acostaste con la abadesa. La dejaste preñada. ¿A qué
tiempo, a qué nación pertenece tu historia?... Te has jugado
la vida tantas veces, que posees un olor a barajas usadas.
¡Con qué avidez, con qué ternura yo te besaba las heridas!
Eras brutal. Eras taciturno. Te gustaban los quesos que
saben a verija de sátiro... y la primera noche, al poseerme,
me destrozaste el espinazo en el respaldo de la cama.”
Y como me dispusiera a demostrarle que lejos de cometer
esas barbaridades, no he ambicionado, durante toda mi
existencia, más que ingresar en el Club Social de Vélez
Sársfield:
“Ahora te veo arrodillado en una iglesia con olor a
bodega.
“Mírate las manos; sólo sirven para hojear misales. Tu
humildad es tan grande que te avergüenzas de tu pureza,
de tu sabiduría. Te hincas, a cada instante para besar las
hojas que se quejan y que suspiran. Cuando una mujer te
mira, bajas los párpados y te sientes desnudo. Tu sudor es
grato a las prostitutas y a los perros. Te gusta caminar, con
fiebre, bajo la lluvia. Te gusta acostarte, en pleno campo, a
mirar las estrellas...
“Una noche —en que te hallas con Dios— entras en un
establo, sin que nadie te vea, y te estiras sobre la paja,
para morir abrazado al pescuezo de alguna vaca...”

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