Partiendo de allá y dirigiéndose durante tres jornadas
hacia levante, el hombre llega a Diomira, una
ciudad con sesenta cúpulas de plata, estatuas en
bronce de todos los dioses, calles enlosadas de estaño,
un teatro de cristal y un gallo de oro que canta
cada mañana en la cúspide de una torre.
El viajero conoce todas estas bellezas porque las
ha visto ya en otras ciudades. Pero la propiedad de
Diomira consiste en que quien llega a ésta al anochecer
de un día de septiembre, cuando los días se
acortan y las lámparas multicolores se encienden a
un mismo tiempo en las puertas de las freidurías, y
desde una terraza la voz de una mujer grita“¡Huy!”,
le da por envidiar a los que ahora piensan que ya
han vivido un anochecer igual a éste y que fueron
felices en esa ocasión.
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